El instituto

Roger Sanchordi
2 min readDec 12, 2016

--

Vivía más lejos, así que era yo el que comenzaba el recorrido, siempre a las ocho en punto. Cuatro esquinas más allá me esperaba Santi. Puntual como un reloj, siempre estaba él cuando yo llegaba. Hace muchos años que no lo veo y apenas recuerdo su cara ya, pero si cierro los ojos todavía puedo ver con claridad su enorme bufanda y su abrigo de plumas; el tiempo pasa pero el frío nunca se olvida.

Un poco más adelante, en la esquina de la Calle Mayor, nos esperaba Adelino. Con sus grandes gafas y su porte de bufón, ya tenía de buena mañana preparado algún chiste que rompía el silencio en el que transitábamos Santi y yo. Solo aquella semana en la que murió su abuela anduvo taciturno; pasado el fin de semana, todo volvió a la normalidad: sus chistes, su sonrisa y nuestro despertar camino de clase.

Finalmente, a dos manzanas del instituto, aparecía Rubén. Le esperábamos, mejor dicho, porque la impuntualidad era sin duda su principal cualidad. Cuando llegaba, se excusaba con alguna cosa increíble, y muy serio, acallando nuestras protestas, enfilaba el camino. Todos sabíamos que sus excusas estaban sacadas de las novelas baratas que leía, pero nunca supimos de cuáles. Su imaginación era superior a nuestra certeza.

Al llegar, nada más entrar en clase, hacíamos siempre lo mismo. Casi como un ritual, cogíamos nuestros bocadillos en papel de plata y los colocábamos en el hueco de la parte superior de los radiadores, todavía fríos en aquel momento. Quedaban dos horas hasta el almuerzo, pero aquel olor a queso, sobrasada y jamón que impregnaba la clase en las semanas de invierno es, junto al camino de ida al instituto, un recuerdo imborrable de la adolescencia.

--

--

Roger Sanchordi

Ciencia. Bàsquet. Poesía. PRL en @chpcastellon. Socio @escepticos. @PintofscienceES en Castellón.