Una chica entra a una tienda de cómics

Paula A.
15 min readMay 31, 2016

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fotografía de @theoryofstress (twitter.com/theoryofstress)

– ¿Tienes algún plan para esta tarde?

– No, la verdad es que no.

– Si quieres, podemos acercarnos a comprar cómics.

El que lo propone es mi mejor amigo.

Hay dos cosas que deberíais saber antes de seguir leyendo: soy una chica. Me gustan los cómics. Soy una chica y voy a ir a una tienda de cómics.

No voy a mentir: estoy un poco tensa.

Nos planteamos coger un autobús. Tras diez minutos esperando en la parada sin éxito, decidimos ir a pie y aprovechamos el camino para ponernos al día. Y para hablar de tebeos, claro.

– El otro día me leí la nueva serie de Hellcat, de Kate Leth. Llevaba un montón de tiempo esperándola y pensaba que a lo mejor no iba a cumplir mis expectativas, y me ha encantado. Y hay un montón de superheroínas. Es genial, en serio.

– Yo sigo con Dragon Ball. Estoy enganchadísimo. No sé por qué no lo había leído antes.

– ¿Ni siquiera habías visto la serie de niño? Creía que todo el mundo había visto Dragon Ball.

– Qué va. Algún capítulo suelto, pero no “en serio”. Si no, seguramente me hubiese leído los cómics de crío.

– Uf, no sé si es la típica cosa que me hubiese llamado la atención de pequeña.

– ¿Tú te acuerdas de cuál fue el primer cómic que leíste?

Y creo que sí que lo recuerdo. Una recopilación de números del Spider-Man de Stan Lee y Steve Ditko que alguien se había tomado la molestia de reencuadernar antes de donar a una pequeña biblioteca que había en mi barrio, sólo a unas calles de distancia de donde vivía. Un libro grueso, con tapas duras, sin dibujos en la portada. En mis manos de niña, probablemente parecía aún más grande, y eso hacía que lo sintiese todavía más trascendente, como si estuviese sosteniendo una historia muy relevante bajo los pequeños dedos. No creo que llegase a llevármelo a casa nunca, pero sí que puedo evocar muchas tardes después de la escuela y mañanas de domingo releyéndolo una y otra vez, acompañando a Peter Parker en sus aventuras por las páginas medio gastadas y dobladas por el uso. Si la memoria no me falla, leí algunas historias más: guardo un buen recuerdo de algún tebeo de Capitán América y Thor; todavía siento un cariño especial por el primero, aunque el dios nórdico de Marvel ha dejado de interesarme con el tiempo. Unos años después la biblioteca cerró, y salvo contadas excepciones — en su mayoría, tebeos que me regalaban o que lograba convencer a mis padres para que me comprasen en alguna feria del libro — dejé de leer cómic durante una parte sustancial de mi vida, hasta que cumplí los 17 o 18 años, más o menos.

Casi hemos llegado y los nervios, que habían aflojado un poco durante la charla, reaparecen cuando solo estamos a unos metros de la entrada. Y en ese momento, me da por preguntarme: ¿cuándo me empecé a sentir así respecto a esta situación? ¿Cuándo fue la primera vez que entré a una tienda de cómics?

Me gustaría decir que me acuerdo porque tener una historia dramática que contar sobre esa primera experiencia, algo que me hubiera marcado de por vida en el primer intento, haría la crónica más interesante; pero lo cierto es que no, no lo recuerdo. Pero echando la vista atrás, no creo que sea casualidad que dejase de interesarme por los cómics cuando dejé de poder leerlos en un entorno que me resultaba amable y cómodo y tuve que trasladarme a otros lugares menos familiares para obtenerlos. No recuerdo la primera vez que entré a una tienda de cómics, pero sí recuerdo un montón de situaciones en las que alguien o algo me ha hecho sentir que el mundo del cómic — y, por extensión, las tiendas que son su santuario — no son seguras para mí ni para el resto de personas de mi género.

