Infectados entre nosotros

Quilombo
24 min readApr 18, 2020

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Un hombre con mascarilla viaja solo en el metro de Bruselas (marzo de 2020). Fotografía: Francisco Seco/AP

Se tendrán que imponer controles globales/
y un órgano de gobierno mundial, para hacerlos cumplir/
Las crisis precipitan el cambio

Quiero idear un virus/
Para traer graves dificultades a tu entorno/
Aplastar tus corporaciones con un toque suave
(…)

Los últimos punkies deambulan como monjes enmascarados
Virus (2000) — Deltron 3030

En la segunda semana de marzo de 2020, los mapas digitales que visualizan el número acumulado de casos confirmados de personas afectadas por la infección respiratoria aguda COVID-19 todavía mostraban tres grandes círculos, que destacaban sobre todos los demás: China, Irán y e Italia. De alguna manera, el coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave (SARS-CoV-2), el virus causante del COVID-19, estaba dibujando una estela irregular a lo largo de la antigua ruta de la seda, por la que desde antiguo transitaron caravanas comerciales en una globalización temprana. Los italianos importaron seda de Persia y de China hasta aproximadamente mediados del siglo XIV, cuando se desintegró el último iljanato mongol, por luchas intestinas y como consecuencia de otro microorganismo letal (yersinia pestis) que luego arrasaría Europa, donde se conoció como la Peste Negra. Según una teoría muy difundida hasta hace tiempos recientes, su origen también se situaría en China. Hubei, epicentro del COVID-19 en 2020, ya fue devastada en 1331 por una epidemia que algunos autores identificaron con la misma Peste que llegó a Italia en 1348. Sin embargo, investigaciones recientes descartan esta conexión y sugieren que el foco de la Peste Negra se sitúa más bien entre Asia Central, el Cáucaso y la Crimea asediada por la Horda de Oro mongola.

Sea como fuere, lo cierto es que los imperios mongoles habían unificado temporalmente una significativa porción de Eurasia y que a partir de ahí las ciudades-Estado italianas como Génova y Venecia, que mantenían estrechas relaciones comerciales con aquéllos, actuaron como focos de transmisión del virus en Europa occidental. Así pues, se calcula que entre el 30 y el 50% de la población europea falleció en Europa por la enfermedad (hasta dos tercios en algunas urbes), dislocando las relaciones de clase y acelerando de paso el fin del feudalismo. En su declive, el hundimiento demográfico provocó escasez de mano de obra en muchas zonas, incrementos salariales (allí donde se trabajaba con jornales), y estrategias institucionales de control de la movilidad rural-urbana. Las ciudades-Estado del norte y centro de Italia (Venecia, Florencia, Génova y Milán) llegaron a conformar el primer sub-sistema regional capitalista, no sin conflictos que no pueden entenderse sin los estragos causados por la Peste Negra. En 1355 una revuelta antioligárquica derribó el Régimen de los Nueve en Siena y en Florencia, afectada además por el crash financiero de 1340, se produjo la primera rebelión de trabajadores manufactureros de la historia, la revuelta de los ciompi (1378), de corto recorrido.

La Peste Negra, junto con sus réplicas cíclicas en plagas sucesivas durante los siglos posteriores, marcó en Europa una auténtica cesura histórica entre el Medievo y el Renacimiento. Obviamente, no fue la causa de la transición pero sí un factor clave. Desde entonces, ninguna otra plaga ha tenido un impacto sistémico comparable. Podríamos mencionar también la “Gran Mortandad” en Canarias, Caribe y América, tras la conquista por parte de los colonizadores europeos, que entre otras cosas trajeron consigo enfermedades y plagas, como la propia peste bubónica, desconocidas para las poblaciones indígenas. Sin embargo, en el caso de la expansión ibérica en el Atlántico, el descenso demográfico obedece a un conjunto de factores entre los que figuran también la guerra y la servidumbre. Por sí sola, la Peste Negra marcó profundamente la economía, la sociedad y la cultura europeas, en definitiva, la propia psique de los europeos de entonces, como quedó reflejado en el arte. La Peste coincidió además con el inicio de un período de temperaturas relativamente frescas en el hemisferio norte entre los siglos XV a XIX (la “pequeña edad de hielo”), a la que según un estudio reciente (2019) habría contribuido también la citada desaparición de buena parte de la población indígena americana durante el siglo XV.

