La implosión del régimen transnacional afgano

Quilombo
16 min readSep 3, 2021

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Duelo por la muerte de un vecino, tras ser alcanzado por un misil disparado por un dron estadounidense el 29 de agosto de 2021, mientras aviones militares sacan gente de Afganistán. Fotografía: Marcus Yam, Los Angeles Times.

Un avión militar norteamericano despega desde la pista militar del aeropuerto de Kabul. Lleva consigo personal estadounidense y europeo, y algunos colaboradores afganos, a pesar de la muchedumbre que había invadido la pista intentando subirse al mismo. Dos ciudadanos afganos, desesperados, tratan de aferrarse a su fuselaje durante una maniobra de despegue que el piloto no interrumpe, pero quienes finalmente lo consiguen no tardarán en desplomarse desde el cielo contra los tejados de casas cercanas. Otro joven polizón quedó atrapado en sus trenes de aterrizaje, según los restos encontrados al aterrizar en el aeropuerto de tránsito de Doha, Catar. Para entonces, el presidente de Afganistán Ashraf Ghani había huido del país y su vicepresidente y sus ministros se despachaban contra su figura en las redes sociales. Aviones que llegaron hace veinte años arrojando bombas en nombre de la democracia se despiden dejando caer cuerpos humanos, mientras miles de personas se agolpan frente al aeropuerto de Kabul intentando escapar, atemorizadas por posibles represalias o convencidas de la ausencia de futuro. Imagen de un fin de régimen, pero también de la irresponsabilidad de sus patrocinadores extranjeros.

Posteriormente, el 26 de agosto al menos ciento ochenta personas, incluyendo trece militares estadounidenses, mueren en medio de la caótica evacuación en un atentado reivindicado por el autodenominado Estado Islámico del Gran Jorasán (ISKP), que deja otros tantos heridos. Días después, un misil disparado por un dron estadounidense destroza un vehículo en Kabul que supuestamente transportaba terroristas y explosivos del ISKP. Pero los muertos que se encontraron fueron los de diez civiles, incluyendo siete niños. Imágenes del fracaso de una “guerra contra el terrorismo” que no impedido que se multiplique ese método de guerra asimétrica que hemos terminado por confundir con una ideología o con un movimiento.

El ejército afgano, desmoralizado por el fin del apoyo aéreo estadounidense y por la corrupción de sus gerifaltes, se había disuelto como azucarillo ante el bien planificado avance talibán*. El cerco de los talibanes a las principales ciudades del país, que se produjo en apenas diez días, después de tres meses de progresiva captura de distritos rurales y puntos fronterizos, ha sido reportado por los titulares de la prensa internacional como una acción fulgurante, una especie de blitzkrieg que cogió a todos por sorpresa mientras en Doha se desarrollaban las negociaciones de paz auspiciadas por Estados Unidos. En realidad, lo sucedido es el resultado de una trabajo de zapa de años, una guerra política que asumía una temporalidad diferente, no sujeta a un calendario electoral o al ciclo de proyectos.

Por lo menos desde el fin de la misión ISAF en 2014, si no antes, los talibanes habían venido forjando formas de co-gobernanza en el terreno, en los distritos que controlaban pero también en distritos en disputa, redes superpuestas o entrelazadas con redes pre-existentes, algunas de las cuales podían activarse cuando el viento soplase en la dirección deseada. Desde 2011 los dirigentes talibanes sabían que Estados Unidos, que para entonces ya habían constatado la imposibilidad de erradicar la insurgencia sin un incremento de tropas inasumible política y económicamente, no tenían otro objetivo que el de retirar sus tropas y dejar el país en manos de un gobierno afín, y se organizaron militar y políticamente en consecuencia. Los talibanes combinaron atentados sangrientos, asesinatos selectivos, amenazas y extorsión, acuerdos con jefes comunitarios y ofertas de protección, mediante una estrategia de “persuasión e intimidación” propia del crimen organizado pero también de los estados , y que ha resultado ser más efectiva que su alternativa occidental.