Ni siquiera han sido cosas que me hayan sucedido en persona en todos los casos: a veces ha bastado con ver cómo un dependiente le preguntaba a una amiga mía, que pretendía comprarse el segundo volumen de un cómic que le gustaba, con notable condescendencia, si no preferiría empezar a leerlo por el primer tomo. Sin considerar la posibilidad de que la chica en cuestión supiese de sobra qué estaba comprando y por qué. O escuchar a un antiguo amigo quejándose de que las chicas solo fingen interesarse por los cómics y los videojuegos para parecer más interesantes a ojos de los hombres.

Me gustaría aclarar que esta sensación, esta exclusión hacia las mujeres dentro del “mundillo”, no sólo sucede dentro de las tiendas de cómic. Es un problema más arraigado y que se extiende más allá de las paredes de los lugares específicos destinados a este arte. Personalmente, me lo he llegado a encontrar en los lugares más inesperados.

En ocasiones es tan inocente como el comentario de una profesora sugiriendo amablemente a una niña que se vista de princesa Disney en lugar de disfrazarse de superhéroe para Carnaval. Yo misma he salido disfrazada de Batgirl por Halloween, y me he encontrado, inesperadamente, discutiendo con dos chicos vestidos de El Joker, que estaban dispuestos a convencerme de que Batgirl era un personaje que me había inventado y que no existía en los cómics, sin importarles cuánto supiera del tema ni los argumentos que pudiese darles. En otra ocasión, un tipo vestido de Batman había tratado de flirtear conmigo preguntándome si quería ser su Robin. Cuando le pregunté que cuál de todos los Robin quería que fuese, se enfadó conmigo porque no sabía que había más de uno: que mis conocimientos sobre el tema sobrepasasen los suyos le pareció una ofensa imperdonable. ¿Habría reaccionado del mismo modo si el comentario lo hubiese hecho uno de sus amigos?

Este tipo de comportamientos, sean malintencionados o no, construyen una especie de atmósfera hostil para las mujeres alrededor del universo del cómic. Sea un compañero de clase asegurando categóricamente que sabe más que tú sobre los X-Men por el hecho de ser mujer, “y cuando yo leía cómics tú jugabas con muñecas”, o un dependiente negándose a venderte un ejemplar de 100 Balas, — un cómic de género negro — “porque seguramente te gustaría más alguno de los volúmenes de Supergirl que tengo en el escaparate.” Las pequeñas interacciones terminan haciendo mella. Al final, tienes la sensación de que estás intentando introducirte en un área que no te pertenece y en la que siempre serás percibida como una extraña.

Quizás por eso no puedo evitar sentirme incómoda cuando estoy a punto de entrar en una tienda de cómics.

Cuando estamos en la puerta, respiro hondo y me digo a mí misma que tengo tanto derecho a estar allí como cualquier otra persona. Pongo mi mejor cara de confianza y seguridad antes de abrir la puerta pero, una vez estoy dentro, mi determinación se desvanece. La sensación de no pertenecer a ese sitio siempre sigue repitiéndose en mi cabeza aunque sepa que es infundada.

Mi amigo saluda a los dependientes y yo le imito en un tono de voz un poco más bajo. Avanzo un poco, desde la entrada hasta las estanterías, y durante el tiempo que pasamos mirando la sección de novedades, soy plenamente consciente de mis movimientos. En la tienda hay un par de personas más, pero sigo siendo la única chica, y eso acentúa mi sensación de incomodidad. De hecho, en las ocasiones en las que me he encontrado con alguna mujer más allí, las he percibido de forma muy débil, como si estuvieran intentando hacerse invisibles y no hablar demasiado alto. Si de algo me he dado cuenta a raíz de estos años frecuentando tiendas de cómics es que las chicas que hay en ellas casi siempre hablan muy bajito.

– ¿Has visto que han reeditado el Animal-Man de Grant Morrison? Lo tengo pendiente todavía.

– Sí, me compré el primer tomo hace poco, a ver si sacan el segundo…

– ¿Te ha gustado? ¿Me lo recomiendas?

En mi mente le contesto que me parece un cómic fantástico y narrativamente brillante. Que siempre me dan ganas de tirárselo a la cara a cualquiera que escucho diciendo que Deadpool es el mejor personaje de cómic por la forma en la que rompe la cuarta pared. Probablemente se lo hubiese dicho sin pensarlo si estuviésemos en la calle, o en una cafetería: pero en ese momento me siento vulnerable, y pronunciar una opinión en voz alta en un contexto tan hostil no se me plantea ni siquiera como una opción. Así que contesto en voz baja:

– Sí, está bien.

