Harvey Weinstein y las preguntas que no hace falta hacerse

Clara
6 min readOct 17, 2017

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Esta semana hemos visto a Hollywood conmocionado cuando décadas de abuso por parte de uno de los principales productores de la Historia han sido destapadas por extensos reportajes en The New York Times y New Yorker, que aglutinaban el testimonio de una decena de sus víctimas. Al menos otra media docena han alzado la voz para relanzar sus propias acusaciones desde entonces, acusaciones que llevaban años circulando y siendo menospreciadas y ridiculizadas, o bien acalladas mediante equipos de abogados, indemnizaciones y contratos de confidencialidad.

Es un caso extraordinario por su visibilidad: Harvey Weinstein trabajaba y abusaba de su poder en una industria, la del cine, que sigue alimentando el fenómeno celebrity y por lo tanto expuesta al escrutinio público. Todas las partes implicadas son conocidas en mayor o menor medida, especialmente algunas víctimas (Rose McGowan, Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie, Asia Argento y Mira Sorvino, entre otras). Weinstein, productor, la mano en la sombra, era alguien tremendamente influyente, aunque la extensión de su poder podía pasar desapercibida para quienes no fueran parte del mundillo o expertos en él.

Tristemente, las despreciables actuaciones de Weinstein no son para nada extraordinarias. Un hombre abusando de su poder es un estereotipo de sobra conocido y ampliamente aceptado. De ahí que pudiera continuar acosando y violentando a chicas y mujeres durante casi tres décadas: este comportamiento es considerado un mal necesario en un mundo segregado por género, en el que las incursiones de mujeres en un entorno profesional se siguen viendo como una anomalía. Si quieres participar, parecen querer comunicarnos, debes tolerar que te conviertan en objeto y te traten como tal, aceptar que tu condición de persona no vaya a ser reconocida. Debes permitir el desmantelamiento de tu integridad, y hacerlo con una sonrisa.

Esta deshumanización suele utilizar la sexualidad como pretexto. Al fin y al cabo, cuando perteneces a una clase referida casi exclusivamente en términos de supuesta deseabilidad, nadie se sorprende cuando tu individualidad queda reducida a términos de atractivo sexual. Se trata de una violencia cotidiana más que añadir al montón, y una que tenemos tan naturalizada que está ampliamente aceptada como inevitable. Es por la biología, se nos dice. Hormonas, pulsiones incontrolables. Leyes de la naturaleza.

La sexualidad es una divisa que no terminamos de entender, y es que nuestra comprensión sobre ella y sus mecanismos está unida a dinámicas de poder, intereses y prejuicios. La sabiduría popular nos dice que la sexualidad se utiliza como moneda de cambio en pactos tácitos entre hombres en posiciones de poder y mujeres que quieren escalar a dichas posiciones. En los despachos de los profesores en la universidad, en las reuniones privadas de compañías, o en cualquier otro lugar de la esfera pública, la sexualidad femenina y su acceso vetado se suponen un instrumento del que mujeres, principalmente jóvenes, mayormente atractivas, codiciosas y calculadoras pueden servirse para medrar.

El relato que se suele contar, y que tiene ecos en el «secreto a voces» del escándalo de Harvey Weinstein, es el siguiente: mujer, principiante en su campo, tiene reunión con hombre, profesional reputado. El hombre le hace proposiciones indecentes. La mujer, ambiciosa, sin escrúpulos, hace las cuentas en la cabeza y decide que le sale rentable el polvo sin ganas. La relación sexual ocurre y ambas partes continúan por caminos separados: él beneficiándose del capital invisible de la sexualidad de una mujer deseable, ella beneficiándose de forma tangible, con aumentos de sueldo, avances en su carrera y favores futuros.

Esta narrativa resulta muy conveniente para las estructuras de poder y quienes lo ostentan y abusan. Si la intervención sexual en ámbitos profesionales se considera un intercambio acordado entre dos partes interesadas, el balance es equilibrado: no hay nada que analizar, nada que sospechar. Es un asunto privado. La única parte perjudicada de salir detalles a la luz sería la mujer, quedando tachada como interesada, trepa, puta… Una historia tan vieja como el tiempo. Tenemos, al fin y al cabo, una serie de normas no habladas que no se relatan igual para todos los géneros, unas reglas no escritas que aplican de una u otra forma según quién seas y cómo te interpreten. Este cúmulo de implícitos camufla los abusos, los esconde a ojos vista, haciendo que a las víctimas de acoso sexual les cueste más identificarse como tales, y que las de abuso y violaciones se culpabilicen. También que a los perpetradores les resulte extremadamente fácil justificarse: les justificamos colectivamente, ya que al fin y al cabo esa es la narrativa en la que creemos y bajo la cual operamos. Probablemente así pensaban las asistentes y ejecutivas que actuaban de facilitadoras del abuso consciente o inconscientemente, sospechando que si se les pedía estar presentes al inicio de la reunión y escabullirse para dejar a solas a las jóvenes promesas con el magnate del cine no era precisamente para que hablaran con mayor privacidad.

