Otra vez arroz: la historia de Yuan Longping

Sofía De León Guedes
8 min readMay 11, 2024

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Érase una vez un pueblo hambriento.

Sí, esta es una historia que pudo haber sucedido muchas veces.

Allí creció un jóven que tuvo la suerte de ser lo suficientemente instruido como para ser enviado a la universidad. En aquella época no muchos podían hacerlo.

Él era hijo de agricultores pobres, como eran el 90% de sus compatriotas. Le gustaba andar en moto, tocar el violín y jugar al mahjong, un juego de mesa muy popular.

El joven se mudó para estudiar agronomía. Sus padres no querían que lo hiciera, les parecía demasiado sacrificado. Les dijo que la cuestión lo apasionaba. Que tener suficiente comida debía ser la máxima prioridad de la gente y que nadie debía vivir sin el estómago lleno. Al final, sus padres tuvieron que ceder.

Finalmente, se recibió en 1953 y lo asignaron a dar clases en áreas remotas. Algunas cuestiones lo inquietaban. Él veía a su pueblo hambriento, más su formación académica no podía plantear verdaderamente una solución a aquel mal cíclico.

Este joven tuvo un sueño. Contó que había visto plantas de arroz tan altas como el sorgo chino, con cada una de las espigas del arroz tan grandes como una escoba y cada grano de arroz tan grande como un maní. En el sueño, se escondía a la sombra de los cultivos con su amigo. Lo que se dice, una premonición.

Lo que él quería crear es un híbrido de arroz. Esa planta constituye la comida base de su pueblo. Pero para obtener la heterosis, cualidad intrínseca de un híbrido (que le confiere características de mayor productividad), tiene que haber cruzamiento. En el caso de una planta como el arroz, que se poliniza a sí misma, la cosa estaba difícil.

Pasaron los años y el joven logró apañarse para profundizar su formación. En condiciones experimentales, los rendimientos de arroz no superaban las 5 toneladas por hectárea. Él estaba decidido a cambiar eso.

Muchos de sus compatriotas aún morían de hambre. Algunos se revelaron ante aquel destino que parecía inexorable y lograron una revolución. Le llamaron el “fin del siglo de la humillación”. Él había sufrido mucho por lo padecido por su pueblo aquellos años.

Llegaron tiempos de cambio a su país. Los líderes prometían llevar a los postergados de siempre a la cima, inspirados en experiencias foráneas que decían ser exitosas. Instauraron una revolución cultural para deshacerse de los males pasados. La música clásica ya no estaba tan bien vista, era algo burgués. Así que se tuvo que deshacer de su violín.

Aquellos superhombres juraban y perjuraban que todo había cambiado; para siempre y para bien. Pero lo cierto es que, al poco tiempo, llegó una mala cosecha y millones de sus compatriotas volvieron a morir de hambre. De nuevo.

Otra hambruna más en la historia de la humanidad. Esta, ocurrida en 1959, fue una feroz. Hasta hoy se la conoce por el nombre de su gobernante de aquel entonces. Como pasa a menudo, aquellos de signo contrario a la ideología de quienes estaban al poder en el momento de esta hambruna aún la toman como una especie de prueba de que ese modelo de sociedad no era posible, ni lo será jamás. Pero lo cierto es que siempre han ocurrido.

Sin embargo, esa vez fue la última para ese pueblo, que aprendió de sus errores. Para el año 1964, aquel joven había encontrado una solución, que lograron llevarle a los decisores y los decisores escucharon. Para el año 1974, el proceso ya estaba consolidado en un híbrido de arroz potente. Otra vez, la ciencia fue el motor del ideario de un pueblo hacia el progreso. Los hombres conductores no dudaron en adoptarla por el bien de su pueblo.

Si bien esta historia de grandes inventos sucedió muchísimas veces, nadie le dio un giro a ella como hizo este joven. Nadie, nunca, jamás. A ese giro le debemos mucho de lo que somos. Quizá más que a la revolución verde. Más que a la urea, el John Deere y los piretroides.

Los agrónomos no solemos ser idóneos en historia. Lo poco que conocemos (la mayoría de nosotros), sucedió en América o en Europa. Pero es bueno saber que nuestra historia, como vocales en la técnica de paliar hambrunas, está ligada a un hombre pequeño que nació hace noventa y tres años en un pueblo de China. Ese pueblo hoy es una megalópolis colosal y la capital de una potencia pujante. Potencia que se forjó, nada más ni nada menos, que sobre el suelo firme de su parcela de ensayos.

Ese hombre se llamó Yuan Longping. Inventó el arroz híbrido, una variedad de este cultivo que fue imprescindible para alimentar a la fuerza de trabajo del que fue, hasta hace poco, el país más poblado de la Tierra.