Justo antes de la caída de Kabul, el Afghan Analysis Network (AAN) publicó un caso de estudio centrado en la región de Loya Paktia y que indica, por ejemplo, cómo en el distrito de Lezha Mangal, un acuerdo entre los ancianos líderes locales y los talibanes vigente desde 2018 cubría “asuntos tales como educación, seguridad, el uso de los bosques (frecuente contencioso entre tribus vecinas de la región), la regulación de las dotes y la resolución de disputas”. La estrategia talibán que alternaba la coerción con la persuasión, y ciertas formas de gobierno en la sombra, se repitió en otros lugares y finalmente con los miembros de las propias fuerzas armadas, conforme iban ganando terreno. Otro método recurrente utilizado por la guerrilla ha sido el de la infiltración en las fuerzas de seguridad: solo entre mayo de 2007 y enero 2011 unos setenta soldados de la misión ISAF fueron asesinados en cuarenta y dos ataques llevados a cabo por talibanes infiltrados en el ejército. Dichas infiltraciones quizás hayan sido menos frecuentes desde 2014 pero en cualquier caso requieren tiempo de preparación: si es exitosa consigue minar la confianza desde dentro y tiene un potente efecto desmoralizador. También consiguen generar desconfianza entre el personal internacional y sus colaboradores afganos, sujetos a controles de seguridad, desconfianza que ahora se traslada a los propios refugiados afganos.

Dichas estrategias fueron sido diseñadas y ejecutadas por una organización clandestina que mostrado una importante cohesión y capacidad de adaptación, frente al secuestro o asesinato de sus mandos. En un informe elaborado para la fundación estadounidense Carnegie Endowment en 2009, titulado de manera profética “La estrategia ganadora de los talibanes en Afganistán”, el sociólogo francés Gilles Dorronsoro -que lleva investigando Afganistán desde 1988- conminaba a “tomarse a los talibanes en serio”, como movimiento político revolucionario (que busca transformar un país en un determinado sentido islamista, desde las instituciones), organizado y jerarquizado. Algo mucho más moderno de lo que la recurrente acusación de “medieval” expresa. En dicho informe, el autor resumía la estructura organizativa de los talibanes como “lo suficientemente centralizada como para ser eficiente, pero lo suficientemente flexible y diversa como para adaptarse a los contextos locales”, según el tradicional método guerrillero. Dorronsoro lamentaba entonces que analistas y militares norteamericanos se focalizasen exclusivamente en la fragmentación local, importante para sortear las dinámicas micro, pero olvidando la cadena de lealtades que conducen a la dirección central, que por entonces residía en Pakistán. Por ejemplo, la denominada red Haqqani, pese a su relativa autonomía en el terreno, “no es independiente de la más amplia red talibán y no tiene una estrategia autónoma”, lo que se ha confirmado desde la toma de Kabul. Dorronsoro añadía que los talibán estaban “aprendiendo de sus errores, y son rápidos a la hora de explotar las debilidades de sus adversarios. Están construyendo una administración paralela, tienen una logística de alcance nacional, y manejan una impresionante red de inteligencia”.

Frente a la determinación de la organización talibán, se encontraba un Estado “rentista” con base en Kabul, centrado en la captación y redistribución clientelar de dinero proveniente del exterior, sobre todo en el más opaco sector militar. La República Islámica de Afganistán (2004–2021) continuaba y multiplicaba una dependencia de fondos externos que, según recuerda el historiador de origen afgano Ali A. Olomi, se remonta al siglo XIX, cuando subsidios británicos facilitaron la consolidación del estado bajo Abdul Rahman Khan. El Emirato Islámico de Afganistán (1996–2001), muy aislado internacionalmente, dependió también de la ayuda pakistaní, y la propia insurgencia talibán se ha beneficiado de donaciones privadas externas y de fondos paquistaníes. Sin embargo, la cantidad de fondos internacionales destinados a Afganistán desde la Administración de Transición (2002–2004) hasta hoy supera todo lo conocido con anterioridad: ha sido masiva, multiforme y difícil de calcular, aunque se cuenta en cientos de miles de millones de euros. Incluye ayuda militar y civil, bilateral, multilateral, fondos fiduciarios, transferencias directas al tesoro público o a través de ONGs y organizaciones internacionales, fondos reservados a través de la CIA, etc. Solo la inversión puramente militar de los Estados Unidos en Afganistán durante los últimos veinte años se eleva a más de un billón de euros, entendido en su acepción española, como millón de millones. Inversión que ahora los talibanes tratarán de aprovechar, aunque no puedan reponer algunos equipamientos. La brecha social entre quienes cobraban o acumulaban en dólares y quienes cobraban en afganis era evidente.