En medio de un ambiente que normaliza los abusos y justifica sus mecanismos, sus consecuencias simplemente no se registran como violencia. Y las víctimas, las personas que sufren la violencia y sus secuelas, han sido educadas y condicionadas desde su infancia a ocultar unas y otras para no alterar la paz. Así se van extendiendo los rumores, cuchicheos que en esferas públicas se descartan como cotilleo. Los cotilleos, al fin y al cabo, son redes de comunicación humana básica, fácilmente propagable y manipulable. Sin embargo, los cotilleos pueden ser, en su origen, amplificadores para la información compartida en otras redes de comunicación más estrecha, que nos vemos obligadas a establecer cuando sabemos que las principales están diseñadas para que su corriente vaya en nuestra contra. Actrices y otras trabajadoras de la industria del cine se avisaban entre ellas, siendo selectivas con el privilegio de su información por miedo a represalias personales, profesionales y económicas. Prácticamente cualquier mujer trabajadora está familiarizada con este sistema de alarma.

Una pregunta que se ha hecho mucho estos días ha sido: ¿Por qué sus víctimas, conocidas y con caché, no denunciaron antes? La respuesta resumida es que el desequilibrio de poder era demasiado grande, y tanto Weinstein como sus víctimas eran muy conscientes. Sus relaciones profesionales forman redes de influencia, pero esas influencias siempre pesan más en unos individuos que en otros. Son dinámicas que no se examinan de cerca porque no interesa, puesto que supondría iniciar procesos de cambio inmediatamente después. ¿Quién se beneficia de que estas dinámicas continúen, acallando protestas y oposiciones? ¿Quién se beneficia de que las preguntas interpelen casi en exclusiva el comportamiento de las víctimas?

Es difícil saber de cuánto talento nos ha privado Weinstein, cuántas posibles actuaciones memorables fueron extinguidas por los designios de su ego y su masculinidad tóxica. Es más fácil conjeturar qué será de las carreras y vidas públicas de las mujeres que han hablado para revelar su condición de víctimas en sus manos. Para examinar quién ostenta el poder, no hace falta más que examinar las consecuencias de estos «escándalos sexuales» en perpetradores y víctimas: Harvey Weinstein se ha ido de vacaciones a Europa con la excusa de hacer rehabilitación para su adicción sexual (como bien señaló Emma Thompson, el sexo no es precisamente el objeto de su adicción); su compañía se plantea cambiar de nombre, pero según su vicepresidente y hermano de Harvey, Bob Weinstein, todo funciona «con normalidad». La normalidad de una industria en la que Woody Allen sigue siendo celebrado, en la que Marlon Brando y Bernardo Bertolucci trabajaron hasta su muerte, que premió a Casey Affleck este mismo año. Sus estatus está prácticamente intactos y, si no, una rehabilitación breve y cosmética servirá para que sus acciones caigan en un olvido deliberado. El mismo olvido que se utiliza para ocultar la existencia de sus víctimas una vez sus historias han sido consumidas por el ciclo de noticias, su memoria reducida a un vago recuerdo de sensacionalismo.

Supone cierto alivio ver que estos temas quedan cubiertos como se merecen, al menos en mayoría de los medios: entrevistas a las víctimas desde la compasión y el respeto, análisis crítico de las relaciones de poder que mantienen girando los engranajes de dinámicas de abuso. En este momento, en este ambiente cultural, es más sencillo que nunca señalar y condenar ciertos comportamientos que hace apenas una década ni siquiera se contemplaban en el discurso público. Es inútil –y contraproducente– centrarse en conjeturas individuales de por-qué-no-denunció y por-qué-posó-con-él-en-fotos cuando servirnos de una perspectiva más amplia y que nos proporciona muchas más respuestas.

A nuestra inteligencia colectiva le sigue resultando más fácil creer en una teoría conspiranoica que a decenas de mujeres que acusan al unísono a un hombre de abusar de su posición de poder y violentarlas en el proceso, y eso es algo en lo que debemos seguir trabajando para cambiar. Nos queda la esperanza de que la narrativa cambie, que aprendamos a reconocer las maniobras y dinámicas de abuso como lo que son y que en el futuro no hagan falta décadas de acumulación de rumores indistinguibles de evidencias para pararle los pies a un acosador, abusador y violador, por poderoso que sea.

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Clara

Farmacéutica especializándose en educación sexual y justicia reproductiva. Me gusta verbalizar.