Isla Margarita, cuando los venezolanos se van a la playa (días 13–19)

Silvia Cobo
12 min readSep 2, 2015

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Playa El agua. Foto: Silvia Cobo

Nunca hubiera imaginado encontrar un gallo en la playa. Estábamos en playa Punta Arenas y ese inesperado visitante apareció buscando algo que picotear debajo de los toldos con mesa. Nuestro siguiente simpático visitante fue un pato. A los perros callejeros (o en este caso, playeros) ya no los cuento como visitantes exóticos sino más bien habituales en Venezuela.

De la noche en San Carlos, hicimos una parada técnica en Caracas, nos encontramos con un par de personas, y a las 3 de la mañana volvíamos a despertarnos para tomar otro avión hacia el Caribe. Este viaje por Venezuela está lleno de contrastes: del Páramo a la llanura, de la llanura al Caribe, y luego vendrá la selva amazónica. Todo es un mismo país.

No sin hielo

En Isla Margarita descubro que hay culturas playeras bien distintas a la nuestra. Cuando los venezolanos se van a la playa, no lo hacen con sencillez. Apasionados como son para casi todo, no pueden conformarse con ir con la toalla colgando del hombro, no. Bajan a eso de las 12 del mediodía y traen una nevera rebosante de hielo.

Me pregunto qué les pasa a los venezolanos con sus percepciones del frío. Nada que sea bebido puede hacerse sin hielo, mucho hielo. En este país el aire acondicionado no puede estar nunca por encima de 21 grados, ni siquiera durmiendo. Yo andaba siempre bien tapadita y con mi chaqueta siempre a mano. Sí, pasé frío en Venezuela. Increíble, folks.

Pero volviendo a la playa: lo de menos es qué llevan de comer, lo importante es qué se llevan de beber. No importa que uno esté bajo un toldo de un negocio. Uno puede bajarse su botella de Ron o whisky y complementos, sin despeinarse.

Jóvenes y adultos, hombres y mujeres, llenan sus termos de hielo y alcohol con los que son capaces de meterse en el agua: nunca sin mi copa. Y sí, se empieza a las 12 del mediodía. Me ofrecen un whisky a las 13 horas y declino la invitación. A mí es que cualquier alcohol antes de las 20 h me cae mal, que soy de estómago sensible. “¡Silvia, entrégate al Caribe!” frase con la que intentan que abandone mis constumbres abstemias. Más adelante sí que le ví más gracia a un Margarita frozen o una deliciosa cocada (coco, leche, azúcar y canela, !ricoooo!).

Pero asisto fascinada a la fiesta social en las playas de Margarita, cual sucursal de una calle bien de Caracas. Medio Caracas está allí. Margarita viene a ser como nuestras Islas Baleares, que en verano no sé como no se hunden las islas con tanta gente que acaba allí...

El esplendor en decadencia

Pero Isla Margarita ya no es lo que fue, o quizá es lo que nunca llegó a consolidarse. Mientras observo al gallo en la arena de Punta Arenas, veo unas barracas con paredes de latón. Los niños locales juegan con las olas con un tablón a modo de tabla de surf y se lanzan al agua desde la proa de las pequeñas embarcaciones de sus padres. Sus madres se dedican también a la venta ambulante. Dependiendo de la playa, la venta ambulante es un guerra sin cuartel de todo tipo de productos: perlas, collares, obleas, agua de coco, colchonetas, gambas, mango verde con vinagre, cócteles, qué sé yo… A los buscavidas no les falta imaginación. La venta informal es muy habitual en Venezuela.

La playa es bonita, pero si me giro, veo de fondo una duna cubierta de un mar de plásticos. La imagen es contradictoria, más quizá que la del gallo dando vueltas por los bajos de las mesas. ¿Son los venezolanos -y los margariteños en particular- conscientes de la herencia recibida? ¿Perciben su responsabilidad en cuanto a la sostenibilidad de la llamada perla del caribe?

Luis es el conductor que nos lleva arriba y abajo por Margarita. Este caraqueño con aires de dandi llegó de vacaciones hace 27 años y aquí se quedó. Técnico superior en informática se dedicó al comercio y fue también conductor de taxis. Margarita es un Puerto libre, es decir, libre de impuestos. Luis me cuenta cómo Margarita se convirtió en una especie de Andorra venezolana. Los venezolanos venían a comprar aquí mucho más barato o cosas que no que se encontraban en tierra firme: marcas de lujo, alcohol y tabaco… Había gente que compraba para revender en Caracas. En los 70, el turismo nacional “compraba 6 días y el séptimo iba a la playa” como me dice un empresario turístico. Fue en los 80 cuando apareció el turismo internacional.