La enfermedad

Conforme pasan los días arraiga la sensación, reforzada por las medidas extraordinarias adoptadas por prácticamente todos los gobiernos del mundo, de que con el COVID-19 nos encontramos ante un acontecimiento con unas implicaciones sistémicas comparables a las de la vieja Peste, en un contexto de cambio climático diferente, uno que está derivando en un calentamiento global del planeta. Las alusiones a la Segunda Guerra Mundial o a Chernóbil (de China, del neoliberalismo) nos remiten a conmociones conocidas que sin embargo no parece que ayuden mucho para aprehender lo que estamos viviendo. El Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, habló de una crisis humana sin precedentes, para dar cuenta de la escala de su repercusión. Pero, ¿en qué medida es así? Y, sobre todo, ¿de qué manera las respuestas que estamos dando ahora determinarán el futuro?

En principio, se supone que el coronavirus SARS-CoV-2 tiene una capacidad de propagación menor que otros virus, como el del sarampión. A pesar de ello, el SARS-CoV-2 se ha difundido a gran velocidad por todo el globo, por una intensa movilidad humana facilitada por las modernas redes de transporte y de comunicación. Si la Peste Negra tardó unos siete años en extenderse por Europa, y la gripe española unos dos años en propagarse por buena parte del mundo, en apenas tres meses el COVID-19 ha hecho su aparición oficial en la práctica totalidad de las jurisdicciones que forman parte de las Naciones Unidas. Por lo que vamos aprendiendo, este coronavirus puede aguantar hasta 72 horas en determinadas superficies si ha habido contacto, y sus síntomas no aparecen de inmediato, de modo que una persona puede transmitirlo inadvertidamente antes de sentir dichos síntomas e incluso días después de que desaparezcan los mismos. Personas que no muestran síntomas también pueden transmitirlo. Asimismo, un reciente estudio muestra que, a diferencia del SARS-CoV (2003), se pueden alcanzar altas concentraciones del virus en la garganta, no solo en los pulmones, lo que facilita su transmisión por vía aérea.

Asimismo, aunque el SARS-CoV-2 sea de por sí menos letal que la bacteria que provoca la Peste, el síndrome respiratorio agudo severo que provoca en los pacientes puede tener consecuencias graves en un gran número de personas de edad avanzada o con afecciones previas y que por ello requieren hospitalización. También conocemos casos de personas más jovenes que, aún sin afecciones conocidas, han desarrollado neumonías. Es decir, podemos llegar a tener un número lo suficientemente significativo de pacientes como para provocar el colapso de aquellos sistemas sanitarios que carezcan de la organización y de los recursos adecuados, y la correlativa desatención de otros problemas de salud pública. En su comparecencia pública del pasado 30 de enero, hace ya una eternidad, el Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertaba: “nuestra mayor preocupación es que el virus se propague en países con sistemas de salud menos robustos y poco preparados para enfrentarse a esta amenaza”. Entonces todavía se pensaba que la transmisión por parte de personas asintomáticas era rara y pocos en Europa o en Estados Unidos pensaron en aquel momento que sus propios países se encontraban en esa lista potencial. Un día después de dicha comparecencia la Comisión Europea preguntó a los 27 Estados miembros de la Unión Europea si necesitaban mascarillas y otros equipamientos sanitarios. Ninguno respondió. Salvo notables excepciones, el principio de precaución cedió en muchos casos ante una arrogancia neocolonial y en otros ante posiciones eugenésicas de mercado. Según fuimos conociendo más acerca del nuevo coronavirus, parecía cada vez más claro que la combinación de sociedades con un importante porcentaje de población de más de sesenta y cinco años de edad -entre el 18 y el 22% en Europa-, y de unos sistemas públicos de salud basados en una red de atención primaria importante y una alta rotación hospitalaria, poco preparados para epidemias de esta dimensión, sobre todo si han sido degradados tras años de recortes, privatizaciones y precarización, podían generar un cóctel explosivo. Como así ha sido en muchos casos.

Esta es una gran novedad con respecto a las epidemias de siglos anteriores: lo que hasta ahora ha evitado que aquéllas pudieran volver a reproducirse como en el pasado se encuentra bajo amenaza, en un período en el que el capitalismo depende, más que nunca, de la producción y reproducción de la vida social. O dicho de otro modo, está en juego lo que asegura las vidas productivas de quienes con su trabajo, su cooperación y su consumo contribuyen a la acumulación de capital, bajo el comando de las finanzas. La robotización y la informatización no han eliminado esta realidad. Por más que excluya, el capitalismo primero necesita incorporar vidas en su proceso productivo. La otra gran novedad, vinculada con la anterior, ha sido la reacción de los Estados.