Logró disparar los rendimientos del cultivo. Aquel arroz que en un ensayo rendía 5 toneladas pasó a rendir 8. Para finales de siglo, esas 8 toneladas también eran lo que rendía en condiciones de campo, mucho más difíciles de lograr. En aquel momento eso era una locura.

Recuerdo hace un año pensar en él, mientras amanecía en las tierras arroceras de nuestro país. Me sentaba a escuchar a los investigadores más destacados en la materia dar clases fascinantes sobre las proezas de nuestra investigación nacional. Aquí se trabaja intensamente junto al sector privado para seguir compitiendo en las grandes ligas del rubro.

Uruguay tiene mucho que agradecer al arroz. Posee una gran productividad por hectárea, desarrollo de variedades que se adaptan a múltiples condiciones y mercados, una cadena de valor integrada que emplea todos los años a muchas personas y potente investigación básica en mejoramiento genético, cuyas aplicaciones potenciales extienden los usos a este cultivo. Eso sin pensar el desarrollo de sistemas de riego, aspectos del procesamiento industrial, etcétera.

El arroz es, para los uruguayos, un verdadero caballo de batalla. Pero la historia quizá no hubiese sido así sin aquel descubrimiento, ni aquí ni en ningún otro sitio del globo. Sí, sin dudas tampoco sin Mendel, que vino antes de él. Pero de este último, sí que hablaron en el liceo y en la facultad. No podía parar de pensarlo hace un año y empecé a escribir al respecto, pero lo dejé por la mitad. Resultó que un año después, casualmente, la efeméride de Yuan Longping me hizo retomarlo.

Nuestro héroe murió a los 90 años, el 22 de mayo de 2021 en un hospital de la provincia de Hunan, en su país natal. Fue despedido con honores, como si hubiese muerto un máximo líder del PCCh. Es un héroe para su pueblo y para la humanidad también, como bien reconoció la ONU y la FAO en su momento.

En aquel momento, el periodista Fernando Duclos publicaba: “Todavía hoy, a 2021, más de mil millones de personas en el mundo pasan hambre. La mayoría en Asia Meridional y África Subsahariana. Si no fuera por él, el número sería aún mayor.” Nada ha cambiado para bien desde entonces.

Sin él habrían más hambrientos. 300 mil toneladas menos de arroz en los últimos veinte años. Millones de personas sin alimento. Pequeños agricultores sin sustento. Barcos sin carga. Niños que no ven la adultez. Patentes y transferencias de conocimiento que nunca hubiesen ocurrido. Es por eso que lo lloraron millones.

En la eterna ponderación de desarrollar mejor calidad de producto vs. desarrollar mayores rendimientos, Yuan sabía cuál era su deber. Decía “Primero debemos tener suficiente comida, luego viene comer bien”. Para un país como Uruguay, el acceso a mercados de mejor paga es clave. Pero algunos horizontes no deberían perderse, incluso con nuestros propios necesitados.

A decir verdad, hoy en día el arroz híbrido fue sustituido en gran parte por otras opciones de desarrollo de material genético. Han pasado muchos años, muchos inventores e investigadores y las opciones se han diversificado. Pero Yuan Longping no fue uno más. Él fue la idea correcta en el momento correcto. Fue una idea que salvó vidas casi de inmediato e interrumpió un ciclo inflexible que dependía de la naturaleza y no de las ideologías o las voluntades.

Este investigador salvó vidas muy, muy lejos de donde nació, donde imperaban otras reglas, otros modelos económicos, otras culturas. Permitió el afloramiento de una industria que hasta hoy es clave para los desafíos que nos corren por detrás y los costados.

Yuan volvió a su pasión del violín, hasta que su artitis se lo impidió. Solía andar en moto por el campo para ir a trabajar. Le gustaba nadar y siguió disfrutando del mahjong en sus tiempos libres. Lo galardonaron de muchísimas formas. Fundaron una empresa de soluciones agrotecnológicas donde fue accionista, pero él decía que su fortuna era “una carga que le quitaba libertad”.

Nunca dejó la investigación, donde era realmente feliz. Cuando se enfermó, le preguntaba a la enfermera del hospital todos los días sobre el clima fuera. Un día, ella le dijo que habían 28 grados. Aún convaleciente, le preocupó muchísimo lo que aquella temperatura pudiese causar sobre la madurez de su cultivo.

No hablar de él y sus sucedáneos en nuestras tierras es algo que debería cambiar.

Ojalá queden más inventos por venir que beneficien a las grandes mayorías. Ojalá no pasen inadvertidos por los pueblos los hombres que transforman la historia con su fuerza creadora.

Érase una vez un mundo hambriento. Una historia que sucedió una y otra vez. No sabemos si es precisamente otro invento lo que vaya a cambiar lo que a veces parece un destino inexorable. Pero vale la pena el intento.

Versión en inglés aquí

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Sofía De León Guedes

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