Final: El reloj

Santiago Burbano
5 min readMay 24, 2016

--

Un niño se despierta. Me mira y le toma un momento leerme, apenas aprendió hace poco. 8 a. m. Es temprano, en el día y en su vida. Tantas cosas que le faltan por ver, tantos caminos por recorrer, tantos instantes por disfrutar, y por padecer. Tantos segundos, minutos y horas. Tanto tiempo. Y yo, tanto por pasar en su muñeca.

Al fin y al cabo, eso es lo que hago. Nunca detengo mi andar; es lo que me caracteriza. Llevo un ritmo constante, siempre marco ciclos. Soy el instrumento a través del cual las personas pueden medir el tiempo ­(o por lo menos eso creen ellos).

El niño saluda a sus padres y a su hermana, y toma el desayuno. Se prepara para ir al colegio. Su mirada inocente aún refleja una hoja en blanco, un universo por ser descubierto. El niño termina de arreglarse y de empacar su morral. Baja para que lo recoja el trasporte y repasa en su mente la fórmula matemática que saldrá en su examen.

Yo siempre estoy ahí recordando que nada para, que hay que seguir, que cuando menos piensas ya han pasado varias horas, y el día avanza sin esperar a nadie.

12 m. Un joven camina por la calle. La vida abre su abanico para él. Muchas opciones y rumbos. Muchas decisiones. El día se torna más ajetreado, más caluroso. Se dejan ver cosas que en la mañana no aparecían. Más personas por ahí, más riesgos y, sin embargo, más posibilidades. Todo parece posible, en el día y en la vida del joven. Marco una hora crucial, una que divide la jornada: la mañana ya no está, y el atardecer y la noche se ven lejanos. Así, su niñez y vejez no están presentes. Es el mediodía, es la juventud.

Él camina; va por las aceras de una ciudad que apenas conoce de verdad. Empieza a transitar calles por las que no había ido nunca, unas que son diferentes a las que frecuentaba antes. Aquí hay gente pobre, gente con necesidades. Cuando ya parecía saber todo lo necesario para ser una persona grande, ahora parece que le falta todo por conocer. Va cantando en su mente una canción mientras piensa en una chica. No pisa las líneas de las aceras. Piensa todo el tiempo. Va pensando en su futuro, en cosas que ahora sí le preocupan y que antes parecían poco importantes. El mediodía no viene solo. Jugar a ser grande le trae responsabilidades.

Hay personas que pretenden vivir rápido, que quieren que todas las etapas lleguen los antes posible. ¿Para qué?, pienso yo. Igual, todos van a pasar por ellas, y llegarán a su debido tiempo. De eso me encargo yo. Ellos hasta podrían darme vueltas solo para que las manecillas avancen con tal de que parezca que han crecido. Por más vueltas que me den, el tiempo es el mismo. Tal vez lleguen a un punto en que quieran devolverlas. Pero eso tampoco servirá. Como ya dije, el tiempo sabe cómo avanza.

Ya son las 4 p. m. La tarde cae. Un hombre adulto termina su jornada laboral. La corbata cuelga alrededor de su cuello; de cierta forma, lo ata a seguir trabajando día tras día. Él me mira frecuentemente. Siente un gran alivio cuando marco su salida. Casi no le queda tiempo para hacer lo que verdaderamente le gusta: estar en su casa y compartir con su familia.

La tarde ya es un momento avanzado del día, aunque no el último. Igualmente, su vida ya lleva muchos de mis giros, muchísimos, pero le quedan todavía más.

Ya han pasado muchas cosas en sus días. Las primeras canas se asoman en su cabello. Ha tomado decisiones cruciales y ha aprovechado y dejado pasar oportunidades. Ha construido su presente.

Toma su carro y se dirige a casa. Debe dormirse temprano, mañana volverá la rutina.

A veces no se hacen las cosas a tiempo. Yo siempre trato de ayudar en este sentido, pero hay momentos en que se olvidan de que existo y dejan todo para el final. Pero también hay personas que aprovechan cada segundo que pasa. Saben que no me detendré y por eso no pretenden que lo haga, sino que tratan de hacer que a cada manecilla que mueva quede algo que valga la pena.

Son las 9 p. m. El sol se ha ocultado. La noche se presenta. Un anciano descansa en su casa. Lee un libro. Las arrugas delatan los muchos años vividos. Una infinidad de instantes y recuerdos. Tantos momentos he pasado en su bolsillo, en un sinfín de lugares, con incontables personas. Su vida está hecha. Lo que iba a hacer ya lo hizo. Este es el momento en el que se siente orgulloso de lo que ha hecho y de lo que deja para otros que apenas recorren el camino. Habrá quien que en este punto no sienta lo mismo. Pero poco hay para hacer. Él bien sabe que yo nunca me detuve, que el día tampoco y que la vida misma menos. Eventualmente, llega la noche. En ella ya no se pueden hacer cosas que tal vez durante el día sí. Queda repasar lo hecho y no más.

Ya el anciano apaga su lámpara. Se irá a dormir. Pero yo no me puedo detener. Mañana otro niño despertará, otro joven saldrá a caminar, otro adulto construirá y otro anciano dormirá; y ahí debo estar yo, moviendo mis manecillas.

--

--