El remedio

En general, los gobiernos han intervenido a regañadientes, abordando una pandemia de manera gradual, sin anticipar problemas de suministros sanitarios ni coordinarse entre ellos, con un ojo puesto en los países competidores, resistiéndose a tomar decisiones que pudieran comprometer el crecimiento del producto interior bruto, de los beneficios empresariales y, en su caso, el apoyo electoral. La propia China demoró inicialmente su respuesta al tardar dos meses en cerrar la metrópolis de Wuhan desde que se detectó el nuevo virus, aunque en su descargo cabe agregar que inicialmente no se conocía su funcionamiento y solo a mediados de enero se confirmó su transmisión entre humanos. En cualquier caso, la reacción china y la de otros países asiáticos como Corea del Sur parece que ha sido relativamente efectiva, al menos en comparación con lo sucedido en Europa o Estados Unidos. Políticos con un proyecto soberanista como Donald Trump o Boris Johnson, se opusieron en un principio a intervenir activamente para atajar la difusión del virus. No obstante, una vez que se constató el incremento del número de afectados y de hospitalizaciones, la saturación de los servicios sanitarios, junto con la presión social (y monetaria, como se evidenció en el caso británico), es cuando los gobiernos, uno tras otro, terminaron por decretar -y esto es lo novedoso- medidas restrictivas en un grado, extensión y simultaneidad jamás vistas antes en la historia de la humanidad.

El repertorio de medidas gubernamentales destinadas a frenar la propagación del SARS-CoV-2 incluye: el aseguramiento de la distancia física (incluyendo el cierre de escuelas y otros servicios públicos); restricciones de la movilidad humana (controles fronterizos e internos, suspensión de vuelos); cuarentenas; confinamiento, y el cierre de sectores económicos enteros. Aunque la implementación efectiva ha sido desigual, lo cierto es que a principios de abril más de la mitad de la población mundial vivía en países en los que los gobiernos habían promovido o impuesto diferentes medidas restrictivas o de confinamiento. 166 Estados han cerrado sus fronteras (77 de manera completa y unos 89 de manera parcial). La organización ACAPS estima que más o menos por las mismas fechas unos 57 Estados habían decretado estados de emergencia, de alarma o similares, de los cuales 22 en Europa. Según UNESCO, los cierres de las escuelas afectan al 91% de los estudiantes de primaria y secundaria de todo el mundo, recurriendo a métodos de enseñanza virtual cuando ello es posible.

La consecuencia inmediata de todo ello ha sido un doble shock económico de demanda y de oferta que ha desplomado la actividad productiva en todo el mundo, a partir de sus principales centros económicos: China, la Eurozona y Estados Unidos. Lo cual ha disparado los niveles de desempleo y provocado una fuerte contracción del crédito. Para mitigar las consecuencias económicas de la lucha contra la pandemia, a finales de marzo más de 65 países habían adoptado diferentes paquetes de medidas fiscales. Entre las herramientas más comunes, figuran esquemas de préstamos para empresas y avales públicos para aumentar la liquidez, moratorias hipotecarias y fiscales, subsidios temporales de desempleo (incluyendo ERTEs), transferencias monetarias directas a grupos vulnerables, cambios en prácticas y reglamentaciones laborales (teletrabajo), regularizaciones provisionales de la población migrante en situación irregular (Portugal), limitaciones en la exportación de suministros médicos y productos esenciales, etc.

Todo ello con la cobertura de la compra masiva de bonos por parte de los bancos centrales, que ha evitado por ahora el desplome financiero, y, por lo que a la UE se refiere, con la flexibilización del Pacto de Estabilidad y del régimen de ayudas de Estado para permitir un mayor gasto público y un mayor endeudamiento. El problema es que países como Italia, España o Grecia, parten de niveles altos de deuda pública, como resultado de las transferencias intraeuropeas de los pobres hacia los ricos por medio de ese mecanismo de “tortura” social conocido como “austeridad”. De todos los gobiernos de la UE es Alemania, país central de la eurozona, quien ha llevado a cabo la intervención pública más contundente, con un paquete que, entre gasto público inmediato, aplazamiento de impuestos y contribuciones, más créditos, avales y garantías, se elevará en 2020 a unos 750 mil millones de euros. Claro que Alemania, por aquello de las asimetrías de la Eurozona, continúa cobrando por emitir deuda (sus bonos tienen rendimiento negativo). Por su parte, Estados Unidos aprobó un paquete de ayudas de unos 2.200 mil millones de dólares, el mayor de su historia, mientras que la Reserva Federal recientemente anunció otros 2.300 mil millones de dólares en préstamos a hogares y empresas. Cifras mareantes que sin embargo comprenden más crédito que gasto público efectivo y que no acaban de aportar ni estabilidad ni certeza.