De repente, me asalta una duda. Más que una duda, un miedo. ¿Qué llevo puesto? No, en serio. ¿Qué pinta tengo?

Esto no tiene que ver con ningún exacerbado deseo de encajar, aunque pueda parecerlo. Es simplemente que después de muchas ocasiones en entornos similares en las que alguien te ha hecho sentir incómoda, fuera de lugar y como una intrusa, terminas poniéndote a la defensiva. En ese momento, llevo una camiseta de la Viuda Negra — un diseño en colores blanco, negro y rojo con el símbolo de la heroína y la frase “fight like a girl” — con una camisa por encima. Me pongo un poco más tensa todavía, porque ha habido otras veces en las que he llevado una camiseta de Magneto, o de la Patrulla X, y un chico se ha acercado a preguntarme si sabría decirle los nombres de los cinco miembros originales del equipo. Como si ese dato no resultara una obviedad ofensiva para cualquier seguidor de Marvel, incluso aunque no se sea un fan de X-Men. Como si tuviese alguna necesidad de justificarme por mi forma de vestir. Veo chicos con camisetas de superhéroes en el transporte público casi a diario; tengo amigos y compañeros que las llevan asiduamente y nunca jamás he presenciado ni me han contado una sola situación en la que alguien les haya examinado para asegurarse de que son dignos de portar ese estandarte. Y aun así, ese tipo en la parada del tranvía se sintió autorizado a cuestionarme. Por algún motivo, creyó que tenía la autoridad de hacerlo.

El conjunto en cuestión

Pero, en un escenario hipotético en el que fuese vestida otro modo, más cercano a lo que se considera típicamente femenino — digamos que llevo un vestido, o una falda — estaría en tensión igualmente, porque pensaría que quizás no voy a ser tomada en serio. A lo mejor por no tener la apariencia que uno esperaría que tuviese una chica a la que le gustan los cómics, hay todavía más posibilidades de que mi miedo se cumpla y las personas que allí se encuentran me perciban como una extraña. Pienso eso por las innumerables ocasiones en las que he ido a comprar un cómic de Batman, o de Aquaman, y un dependiente me ha preguntado si quería envolverlo para regalo para mi novio, o para mi hermano. En una ocasión estuve discutiendo con un tipo sobre La Broma Asesina de Alan Moore. Consideró desacertadas mis críticas al cómic por mi aspecto. Según me dijo, una chica “con mi aspecto” — en ese momento, llevaba puesto un vestido y los labios pintados de rojo — no podía alcanzar a comprender la “profundidad y oscuridad de esa obra”. Como si, no importa cuán fuertes y sólidos fuesen mis argumentos, mi género iba a hacer que no los tomase en serio.

Uno podría pensar que el problema es que yo me he cruzado con muchos cretinos que han condicionado para siempre mi forma de enfrentarme a situaciones como la de entrar en una tienda especializada y comprar lo que me apetezca sin preocuparme por lo que puedan pensar de mí. Podría ser una simple cuestión de mala suerte, si no fuese porque todas y cada una de las veces que he preguntado a una amiga o conocida, a la que también le gusta leer tebeos, sobre cómo se siente enfrentándose a estos mismos contextos, me ha descrito la misma situación: la misma sensación de no ser bienvenida, de sentirte juzgada, de sentir que las personas que te rodean están esperando que cometas el mínimo fallo para demostrar que tú no perteneces a ese lugar. La dibujante y artista de cómic Noelle Stevenson dibujó hace un tiempo unas viñetas sobre su propia experiencia.

“Qué, ¿no quieres comprar My Little Pony también?”
“Esto es lo que pensamos de ti.”