Por más que Joe Biden justifique que la misión estadounidense en Afganistán se había limitado a combatir Al Qaeda y Osama Bin Laden, lo cierto es que la construcción de un nuevo Afganistán en términos neoliberales era la hipótesis sobre la que la administración Bush y los promotores del Proyecto del Nuevo Siglo Estadounidense esperaban reducir el apoyo o la tolerancia hacia organizaciones islamistas y yihadistas, y asegurar la presencia estadounidense frente a Irán y China, pese a la colaboración del primero en el derrocamiento del régimen talibán en 2001. Dicha hipótesis neocolonial del nation building fue asumida por los aliados europeos, preocupados, por un lado, por ganar puntos en la relación transatlántica (la invasión de Afganistán constituye la primera y única activación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte) y, por otro, en la “estabilidad”, conscientes de que el apéndice occidental de Eurasia iba a recibir las ondas de choque de lo que pudiera suceder en Afganistán. Durante los primeros diez años los fondos internacionales habían representado el 90 % del presupuesto público, porcentaje que luego se redujo hasta el 75% en 2019, según estimaciones del Banco Mundial. Lo cual incluía obviamente las abultadas partidas en defensa. Sencillamente, el ejército nacional afgano no podía operar sin financiación de los Estados Unidos y sin su fuerza aérea.

Esta situación había favorecido el clientelismo según facciones o clanes, etnicizados con el Acuerdo de Bonn (diciembre de 2001) y la constitución de 2004, y la corrupción en general, debilitando funciones esenciales del Estado que los afganos demandan, más allá de la seguridad, como la resolución legal de disputas civiles, educación, salud. Los ciudadanos, y especialmente las ciudadanas, pintaban poco en la nueva “democracia” afgana. Los comandantes militares, “hombres fuertes” o señores de la guerra (incluyendo notorios responsables de crímenes contra la humanidad) de la antigua Alianza del Norte ocuparon inicialmente los principales puestos de la administración, para humillación de sus víctimas. Después se posicionaron como influyente elite desde las suntuosas mansiones que construyeron en Kabul, en sus provincias de origen o en Dubái, que contrastaban con la miseria que prevalece en uno de los países más pobres del mundo. A pesar del abultado presupuesto del ejército afgano, el avituallamiento básico a menudo no llegaba y los soldados rasos destinados en distritos remotos esperaban sus salarios en afganis durante meses, lo que ha facilitado las deserciones o el cambio de lealtades a las primeras de cambio. La elevada dependencia exterior fomentaba una escasa preocupación gubernamental por establecer un sistema fiscal eficiente, algo que los talibanes han tratado de imponer en los territorios bajo su control, tasando la producción y comercio de bienes, incluyendo lógicamente el rentable opio.

No solo el Estado afgano, también las llamadas “organizaciones de la sociedad civil” afganas dependían del apoyo de la comunidad internacional, lo que las debilitaba políticamente, pese al profundo compromiso social que tenían y tienen la mayoría de sus integrantes. La “Encuesta sobre el Pueblo Afgano” que publica Asian Foundation muestra cómo más afganos confiaban en los líderes religiosos (71% en 2019) y en los consejos comunitarios (67%) que en las ONG nacionales (53%) e internacionales (47%). En otra encuesta reciente sobre las percepciones acerca del proceso de paz, solo el 13% respondió que las organizaciones de la sociedad civil representarían mejor sus intereses en las negociaciones. Lo cual muestra también las divisiones que existían entre la clase media urbana que ha producido el régimen transnacional post-2001, una parte significativa de la cual ha sido evacuada o ha huido a los países vecinos estos días, y el setenta por ciento de la población afgana que vive en zonas rurales o que fue desplazada a los suburbios periféricos de Kabul.