Los gobiernos que han impuesto los parones más duros, como el italiano o el español, esperan que la cuarentena sea limitada en el tiempo, que el bloqueo económico vaya aliviándose poco a poco y que finalmente haya un rebote en forma de V de victoria. Algunos países europeos ya están levantando varias restricciones antes de que termine el mes de abril, lo que quizás sea precipitado sin una inmunización amplia en las respectivas poblaciones. Este deseo de reactivación no parece tener muy en cuenta las disrupciones en las cadenas globales de valor ni el hecho de que la progresiva reactivación de un país no irá a la par con la situación en países de los que se depende en términos de comercio de mercancías y servicios. España, tan dependiente del turismo y de la construcción, con un mercado laboral flexibilizado y una elevada tasa de mortalidad empresarial, sufrirá en todo caso un golpe terrible. En el caso de la UE, su futuro inmediato dependerá de la preservación del mercado único, hoy cuarteado con la reintroducción de restricciones fronterizas al interior de la zona Schengen, de la cobertura que pueda continuar prestando el Banco Central Europeo para evitar que se ensanche el diferencial de rentabilidad de las primas de riesgo, y de las políticas fiscales que finalmente lleven a cabo los gobiernos nacionales a falta de una intervención comunitaria potente, imposible con un presupuesto que apenas alcanza el 1% de la Renta Nacional Bruta europea. Tampoco está claro con qué intensidad China, que durante el primer trimestre de 2020 habrá sufrido su primera contracción económica desde el final de la revolución cultural en 1976, recuperará la senda del crecimiento y cuándo, teniendo en cuenta el descenso de la demanda mundial. La Organización Mundial del Comercio (OMC) calcula que el comercio mundial puede caer hasta un 32% en 2020.

La doble crisis sanitaria y económica puede tener también un fuerte impacto en los denominados países “emergentes” o “en desarrollo” y en los países más pobres, que hoy dependen más de China que hace diez años. Los primeros han sufrido en lo que llevamos de año una fuga de capitales de más de 90.000 millones de dólares, mayor que la de la crisis financiera de 2008–2009 según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI). Habrá que seguir lo que sucede en cuatro potencias sub-regionales: Brasil, Turquía, India y Sudáfrica. Para poder afrontar la pandemia y la depresión económica, estos países deberán incrementar aún más sus déficits, sus niveles de deuda y aprobar estímulos monetarios, lo que complicará la defensa del valor de sus monedas locales, que han venido cayendo en las últimas semanas. Aunque la pobreza en términos absolutos y relativos -incluyendo la pobreza extrema- aumentará en todo el mundo, se estima que las regiones más afectadas por dichos incrementos serán África (tanto al norte como al sur del Sáhara), Oriente Medio y el sur de Asia. Muchos de esos países son exportadores de materias primas cuyos precios -al menos en hidrocarburos y metales- ya están cayendo, primero por la guerra de precios del petróleo y ahora por el descenso de la demanda, lo que debilita sus monedas y encarece su deuda externa. Los países más pobres carecen de espacio fiscal para llevar a cabo políticas propias de estímulo o para permitirse cuarentenas prolongadas. A ello que se añade la interrupción del envío de remesas, vitales en muchos países, por parte de millones de trabajadores migrantes. Por lo pronto, aunque la relativa menor incidencia estadística del COVID-19 en dichos países puede estar relacionada con la aparición tardía de la enfermedad y con la ausencia de diagnósticos en gran número, la tendencia en abril es inequívocamente al alza. La UE, preocupada por una extensión de la pandemia en su periferia sur y suroriental, ya ha propuesto una reasignación presupuestaria de los vigentes programas de ayuda.

Pese a los llamamientos a la unidad nacional o de la humanidad, estos no pueden ocultar los sesgos de clase, de raza y de género sobre los que se estructura el sistema en el que ha nacido el SARS-CoV-2. Ni las restricciones, ni el acceso a los servicios sanitarios o educativos, ni las ayudas económicas, se aplican a todos por igual. Mientras las elites políticas y económicas no han tenido problemas para ser diagnosticados o priorizados en la atención médica, muchos trabajadores han tenido que conformarse con recurrir a consultas telefónicas, cuando no se han visto obligados a acudir a sus puestos, sin la suficiente protección, a los pocos días de que se disipen los síntomas. En Nueva York, la letalidad es incomparablemente mayor entre hispanos y afroamericanos. El teletrabajo puede servir para determinados medios profesionales, pero no para los trabajadores sanitarios o para muchos trabajos de los que dependen los sectores populares, incluyendo la población migrante. Tampoco todas las familias disponen de los mismos recursos digitales para la educación a distancia. El encierro domiciliario facilita además la violencia machista.