Que suceda esto es especialmente grave porque las tiendas de cómics no son sólo un establecimiento de compra y venta. Por norma general, son un espacio de socialización, donde se realizan actividades, talleres y encuentros; donde los dependientes suelen conocer a los clientes por su nombre, o al menos de vista y por sus gustos. Donde se dan conversaciones, recomendaciones, discusiones y debates. Son lugares donde los apasionados del cómic — que, generalmente, no encuentran en su entorno cercano gente con quien compartir su afición — pueden relacionarse con otros fans. Hay un claro motivo por el cual las convenciones de cómics siguen realizándose año tras año en cualquier capital, tanto española como extranjera: al público del cómic le encanta reunirse, encontrarse con más aficionados, intercambiar opiniones y, al fin y al cabo, compartir su pasión por las viñetas con el resto del mundo.

Si las tiendas de cómics — y las convenciones, y los Salones del Cómic, y cualquier encuentro multitudinario del estilo — se convierten en lugares hostiles para las mujeres por la actitud de exclusión que los hombres tienen hacia nosotras, lo que se nos está arrebatando es una gran parte esa experiencia, de esa emoción de poder compartir lo que te gusta con más personas.

Esta exclusión no viene solo por parte de quienes leen cómics sino también de la propia industria. Las mujeres en los cómics son constantemente maltratadas, sexualizadas y asesinadas: sus narrativas giran, por lo general, alrededor de la figura de un hombre, y los escritores no suelen tener remordimientos a la hora de eliminarlas o ningunearlas si eso supone enriquecer al personaje masculino del que dependen, o darle más interés a la trama. La escritora Gail Simone acuñó el término “fridging” — traducido, sería algo así como “meter en el refrigerador” — en referencia al número 54 de Linterna Verde, escrito por Ron Marz, en el que el protagonista llega a casa y descubre que un villano ha asesinado a su novia y la ha metido en su frigorífico. También recopiló una lista de todas las mujeres del universo de los cómics superheroicos que habían tenido un destino similar, con más de cien nombres. El uso de la palabra se ha hecho bastante común para referirse a este tipo de situaciones en el que un personaje femenino es maltratado con el único propósito de hacer sufrir a un hombre o darle un motivo para vengarse.

A las mujeres se las excluye de los espacios físicos de los tebeos, pero también de los espacios narrativos. Aún así, el número de lectoras de cómic ha aumentado en los últimos años, casi al mismo ritmo que el número de títulos con personajes femeninos protagonistas y de autoras. Es más que probable que estos hechos estén estrictamente relacionados.

Esta tira de Fedde Carroza (@RuNNiNmeN) se encontraba en uno de los tebeos que se regalaron por el Día Del Cómic Gratis Español de este año 2016, que se celebró el pasado sábado día 14 de mayo.

Lo que nos lleva a un dilema de difícil solución. Es lógico que los títulos con protagonistas femeninas me llamen más la atención, y por tanto, vaya a comprarlos de forma más frecuente. Sé que hay menos posibilidades de que me sienta ajena y excluida en una historia protagonizada por mujeres, escrita por mujeres, dibujada por mujeres. Naturalmente, será más cómodo y más seguro para mí leer un título con el que no siento que tenga que estar a la defensiva; uno que sé a ciencia cierta que no va a maltratar a mi género. Pero, al mismo tiempo, y de forma inconsciente, no quiero darle la razón a aquellos que piensan que las chicas solo leen cómics de chicas. No quiero ser una chica que, como es de esperar, sólo lee sobre superheroínas.

– ¿Qué te apetece comprarte? ¿Algo de Capitana Marvel?

Incluso viniendo de mi amigo, la pregunta me incomoda un poco. Sé que no la ha formulado de forma maliciosa; que entiende los motivos por los que me gustan especialmente las superheroínas, y le parecen bien. Y aunque no le pareciesen bien, debería darme igual porque tengo todos los argumentos al respecto bien interiorizados: que no hay nada intrínsecamente malo en leer cómics “de chicas” o “para chicas”, ser una mujer no es malo, y “femenino” no implica “negativo” o “de menor calidad” en ningún contexto. Sé de sobra, además, que los cómics con protagonistas femeninas no son cómics destinados exclusivamente a las mujeres. Un tebeo de Capitana Marvel no es un cómic para chicas, del mismo modo que uno de Iron Man no lo es para chicos.

Pero, incluso siendo plenamente consciente de todo esto, me sigo poniendo un poco a la defensiva sin darme cuenta cuando se me presenta una situación así; o cada vez que voy a una tienda a comprar un cómic “de chicas”. Nada me garantiza que el resto de personas con las que tengo que interactuar en el proceso de compra vayan a entenderlo tan bien como yo. Nada me asegura que el dependiente no vaya a reírse de mí por llevarme un tebeo de Wonder Woman.