En su mejor apogeo de los 90 Margarita llegó a tener 30 vuelos semanales directos desde Europa. Hoy Margarita no cuenta con ningún vuelo directo desde Europa. El último vuelo directo fue hace 8 años de la alemana Cóndor. Fueron los últimos en irse. También los cruceros. Luis recuerda los 180 toques -paradas de un crucero- entre octubre y abril que había hace años. El año pasado hubo 38. Luis vendió el taxi e invirtió hace 6 años en una furgoneta con la que transporta a pequeños grupos por la isla en asociación con las agencias de viajes. Le salió bien la jugada pero dice que no pudo crecer. “Hoy sería imposible que yo puediera comprar la misma furgoneta. Ahora los presupuestos me duran 48 horas”.

La inflación de precios y la pérdida de valor del bolívar frente al dólar crean distorsiones surrealistas que he podido comprobar durante todo el viaje. Pero eso también ha estimulado el turismo nacional en Margarita. Apenas me cruzo con extranjeros en la semana que estoy. Tan solo algunos brasileños y colombianos, que algunos miran con reticencia. Los colombianos tradicionalmente han venido a Venezuela buscando oportunidades, no como turistas. Las cosas han cambiado.

Luis es crítico con la gestión del turismo, la inseguridad y la falta de mantenimiento de muchas infraestructuras. “Si no viene gente, los restaurantes y los hoteles de degradan”.

Sostenibilidad y turismo

No todo son playas en Margarita. La Restinga es una espectacular laguna marina que divide la isla en dos penínsulas. En sus más de 6.500 hectáreas la laguna cuenta con más de 400 canales verdes flanqueados por miles de grandes manglares. Paseamos con una lancha que nos permite ver de cerca a pelícanos, flamencos, estrellas de mar… La misma lancha puede dejarte en una espectacular playa de arena de conchas blancas donde degustar unas ostras frescas tiradas de precio. Yo no me aventuré. La laguna fue declarada parque natural protegido en 1976. Es un paisaje realmente diferente que vale la pena ver si uno se cansa de tanta playa. Es además uno de los pocos espacios oficialmente protegidos. La sostenibilidad no es algo que esté de moda en Venezuela.

Huyendo del ruido de los vendedores ambulantes y la agitada vida social de los caraqueños en Margarita, busqué un espacio de tranquilidad en Playa Parguito. Por suerte la playa es larguísima y conseguimos salir de la zona social, y por tanto comercial, para encontrar otra tipo de playa más tranquila.

Nido de tortuga. Foto: Silvia Cobo

Tortugas en resistencia

Oteo en la playa lo que parece ser un nido de tortugas precintado. Tortugas en resistencia” leo en un cartel. Y allí encuentro a una especie de Robinson moderno viviendo en una bonita cabaña de madera a pie de playa.

El Robinson resulta ser hijo de mallorquines emigrantes pero nacido en Venezuela, como tanta y tanta gente en este país. Vicente Reus tiene 46 años pero aparenta muchos menos. Su aspecto es un cruce de un macgyver-surfista-ecologista. En realidad es todo eso a la vez.

Me acerco a hablar con él y le encuentro atareado haciendo colgantes personalizados con cáscaras de coco. También vende granola natural que él mismo hace con un horno que también ha construido él (Macgyver total). Quiero sentarme a hablar con él pero no es fácil: niños y jóvenes margariteños vienen a encargarle nuevas creaciones en coco, amigos vienen a comprarle granola o hay gente que simplemente se pasa a saludarle. Es un tipo popular.

Vicente Reus. Foto: Silvia Cobo

Caraqueño de nacimiento, con 5 años llegó a Margarita y aquí pasó toda su vida. De 2005 al 2007 estuvo en Bilbao trabajando en “más de 20 trabajos diferentes”. Al volver se instaló con su tienda de campaña en la playa donde donde jugó de niño y surcó sus primeras olas sobre una tabla. La echaba de menos, me cuenta mientras bebe mate mirando al mar. Su idea era la de seguir haciendo artesanía que luego salía a vender en la playa y poder ahorrar para volver a España. Recogía la basura que otros debajaban en la playa por pura inercia.