El bloqueo económico está incrementando el número de hogares sin ingresos provenientes del empleo formal, muchos de los cuales se verán excluidos de las magras transferencias económicas condicionadas que se vienen anunciando. Una cosa son los anuncios, otra lo que se publica en los diarios oficiales, y otra muy distinta será la implementación. En España empezamos a comprobar cómo el coronavirus se ceba en los barrios con menos recursos. Las personas migrantes y refugiadas, que han visto aún más restringida su movilidad y que en los lugares donde se encuentran carecen de todos los derechos de que disponen los ciudadanos “plenos”, son especialmente vulnerables. Por no hablar del potencial incremento del contagio y de la mortalidad en los campos de refugiados, ya sea en las islas griegas o en el mayor campo del mundo, el que alberga a los rohinyá en Cox’s Bazar, Bangladesh. En fin, mucha gente trabaja en la llamada “economía informal” -a nivel mundial, son de hecho la mayoría- y vive al día en áreas urbanas densamente pobladas, sin protección social y sin acceso a servicios adecuados de salud, sobre todo en los países más pobres.

Convalecencia

Así pues, 2020 será el año del hundimiento de la economía mundial, una gran recesión que en esta ocasión no tiene origen financiero sino biopolítico, pero que en el corto-medio plazo puede tener importantes repercusiones financieras, pese al optimismo que venden grupos financieros como BlackRock. Desde hace un tiempo diversos inversores y analistas venían esperando una recesión que las últimas previsiones situaban a finales de 2020, aunque por motivos diferentes y sobre la base de un contagio financiero desde Estados Unidos o quizás desde China. Desde el crash de 2008-2009 la “recuperación” de la economía mundial había dependido, por un lado, de las continuas transfusiones financieras de los bancos centrales, que cobraron nuevo impulso en 2019 en Estados Unidos y en la Eurozona precisamente por los nubarrones que se avistaban en el horizonte. El año pasado el declive de la producción manufacturera en Alemania o la abultada deuda china transmitían señales preocupantes. Por otro lado, y relacionado con lo anterior, la recuperación de la pasada década vino también de la mano de una intensificación de diversas formas de extractivismo: desde la explotación agroindustrial o minera que está convirtiendo la selva amazónica en una sabana hasta el desarrollo oligopolístico de las plataformas digitales (las FAANG o Big Tech).

La nueva gran recesión mundial tendrá la particularidad de haber sido inducida por los propios gobiernos, de manera caótica y casi simultánea, para aplicar una auténtica cura de caballo al capitalismo. Todo ello con el beneplácito de las finanzas, principales beneficiarias de los diferentes planes de estímulo y que encarnan los intereses del capital colectivo, y no tanto de los capitalistas nacionales o individuales, que presionan para que se retomen las actividades “no esenciales”. Este peculiar cierre patronal, esto es, ordenado desde arriba, aunque con una cooperación necesaria desde abajo, en una acción colectiva global inédita, tiene lugar después de tres años de reducción de las tasas de crecimiento del PIB mundial (3,2% en 2017, 3% en 2018, 2,9% en 2019), en parte debido a la guerra comercial instigada por Donald Trump para reajustar las cadenas globales de valor en términos neosoberanistas, en un contexto de desaceleración continuada de la economía china que viene de más lejos y a la que ha contribuido también la reducción del consumo interno (6,1% de crecimiento del PIB en 2019, el ritmo más bajo de los últimos 29 años, frente al 10,6% alcanzado en 2010).

El desplome será de los que hacen época. Desde 1950 se han producido cuatro recesiones mundiales: en 1976, en 1982, en 1991 y en 2009. Este período básicamente coincide con el desarrollo del neoliberalismo, como respuesta a la dificultad de mantener elevadas tasas de beneficio por parte del capital. De las cuatro, la de 2009 fue la más intensa de todas ellas y afectó especialmente a las economías avanzadas del norte, Estados Unidos y Europa, poniendo fin al tipo de globalización intensa que se desarrolló desde la implosión del bloque soviético. La gravedad de la nueva recesión económica que apenas comienza vendrá determinada por la dislocación de las cadenas de producción, del transporte, del comercio, por la retroalimentación de su impacto en las finanzas públicas, y por la caprichosa multiplicación de un virus que ignora todo lo anterior. Es, además, cualitativamente distinta de las anteriores, por enmarcarse dentro de una crisis más amplia y profunda, la de la creciente vulnerabilidad de la especie humana ante la degradación capitalista de los ecosistemas en los que se desenvuelve. Dicha degradación, que en los últimos años ha alcanzado cotas realmente alarmantes, es la que facilita la transmisión zoonótica de nuevos virus y la aceleración del calentamiento global. En este juego de muñecas rusas que es la prolongada crisis del sistema-mundo capitalista, en el que una crisis destapa otra crisis, el virus ha vuelto a poner en evidencia una crisis irresuelta de gobernanza global y supranacional, agravada por la irremediable incertidumbre en la que nos deja el coronavirus.

