La madeleine de Proust

Recuerdo, nostalgia y humor a través de los sentidos.

Rosie
6 min readNov 24, 2016

Pasó el tiempo y nunca recordé cómo era esa palabra. Me la había dicho Pauline, caminábamos en medio de la noche para regresar a casa y el frío santiaguino la transportó a cuando recién llegó a París. A esas alturas de la fiesta me hablaba mitad español y mitad francés, y yo mitad mexicano y mitad chileno; la comunicación no era la mejor.

En septiembre nos volvimos a reunir. En cuanto vi su rostro ahí estaba, La madeleine de Proust, me transportó a los fines de semana que pensamos que no terminarían: Trabajo, comida peruana en el mercado, visita al museo o cineteca, helado, previa, feroces discusiones de economía y política, jóvenes tambaleantes, baile, sueño, resaca, avena con cocoa y cumbias viejitas pero bonitas del recuerdo. En ese orden.

La conocí en la CEPAL durante un descanso, me contó que había vivido en Chiapas y en el D.F. por unos voluntariados. Me sorprendí de lo bien que hablaba español. Hicimos clic inmediatamente, muy pronto me comencé a burlar porque hablaba como chilanga, y ella de mí por hablar como norteña. Éramos buena mancuerna. Muy pronto aprendí cómo se comunicaba.

Del diccionario Pauline:

Jarra = Raja.
Rosie = Gosie.
Pájaro = Págago. Gápajo. Gájago. Ay, ya.
Pedo = Cosa normal que todos hacen todo el tiempo.

Nostalgia dulce, que hace llorar de alegría.

No se le quitaba una mancha a mi blusa blanca y la tuve que lavar a mano con un cepillo.

Mi tía me había dejado encargada a su hija, que tendría unos 6 o 7 años —y yo 18—, con instrucciones de ayudarle a estudiar los números, las letras y los colores en inglés. Pff, pan comido.

Después de un buen rato repasando, la niña me dijo que quería colorear y le di un par de hojas y un crayón morado que tenía a la mano.

—Hmm, ¿sabes qué? Creo que tengo unos crayones, para que tengas más colores para pintar. Deja te los traigo, espérame tantito —y subí a mi cuarto.

Pero en cuanto regreso, en la maravillosa y nueva alfombra decorativa de la sala estaba tremendo rayón morado. En la madre, pensé, ya me cargaron mil chingadas. Híjole, y es que ustedes no conocen a mi mamá cuando alguien le daña sus «cosas decorativas», se pone bien feroz.

—Mily —dije mientras volteaba bien despacito a verla, hasta me rechinaba el cuello—, ¿quién hizo esto?
—Hm, no sé…
—¿Estás segura de que no sabes?
—Hm, bueno… Fui yo.
—Ah, mira nomás… ¿Y por qué lo hiciste?
—Pues porque quería más hojas y te tardabas mucho yendo por los colores.
—HIJA DE LA @#$%&.

Me levanté y fui por cepillo y quitamanchas. Le dije a la niña que viniera conmigo a la sala, me hinqué, puse un poco de quitamanchas en el rayón y tallé dos veces.

—¿Viste cómo le hice?
—Sí.
—Ah, bueno, ahora hazle tú hasta que se quite lo morado.

Y así estuvo un buen rato hasta que empezó a hacer caras.

—¿Ya te cansaste, Mily?
—Sí.
—Ah, pues qué bueno, para que no lo vuelvas a hacer —muajajajá.

Era su trasero o el mío. La quiero mucho, pero pinche chamaca, a ver si le vuelven a dar ganas de rayar la alfombra.

Descubrimiento (?) semanal en Spotify, suenan Los Bunkers.

Tocaban gratis en el Rockampeonato, un evento apto para menores de edad; yo estaba en la prepa, así que fui con mis hermanos, unos amigos y un amor que quise mucho.