Un día apareció por allí un biólogo del Ministerio de medioambiente que le propuso ser “vigilante” de la playa. Su tarea consiste monitorear el desove de las tortugas marinas. Las tortugas -que pueden llegar a pesar 25 kilos- tienen un periodo de anidación de 6 meses que venía siendo de abril a octubre. Se necesitan 56 días para que nazcan las crías. Llegan a la playa de noche y rebuscan en la arena hasta encontrar el lugar y temperatura perfecta para poner sus huevos.

Con frecuencia los nidos eran saqueados ya que se atribuyen a los huevos unos supuestos poderes esotéricos. Vicente lleva desde 2009 procesando los datos de anidación que luego traslada al Ministerio. Ha observado que cada vez se adelanta más la llegada de las tortugas. Este año llegaron en febrero cuando se las esperaba en abril. El suyo es un trabajo no remunerado pero le entregaron un documento que le permite vivir en la playa sin miedo a ser desalojado por la Policia o el Ejército.

Vicente vive tranquilo en su pequeño paraíso, apartado del ruido de la zona de los locales de la playa, manteniendo limpia su zona y vigilando a las tortugas. Al final me confiesa que quisiera poder viajar por un tiempo — lleva 6 años sin moverse de allí- pero necesita a alguien que le cuide a las tortugas por un tiempo. (Voluntarios para pasar un año en la playa de Margarita, pueden contactar conmigo).

¿No debería el Estado asumir ese papel de guardián de las tortugas? le pregunto. Claro. ¿Y por qué no se hace? respondo. Baja la voz y me dice: “Porque este país es un caosssss...”

Restauración en escasez

Esther de La Casa de Esther. Foto: Silvia Cobo

La casa de Esther es una espectacular casa colonial situada en el pueblo de Pedro Gonzáles. Esther, la propietaria del restaurante es una mujer cálida y de carácter. Al preguntar si tienen wifi, me agarra con fuerza de un hombro, me aprieta hacia su pecho y vocifera: “¡Desconéeeeetate, mi amorrrr!”. Algo avergonzada por mi aparente sacrílega pregunta, me quedo como una estatua ante tal expresión de afecto de una desconocida y balbuceo un triste “vale”. Es igual -me digo- tampoco funciona el wifi como en tantos otros locales en Margarita.

Esther, personaje muy popular en la isla y casada con inglés, lleva dedicada a la restauración más 30 años. Primero regentó un restaurante y un bread and breakfast. Un día decidió que ya era hora de “vivir”, y se mudó a esta casa colonial repleta de objetos nostálgicos, en la que centrarse a ofrecer solo almuerzos. Su cocina es una mezcla de comida criolla e internacional, una explosión de sabores y texturas que parecen ser una extremidad del propio carácter de Esther.

Su clientela habitual son venezolanos, aunque aquí también vienen turistas dada su fama en guías de viaje y sitios de Internet. Me confirma que vienen muchos menos turistas en los últimos años y le pregunto por qué. En la puerta nos despide con la misma calidez: “¡¡Por la inseguridad, mi amorrrrrr!!”.

Otro gran descubrimiento que podría estar en el Soho de Londres o en Born de Barcelona es el restaurantes Amaranto. Un arquitecto y una profesional del márqueting son los fundadores de este inespeado local en la población de Pampatar. El local está plagado de sorpresas: luz natural, plantas colgando de todas partes, cuadros vueltos del revés, estructuras que serpentean por el techo…

Se definen como cocina neotropical, que con saber lo que es la tropical, yo ya me contento... Pero su carta es como una Biblia. Hay que pasar muchas páginas hasta encontrar los deliciosos platos que ofrecen. Antes hay muchas explicaciones, filosofías, experiencias: todo muy intelectual. Pero al llegar a los platos, también ellos tienen nombres largos, poéticos y evocadores. No me preguntéis más que yo no soy crítica gastronómica, pero estaba rico, rico.

La carta no está cerrada, sino que está sujeta con una pinza. Ser un local sibarita en un país con escasez y una creciente inflación debe ser un ejercicio solo apto para malabaristas. Charlo con el arquitecto fundador, Oswaldo Páez y le pregunto cómo lo hacen para esquivar la escasez en un local tan chic.