Aparte de la liquidez masiva que están inyectando los principales bancos centrales, el peso de la gestión de toda esta situación está en manos de unos gobiernos nacionales que afrontaron el advenimiento del SARS-CoV-2 frágiles fiscalmente y debilitados políticamente. A la creciente fragmentación y volatilidad política en cada país, fenómeno que en los países occidentales se agudizó especialmente desde la última recesión, se unió en 2019 un espectacular incremento de las protestas y revueltas populares por todo el mundo, con demandas sociales, de libertades o contra la corrupción, según los países. Esta tendencia se esperaba que se intensificase en 2020, pero las reacciones gubernamentales para atajar el virus la han parado en seco, al menos por el momento. No debería sorprender por tanto la desconfianza generalizada hacia las autoridades, que por lo general se han parapetado detrás de los expertos sanitarios para justificar sus decisiones, en especial las medidas más autoritarias destinadas a asegurar el confinamiento. Con todo, los gobiernos tratan de hacer de la necesidad virtud, tratando de reforzar su legitimidad y la de sus instituciones de seguridad mediante una épica de la movilización en torno a la “guerra contra el virus”. Pero la gobernanza científica, de políticas racionales basadas en la evidencia (evidence-based policies), tiene sus límites.

De un tiempo a esta parte, toda política termina siendo política de crisis, de urgencia, de emergencia, como si solo así fuera posible lograr consensos y saltarse límites constitucionales: crisis migratoria, urgencia antiterrorista, emergencia climática. Los movimientos sociales no han sido ajenos a este marco mental. Para declarar una emergencia más clásica, como la de una epidemia, se necesitan datos con los que operar. Pero si la estadística es un saber consustancial al Estado moderno y a su capacidad para legitimarse y ejercer el control sobre una determinada población, sabemos que los datos oficiales sobre el coronavirus no reflejan toda la realidad de su expansión o la tasa real de letalidad, lo que no facilita la confianza. El número real de afectados -con síntomas o sin ellos- podría ser cinco, diez o veinte veces superior, según los lugares, al número de casos confirmados que actualizan diariamente la OMS o la John Hopkins University, lo que complica la comparación entre países que emplean criterios diferentes o simplemente no disponen de las mismas capacidades estadísticas. Algo parecido sucede con el número de muertes: si la tasa de letalidad debe ser menor que la calculada a partir de los casos confirmados, teniendo en cuenta el número de casos asintomáticos no contabilizados, los datos disponibles necesitarán complementarse con los datos de exceso de mortalidad cuando estén disponibles.

Momentos tambaleantes, abiertos e inciertos como éste nos muestran al emperador en toda su desnudez. “No podemos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema”, “la economía del mundo se tambalea porque estamos comprando solo lo que necesitamos”, podemos leer estos días. Muchas cosas que nos parecían normales de pronto se nos vuelven obsoletas, ajenas. Incluyendo nuestro lenguaje, que vuelve a oscilar entre un tono apocalíptico y uno cínico, atrapado en las gramáticas del siglo XX. El énfasis en una interpretación estereotipada del neoliberalismo, manifiesta en el regocijo por la intervención estatal, como si el aquél no hubiera consistido en una reorientación de las funciones del Estado desde el Estado, con cambios significativos desde 2009, dificulta la comprensión del capitalismo actual y la elaboración de estrategias políticas emancipadoras. Las recientes derrotas de los veteranos candidatos de la izquierda neokeynesiana en Reino Unido (Corbyn) y en Estados Unidos (Sanders), con los respectivos aparatos partidistas funcionando como auténticos sumideros de movilización activista, abren nuevos escenarios que tardarán un tiempo en madurar. Y allí donde la izquierda gobierna, como en España, apenas puede aportar un barniz social que no va a compensar la detracción de recursos por la vía financiera, y ello pese a contar con condiciones europeas algo más favorables, en comparación con 2015.