Estábamos casi hasta enfrente, la gente empujaba, levantaba polvo, las primeras bandas llevaban tocando un rato y de pronto «con ustedes, ¡Los Bunkers!». Gritos, aplausos y por fin salieron. Entonces, sucedió aquello, lo que jamás voy a olvidar.

Empiezan con su primera canción y de pronto, de entre la gente, con todo el ímpetu y fuerza de un fan realizado se escuchó tremendo grito, pero tremendo. Sonoro. Agudo. Femenino. Una sola nota breve. Aquello estaba que te ponía la piel de gallina. Era un grito de «no lo puedo creer, son Los Bunkers», de «tengo lágrimas en los ojos», un grito de «gracias, Dios, por darme vida para estar aquí».

Volteo emocionada para ver quién era la afortunada muchacha que estaba teniendo el tiempo de su vida, cuando me doy cuenta que aquel penetrante sonido salía de la boca de uno de mis hermanos. Me partí de risa en ese momento y lo hago cada vez que escucho esa canción.

Para los curiosos, la famosa pieza se llama «Una nube cuelga sobre mí», pueden imaginar el grito al 0:02. No es broma, al 0:02 exactamente.

Apareció un punto mágico en mi casa, queda exactamente entre mi cuarto y la del baño recién rehabilitado: Al cerrar la puerta del segundo, la madera nueva empuja un olor dulce igual al del hogar de Anita, mi mamá chilena.

Cuando vivía allá, mi ventana daba a un limonero. El árbol era muy bonito y daba limones gordos, de un amarillo intenso, eran jugosos y muy aromáticos, y sumado a lo caro que estaba el limón, aquello era un manjarsh.

El primer día que salí a cortar limones era sábado y tenía hambre. Quería arroz, un pedazo de pollo y guisar un montón de ají y cebolla con limón, pimienta y sal, así que me encaminé al patio, que estaba separado de la casa por una puerta negra de metal.

Llegué, abrí el candado y al empujar la puerta sonó la alarma tan fuerte que brinqué como tres metros del susto. Claro, era temprano y Anita no había salido de su cuarto todavía, y a mí se me olvidó desactivar la alarma, entonces salí corriendo a la puerta y ya estaba ella desactivándola. Me miró y dijo «ay, mi niña, desactive la alarma, no sea pajarona» y se río.

Regresé tan nerviosa a la cocina que le puse sal al café en lugar de azúcar. Increíble hasta donde llega la estupidez humana.

La salsa BBQ de Carl’s Jr. es buenísima.

Cuando estaba en el kinder vivíamos cerca de uno de esos locales. A veces mis papás me llevaban para que jugara un rato en los juegos y descansaran del Chucky que habían creado. Después de un rato me llamaban y al llegar a la mesa me esperaba una cajita de cartón.

Al abrirla ahí estaban, estrellitas de pollo, mis favoritas. Las comía untándoles una patita de BBQ, una de kétchup, una de BBQ, una de kétchup… Era buena la vida.

No sé por qué, pero recuerdo un día en específico en que mi mamá me llevó sola. Me miró con unos ojos que en ese momento no entendí, pero ahora sé que era amor. Apoyó su mano en mi nuca y se acercó a besar mi frente. Te amo mucho, muñeca, y me sonrió.

La madeleine de Proust es la puerta a la memoria a través de los sentidos. Lo bonito es que siempre evoca aquello que nos llenó de cosas buenas alguna vez, transporta a la nostalgia alegre, al aprendizaje, a crecer y a aceptar que aunque las cosas y las personas pasan, al final siempre queda lo bueno. La clave es estar con el alma tranquila.

Es lo que te recuerda a algo que quieres mucho por la sensación que te da, un recuerdo al pasado. En francés, la madeleine es un queque pequeño, rico. Proust lo conceptualizó como ese símbolo de la infancia, ese sabor que te gusta, porque al comer una madeleine siempre te recordará a cuando eras niño.

Gracias, Pauline, por enseñarme una expresión tan bonita.

Con nuestro amigo el cactus.

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