Menos se habla, por razones obvias, de cómo el ingente trasvase de ayuda militar, humanitaria y de cooperación al desarrollo ha beneficiado a toda una generación de funcionarios, cooperantes, “expertos” y periodistas occidentales. En primer lugar, Afganistán permitió el desarrollo de las capacidades militares de los gobiernos de la OTAN. Para los soldados europeos en misiones no de combate (adiestramiento, protección de la cooperación civil) viajar a Afganistán supuso mejorar ingresos y adquirir experiencia. Alemania fue el país europeo que más invirtió militarmente: más de 150.000 soldados alemanes sirvieron en Afganistán durante las últimas dos décadas, la primera misión militar alemana de esa envergadura en un escenario bélico desde la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, más de 27.100 soldados españoles, incluyendo un número indeterminado pero proporcionalmente significativo de canarios, pisaron suelo afgano entre 2002 y 2021, con un coste total de unos tres mil quinientos millones de euros.

Asimismo, muchos trabajadores de embajadas, organizaciones internacionales y ONGs fueron jóvenes -y no tan jóvenes- con estudios de posgrado y cierta experiencia profesional, en unos casos comprometidos con nobles ideales de cambio y solidaridad, en otros con actitudes más cínicas. Para todos ellos, Afganistán supuso el bautismo de fuego o un trampolín para sus respectivas carreras profesionales. La experiencia en Afganistán, aunque se estuviera encerrado en los compounds de la zona verde de Kabul, otorgaba galones. Este personal internacional de alta cualificación se apoyó en segmentos de la población local, ante la falta de conocimientos de la lengua y cultura locales. Las necesidades de seguridad y la reproducción entre murallas de cemento de ciertos aspectos del modo de vida occidental exigió también la colaboración de miles de trabajadores llegados de todo el mundo (gurkas nepalíes, operarios filipinos, cocineros serbios, etc.) para trabajar en una variedad de empresas privadas, desde empresas de seguridad a proveedores de toda clase de servicios y productos (alimenticios, alcohol), que en no pocos casos obtuvieron contratos de manera irregular y con precios inflados.

En suma, lo que conocimos bajo el nombre oficial de República Islámica de Afganistán constituyó un régimen político transnacional sui generis, en guerra, auspiciado por la OTAN y por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (que legalizó a posteriori un hecho consumado) pero de soberanía limitada, con capacidad de negociación y decisión en algunas áreas. Régimen, más que gobierno transnacional, si usamos una perspectiva sistémica que incluya no solo al Estado afgano, sino también la nebulosa de agencias extranjeras o internacionales, públicas y privadas, que intervenían con el Estado o con independencia del mismo, con muy poca coordinación real a pesar de la proliferación de mecanismos, cumbres, encuentros y reuniones. Todo ello en el marco de una gobernanza neoliberal que convivió con un grado elevado de violencia: desde el centro de tortura situado en la base aérea de Bagram al campo de concentración de Guantánamo, desde los escuadrones de la muerte apoyados por la CIA, a los asesinatos “selectivos” con drones y bombardeos aéreos más amplios que en varias provincias dejaron un reguero de familias destrozadas y un comprensible resentimiento con el estado y las fuerzas extranjeras que los expertos occidentales minimizaron y los talibanes supieron explotar. Los componentes “militar” y “civil” iban de la mano, por más que el segundo no quisiera saber del primero. Como recordatorio constante a los ciudadanos afganos de quién mandaba en última instancia, dos globos cautivos estadounidenses de observación sobrevolaron Kabul hasta el último momento.

Es este régimen, y no solo el gobierno, el que ha implosionado y luego ha sido en buena medida evacuado. “El estado que intentamos construir con paciencia resultó ser un castillo de naipes”, admite con amargura el Presidente del Consejo Europeo Charles Michel. La victoria talibán es, pues, el fracaso de un modelo, una debacle no solo para los Estados Unidos y para la OTAN, como destaca Tariq Ali, o para Naciones Unidas, sino para miles de afganas y afganos que confiaron legítimamente en poder realizar transformaciones sociales emancipadoras, o simplemente vivir sin miedo a ser atacados o perseguidas. Periodistas, intérpretes, artistas, deportistas, científicos, profesores o funcionarios que tuvieron algún tipo de conexión con aquél temen los ajustes de cuentas -algunos se han producido ya, fuera de foco- y desconfían de las promesas de amnistía general. Constatan, también, el hundimiento de una economía desenchufada súbitamente del exterior. La mayoría no figura entre las más de 123.000 personas, entre personal extranjero y afganos que habían colaborado con ellos, que fueron evacuadas en el masivo puente aéreo organizado entre el 14 y el 30 de agosto. Aún quedan decenas de miles de trabajadores locales que quieren salir del país. No queda claro que la solidaridad internacional vaya a ir más allá de ese segmento de población.