La alteración de nuestra rutina cotidiana también genera otras formas de habitar y sentir el mundo, lo que puede tomar diferentes direcciones. Por un lado, se desarrollan prácticas creativas de conversación, de cooperación y de apoyo mutuo -económico, psicológico- que permean nuestras subjetividades. Algunas luchas democratizadoras continúan por otros medios, aunque afectadas por el disciplinamiento sanitario y, en el caso español, aún bajo el influjo de la restauración partitocrática, entre un gobierno socialmente “sensible” al que se interpela y la amenaza ultraderechista. Esto es, lejos de constituir contrapoderes autónomos. El rechazo de muchos a una vuelta al trabajo sin garantías de seguridad hace que algunos negocios mantengan el cierre o el teletrabajo: en este caso se trataría de cierres desde abajo, forzados por la presión de sus trabajadores y trabajadoras (lo que anticipó la hibernación económica total decretada por el gobierno español durante unos días, antes de semana santa). Muchos presos se han amotinado en cárceles de diferentes países, hasta que algunos gobiernos han comenzado a facilitar la libertad de algunos reclusos. Las personas migrantes reclaman regularización de derechos, el fin de los centros de detención y de las deportaciones. Las huelgas de alquileres, si bien de alcance limitado, así como la renovada discusión sobre una renta básica universal (o de cuarentena), prefiguran un conflicto más amplio en torno a la renta financiera y la desigualdad del ingreso. Y, atravesando todo lo anterior, ¿cómo nos concebiremos a nosotros mismos y a nuestro entorno después de haber vivido y respirado otra ciudad?

Otra dirección, menos esperanzadora, es la que se apoya en afectos como el miedo y el resentimiento, que pueden llegar a expresarse con un lenguaje de odio. Del miedo se sirven tanto el neoliberalismo como el neofascismo, pero en el segundo caso el miedo a un otro percibido como amenaza es lo que, al crear una particular forma de identidad y pertenencia, reconduce la ansiedad por el posible descenso social, por el reemplazo cultural, o por una hipotética eliminación física. Y el coronavirus convierte a cualquiera en una amenaza vital, no solo a los sospechosos habituales, lo cual no deja de ser una paradójica y perversa democratización. La actitud policial de muchos vecinos y vecinas en las situaciones de cuarentena nos da una idea de lo que puede fermentarse. Si a ello unimos la prevalencia de una cultura del resentimiento en las redes sociales, no es de extrañar que sean las derechas radicales las que, con sus contenidos, sean bulos o no, vayan ganando terreno en todo tipo de plataformas digitales. “El neofascismo cosecha la acumulación algorítmica de los sentimientos en forma de identificación por medio de tormentas de comentarios”, sostiene Richard Seymour en su último libro antes del coronavirus. El distanciamiento físico, el confinamiento y el teletrabajo nos vuelven aún más adictos a la máquina algorítmica y cronófaga. Una máquina controlada por unas plataformas corporativas que pueden acabar siendo las grandes ganadoras de la crisis en curso, alejándonos de la ruptura ludita que propone el citado autor. ¿Cómo nos percibiremos a nosotros mismos y a los demás, después de haber vivido la militarización de nuestras calles y de nuestros cuerpos?

El futuro

De un modo u otro, tanto la enfermedad como el remedio nos dejarán cicatrices, cuya profundidad dependerá de la duración y virulencia de la pandemia y sus nuevas oleadas; del tiempo de prolongación, o de reiteración, de los recortes de derechos y libertades; del impacto desigual de la recesión económica y del futuro reembolso de la deuda pública que se infla. Al progresivo relajamiento del actual confinamiento, nos preparan las autoridades, seguirá una panoplia de medidas disciplinarias y de control, con ciclos de cierre y apertura según vuelvan a producirse picos de contagio o para evitarlos, al menos hasta que haya una vacuna disponible. Tarde o temprano los acreedores reclamarán el ajuste para asegurarse el cobro de los títulos adquiridos hoy. Desde un punto de vista estrictamente sanitario, la relajación de las restricciones requiere un aumento sustancial de la capacidad de realización de diagnósticos (de detección del virus, de inmunidad) y el aislamiento de los casos que se detecten, así como el refuerzo de los equipamientos, de respiradores, de material de protección, lo que depende de cierta reindustrialización local de la oferta de estos productos.