En los muchos bares y restaurantes que hemos visitado este mes en Venezuela, hemos visto estampas decadentes: no hay leche y a veces hay de unas cosas, a veces, de las otras. Es inútil pedir la carta. Mejor preguntar “¿Qué sí tienen?” No hay leche, no hay cerveza (faltaba con qué cerrarlas), a veces solo había unos pocos refrescos pero no había algo tan básico como agua embotellada (escasea el plástico PET).

Los productos básicos -leche, harina, arroz, café, pero también compresas- tienen un precio regulado. Se agotan rápidamente: la gente va en masa a comprarlos al llegar y buena parte es carne de revendedores. El gobierno solo da divisas -dice- para importar productos básicos. Pero aún así, no es suficiente. Cuanto más te alejas de Caracas, mayor es el desabastecimiento.

Con esas limitaciones ¿cómo llevar un negocio? El copropietario de Amaranto me dice que lo que hacen es nutrirse de productores locales y crearse una red de distribuidores de confianza que prefieren venderte todo su stock de un producto a precio regulado que tener colas delante del comercio.

Aún así, me dice, cada semana es un reto a la creatividad: “qué hay y qué podemos hacer con ello”. Me cuenta, además, que “todos los restaurantes tienen más o menos los mismos productos”. Lo que hacen con ello es la diferencia. Los precios también acaban cambiando practicamente cada semana. De ahí la pinza de la carta: es una carta móvil.

El turismo que podría volver

El turismo cambió Margarita para siempre. Si Venezuela ya ha sido históricamente un lugar de acogida para emigrantes, Margarita, no ha sido menos. La comida y la población mezclada lo atestiguan.

Esta vez estoy en una de las playa más chic de la isla: Playa el Agua. Aquí no hay gallinas por la playa ni perros callejeros. Los toldos están repletos de gente de clase media-alta en lo que respondería a la típica playa caribeña de foto que uno tiene en la cabeza: arena blanca, aguas transparentes, palmeras de fondo y sol radiante.

Sin embargo hace unos meses esta playa tenía locales en la arena que el gobierno se propuso desalojar para recuperar la playa virgen y atajar la contaminación que provenía de las fosas de estos locales. Muchos llevaban más de 30 años y fueron demolidos alegando que eran asentamientos ilegales y que contaminaban la playa. La playa se erosionaba, según me explica Rafael Olivos, uno de los empresarios que se quedó sin tres locales. Sin embargo, Olivos compró un restaurante al otro lado del paseo marítimo desde donde sigue dando servicio a la playa. Considera que la expropiación ha facilitado que la playa se regenerara por sí misma y de paso ha revalorizado la playa y su propio negocio.

Este empresario viajado, de ojos azules y elegante sombrero de paja de la firma Marc Jacobs, nació en Margarita y sus padres llevaban más de 60 años en la isla. Junto a nosotros está su sobrino que me cuenta que ahora vive en Barcelona.

Nos sentamos a hablar y Rafael me explica qué ha pasado en Playa el Agua. Me explica que por primera vez en mucho tiempo el Gobierno ha trabajado junto a empresarios en un plan urbanístico, comercial y de sostenibilidad para Playa el Agua. A cambio de las expropiaciones, el Estado les ha reconocido como prestadores de servicios, haciendo que puedan optar a un tipo de crédito turísitico en condiciones muy ventajosas.

No me niega que hay quien recela de este nuevo consorcio mixto con inversión pública y privada. “Cuando hablo del proyecto en Instagram, hay quien me critica y me llama chavista, pero yo no soy chavista, pero tampoco soy político. Soy comerciante y soy inteligente. Apoyo un proyecto que creo que es bueno para la zona. ¿Porque es chavista no tengo que apoyarlo?”.

Para Olivos la razón por la que el turismo dejó de venir a Margarita no es la política sino la inseguridad. Las polizas de seguro llegaron a costar tanto como el billete de avión, me explica. Aunque Margarita no es ni mucho menos Caracas, “los niveles de inseguridad son demasiado altos. No puedes relajarte en un sitio donde crees que te van a robar. Creo que lo más importante ahora es trabajar por la seguridad (…). Ahora es mejor no vender el producto, el mundo descubrió Margarita a finales de los 80 pero no estábamos preparados para ello: faltaban infraestructuras, la formación del personal, no hablábamos idiomas… Ahora es el momento de invertir y prepararnos”.

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