Muchos de los que no fueron ni serán evacuados huirán a Pakistán e Irán, también a Tayikistán o Uzbekistán. Solo una fracción de los mismos intentará llegar a Europa, siguiendo rutas marcadas desde hace décadas, intentando contactar con familiares y comunidades bien establecidas (solo en Alemania viven más de 250.000 personas de ascendencia afgana). Desde 2015, unos 570.000 afganos solicitaron asilo en países de la Unión Europea y países asociados Schengen (ECRE). La mayoría consiguió alguna forma de protección, aunque un porcentaje elevado (en comparación con los sirios) quedasen desprotegidos y sujetos a posibles deportaciones, con variaciones importantes según los países. Compárese con los 800.000 refugiados registrados en Irán, donde también viven unos 3 millones de afganos sin registrar. O con los 1,4 millones de refugiados registrados en Pakistán, donde también viven hasta dos millones de afganos sin registrar. Diáspora que en esos países comenzó a formarse tras la invasión soviética, hace cuarenta años, un período del que la izquierda occidental guarda una memoria selectiva. Además, unos 5,5 millones de afganos se encuentran desplazados de sus hogares en el interior de su propio país. La movilidad humana es un mecanismo de adaptación y supervivencia bien arraigado en la sociedad afgana, una sociedad endurecida, mutilada y traumatizada por la sucesión de guerras de las últimas cuatro décadas.

“Debe permitirse que los ciudadanos afganos y de otras nacionalidades que desean salir del país puedan hacerlo; por consiguiente, los caminos, los aeropuertos y los cruces de frontera deben permanecer abiertos y es fundamental que se mantenga la calma”, decía el comunicado conjunto firmado por un buen número de países, también europeos, el pasado 15 de agosto. Pero el 29 de agosto un comunicado similar precisaba (subrayados míos): “afganos que han trabajado con nosotros y aquellos que están en riesgo puedan seguir viajando libremente a destinos fuera de Afganistán. Hemos recibido garantías de los talibanes de que todos los ciudadanos extranjeros y todo ciudadano afgano con autorización de viaje de nuestros países podrán dirigirse de manera segura y ordenada a los puntos de partida y viajar fuera del país”. Los gobiernos europeos, algunos de los cuales (Alemania, Francia) afrontan elecciones decisivas en los próximos meses, ya han dado a entender que no tienen la menor intención de abrir la mano, siguiendo la tendencia de los últimos años. Más adelante, por sus propios medios llegarán a Europa afganos que no cumplan dichos criterios, pero endeudados, sin apoyos, con más cicatrices físicas y mentales, con menos derechos, más vulnerables, a los países que un día invadieron el suyo con la promesa de liberarles.

Queda buena parte del heterogéneo pueblo de Afganistán, incluyendo las nuevas autoridades talibanas. La victoria militar talibán ha abierto un debate sobre el grado de apoyo popular que tienen. La fuga muestra que un sector no desdeñable de la sociedad afgana, sobre todo la urbana, los rechaza o teme, con buenos motivos. Al recuerdo de su mandato en 1996–2001 se une el de las masacres cometidas mediante atentados suicidas en las ciudades. Muchos los acusan de ser fuerzas extranjeras, meros títeres de Pakistán. Las relaciones con el Estado paquistaní son íntimas y están constatadas, pero la figura de la marioneta parece una simplificación excesiva con la que se busca reagrupar fuerzas.