Nuestra futura convivencia con las diferentes cepas del coronavirus y con sus estragos socioeconómicos, mientras aumenta la temperatura del planeta, está llena de incógnitas que solo se podrán resolver con el tiempo. Si el COVID-19 contribuye a una transición sistémica como hizo la Peste Negra hace casi siete siglos, o a una nueva gran transformación del capitalismo, será porque exacerba y altera elementos de una crisis sistémica que ya estaba en marcha, superponiéndose a ellos o desvelándolos, en todo caso sacudiendo nuestras coordenadas políticas. ¿Serán las sociedades envejecidas de los antiguos polos occidentales del capitalismo neoliberal las principales afectadas, social y demográficamente, desplazando aún más el centro de gravedad económico hacia oriente y hacia el sur? Contrariamente al modelo propuesto por Giovanni Arrighi, el fin de la hegemonía global de Estados Unidos no ha terminado de consagrar la entronización de China con un papel equivalente, pero quizás sea cuestión de tiempo. A pesar de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, es improbable que vuelva a producirse un desacoplamiento este-oeste como en el siglo XX durante la guerra fría, básicamente porque China está integrada en la economía mundial como nunca lo hizo la Unión Soviética.

Las funciones del Estado pueden volver a mutar, al compás de las exigencias de prevención y de control epidémico, del tratamiento de sus efectos secundarios económicos. Habrá que ver de qué manera, teniendo en cuenta la actual correlación de las citadas debilidades, de gobiernos como de las propias organizaciones sociales y populares, en muchos países. Tampoco está claro que un reforzamiento social (o social-policial) del Estado implique necesariamente su desgajamiento de marcos supranacionales, habida cuenta de que la descoordinación entre Estados contribuye tanto a la propagación del virus como al agravamiento de la recesión. En este sentido, no deja de resultar irónico que la secretaria británica de comercio reclame mayor coordinación internacional y apertura comercial. De hecho, históricamente a las plagas de la Modernidad no les sucedieron procesos de “desglobalización”, sino más bien lo contrario. ¿Forzará esta crisis la articulación de algún nuevo tipo de multilateralismo, se profundizará la integración política europea, y si es así podrán ser estos marcos de gobernanza más democráticos que las actuales o más autoritarios? ¿O por el contrario se acentuará la disgregación nacional, con reagrupaciones dinámicas en torno a potencias hegemónicas regionales?

Creo que esta reflexión macro es necesaria, pero reconozco que por sí sola abruma y no tiene por qué ayudar a la acción colectiva en estos momentos de cambio. Debe complementarse con otras preguntas -algunas incómodas- que nos conciernen directamente. ¿Podremos en estas condiciones relanzar movimientos políticos, redes u organizaciones que puedan conectar a la escala de las transformaciones planetarias, a partir de las lecciones del pasado reciente? Frente a la previsible proliferación de conflictos, de baja y alta intensidad, sobre la redistribución del ingreso pero también sobre la propiedad, la producción y lo común ¿cómo encauzarlos en sentido emancipador?

A diferencia del siglo XIV, hoy somos capaces de compartir información de forma masiva, de mantener una conversación global y de reproducir repertorios de protesta. Y, sin embargo, resulta notable cómo en el momento de la historia en el que estamos más conectados globalmente, sea tan difícil la articulación de movimientos transformadores transnacionales. Pienso que algo tiene que ver con el nacional-soberanismo que predomina entre las izquierdas institucionales y con el fin del monopolio euroamericano como foco de irradiación cultural mundial. En la década pasada, la principal explosión política con una onda expansiva global provino de los países árabes en 2011, pero no fue posible realizar una traducción apropiada que pudiera componer vínculos políticos de alcance regional o mundial, si excluimos la excepción yihadista.

Pero también tiene que ver con las persistentes problemáticas de la estrategia y de la organización, maltrechas en España tras las agridulces experiencias del pasado ciclo político, y que adquieren nuevos matices en tiempos de confinamiento, de control digital de nuestra intimidad y de nuestros movimientos, de justificación de abusos policiales por nuestro bien. Debemos reconocer las fuertes divergencias que existen en un campo político que solo se unifica, y cada vez con más problemas, por vía electoral. Aquí todos interpretamos el acontecimiento desde nuestros respectivos bagajes, que no deberían convertirse en anteojeras. ¿Qué desgarros políticos -y personales- viviremos cuando llegue el momento de tomar decisiones, de preferir unos caminos y no otros? ¿Qué alianzas serán viables? ¿Podremos consolidar la pluralidad de iniciativas solidarias que surjan para sobrevivir, en formas organizativas democráticas que adquieran cierta autonomía y puedan perdurar en el tiempo?

¿Cómo reorganizaremos nuestras vidas, nosotros, los infectados de hoy y de mañana?

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Quilombo

Interesado en política local, europea y global | movimientos | migraciones | común | democracia. EU, global politics & movements. Escribo en Esp, Eng, Fr.