– No sé. Voy a mirar, a ver si veo algo más.

Una vez vi en la tienda a la que suelo ir una edición preciosa de Batwoman: Elegy, un cómic que adoro. Sin embargo, tardé meses en decidirme a comprarlo porque no era capaz, aunque fuese lo que más quisiera en el universo, de ponerlo sobre el mostrador y llevármelo. Cada vez que entraba en la tienda miraba la estantería en la que estaba expuesto durante largos minutos, y me convenía de no comprarlo con las mejores excusas que se me ocurrían. “No, no tengo dinero, no puedo llevármelo. De todos modos ya lo he leído. No lo necesito. Mejor comprarme otra cosa.” Pero, en realidad, lo que sucedía es que no quería ponerme en la hipotética situación de ir a comprarlo y que alguien me juzgase por ello. Que alguien lo viese y pensase “oh, claro. Le gusta Batwoman porque es una chica.”

Era un cómic, un personaje, una historia importante para mí, y por nada del mundo me apetecía sentirme mal por ello. No quería llegar a casa más tarde, mirar el tomo en la estantería y pensar “sí, este cómic me encanta. Me sentí totalmente miserable y fuera de lugar cuando lo compré.”

Me gustaría destacar que, en la mayoría de ocasiones, la sensación no tiene nada que ver con la persona que se encuentre detrás del mostrador. En esta ocasión en concreto, el dependiente que me atendió es, de hecho, una de las personas más amables que me he encontrado nunca en estas tiendas. Pero es que nunca, ni aunque lo intentes, te libras de la presión y de la sensación de sentirte juzgada. Cuando te ha sucedido cientos de veces antes, es inevitable estar a la defensiva.

Tampoco es casualidad que el aumento de lectoras de cómic haya coincidido temporalmente con el auge del formato digital y las publicaciones alternativas en internet, como los webcomics. Un ejemplo especialmente significativo es el del número 1 de la serie Ms. Marvel, escrita por G. Willow Wilson. El lanzamiento de este tebeo supuso un punto de inflexión en lo que a la diversidad en el mundo del cómic respecta: era una serie protagonizada por una superheroína musulmana, algo que no había sucedido nunca antes en esta compañía. El día en el que se publicó, las redes sociales se llenaron de testimonios y anécdotas sobre mujeres, también musulmanas, que se habían acercado a establecimientos especializados por primera vez en su vida con el único propósito de comprar ese cómic — lo que demuestra, de paso, que las mujeres y las minorías se acercarían con más frecuencia al medio si éste les diese más visibilidad y las representase correctamente–. Y, si miramos de cerca sus cifras de venta, podemos observar algo curioso: aunque la mayoría de títulos venden en formato digital casi un 80% menos de lo que venden en sus versiones impresas, Ms. Marvel no sólo se posicionó como cómic más vendido en formato digital de la compañía durante todo el año 2015, sino que sus ventas digitales sobrepasaron con creces a las físicas. El patrón se repite en otras muchas series protagonizadas por mujeres.

Cuesta creer que estas cifras no estén relacionadas con el hecho de que el sexismo, tan intrínsecamente arraigado en este arte, convierta las tiendas de cómic en lugares hostiles hacia las mujeres.

Mi amigo termina comprándose un tomo más de Dragon Ball y Cenizas, de Álvaro Ortiz.

– ¿Tú no quieres nada?

Niego con la cabeza. No es que no quiera: es que es más sencillo y más cómodo para mí iniciar sesión en mi cuenta de Marvel Unlimited y leer cualquiera de las series que todavía tengo pendientes. Y, cuando estoy saliendo por la puerta, me asalta un pensamiento: quizás si hubiese más mujeres en las tiendas de cómics, más encargadas, más dependientas, todo esto sucedería en menor medida. Si pudieses encontrar con mayor frecuencia una cara amiga detrás del mostrador, alguien con tu misma experiencia, que sabe lo que se siente, a lo mejor eso haría que nos sintiéramos menos solas y más bienvenidas.

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