Entre los afganos y afganas de los distritos rurales, el cálculo es diferente, y la paz que viven ahora tiene mucho valor, tras cuarenta años de conflicto. No es que los talibanes no inspiren rechazo en esos distritos. Muchos no apoyan, muchos tratan de salir del país. Pero también vemos quienes optan por un acomodamiento pragmático ante un grupo que ofrece seguridad, un arreglo judicial de controversias según parámetros islámicos que son familiares, y el fin de la corrupción. Han sufrido más la violencia, los ataques aéreos estadounidenses -minimizados o ignorados por nuestra prensa- y del ejército afgano, los artefactos explosivos improvisados de los insurgentes en caminos y carreteras, los avances y retrocesos de los diferentes frentes, y los abusos en los checkpoints. Allí recuerdan la represión del período transitorio 2001–2004, después de que Estados Unidos rechazara llegar a un acuerdo de paz que integrara a los talibanes, reducidos a “terroristas” que exterminar. Recuerdan los abusos de las fuerzas especiales estadounidenses, los ajustes de cuenta arbitrarios por parte de las milicias que apoyaron, los centros de tortura de la CIA.

Mujer hazara de Bamiyán central, cargando agua hasta su casa. Fotografía: Najiba Noori, 2017 / Sahar Speaks

La prensa internacional ha vuelto a centrarse en las mujeres afganas de clase media de Kabul, cuando no las instrumentaliza en favor de cierta narrativa de relegitimación. También la izquierda, sumida en la paradoja de reivindicar derechos reconocidos al menos sobre el papel durante la ocupación que denunciaron. Pero las afganas de distritos rurales más pobres también desean vivir con menos ansiedad y aspiran a una paz real que les permita moverse libremente por el país, volver a sus hogares si están desplazadas, visitar parientes, asistir a encuentros familiares, continuar trabajando o recibiendo una educación, tener un mejor acceso a servicios de salud. O simplemente comer: antes de la toma de Kabul, unas 18 millones de personas, casi la mitad de la población, dependían de la ayuda humanitaria para cubrir necesidades básicas.

Mucho se ha escrito sobre cuánto han cambiado los talibanes, o de qué modo. Veinte años no pasan en balde. Por un lado, para la sociedad afgana, con más de un sesenta por ciento de la población con menos de veinticinco años. Como muestra, recordemos que en 2001 no existían plataformas como Facebook o Twitter, ni el uso de internet se había generalizado con los teléfonos móviles. Por otro, para los propios talibanes, tras años de guerra alternando con estancias en Doha, la capital de Catar. La salida de la clandestinidad nos ha mostrado unos talibanes menos localistas, preocupados como nunca por la comunicación, por la propaganda dirigida no tanto a sus fieles como hacia la comunidad internacional, y por mantener buenas relaciones con sus vecinos, y no solo con Pakistán. Los dirigentes talibanes son conscientes de que la sociedad afgana ha evolucionado, y tratan de integrar otros grupos, para evitar insurgencias contra su dominio como la que hoy resiste en el valle del Panshir. Mientras escribo, egregios representantes del sistema político precedente como el ex presidente Hamid Karzai o Abdullah Abdullah negocian con los talibanes un hueco, si no para ellos sí para los suyos, en un futuro gobierno.

Una “inclusividad” que tendrá límites, los que permitan preservar la cohesión interna de los propios talibanes, que ya están ocupados por contrarrestar al ISKP y evitar posibles defecciones hacia sus filas. El especialista Antonio Giustozzi sostiene que el enfoque de los talibanes será pragmático, aunque mantengan sus líneas ideológicas esenciales, basadas en elementos procedentes de la cultura pastún, de la escuela islámica deobandi y algunas influencias wahabíes. Las discusiones sobre la formación de un nuevo gobierno no han impedido que el Emirato Islámico de Afganistán, la organización política de los talibanes, haya venido contactando los tecnócratas que quedan en el país, nombrando cargos y asignando puestos, tanto en Kabul como en provincias. No tardaremos en comprobar hasta dónde llega su apertura. La misma, y el grado de represión política, concretamente contra las mujeres, influirán en el futuro alineamiento de las potencias mundiales y regionales.

*Aunque originariamente “talibán” es plural (estudiantes), aquí me atengo a la forma comúnmente aceptada en los medios de comunicación en castellano. https://www.rae.es/dpd/talib%C3%A1n

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Interesado en política local, europea y global | movimientos | migraciones | común | democracia. EU, global politics & movements. Escribo en Esp, Eng, Fr.