Abortista

Adriana Sánchez
7 min readOct 27, 2016

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Hace casi un par de años dos de mis mejores amigas y yo estuvimos embarazadas de manera simultánea durante 6 semanas. Contarles que también estaba embarazada fue aterrador: mi pareja y yo llevábamos varios meses tratando y habíamos tenido una pérdida muy dolorosa hacía relativamente poco tiempo. Decir “yo también”, con esa mezcla de susto, alegría incontenible y una voz bajísima, supersticiosa, fue una de las experiencias más lindas de mi vida: ahí estábamos, las tres chifladas, las amigotas de la U, las comadras, las cómplices, con panza. Cómo íbamos a acompañarnos. Cómo íbamos a sufrir juntas los embates del achaque mañanero, la hinchazón en los pies, los planes a futuro. Recuerdo pocos días tan felices como ese… La dimensión de esa alegría solo fue proporcional al terror que se desató semanas después.

El cuarto ultrasonido confirmó, entre lágrimas y ahogo, que en mi útero había solamente un saquito gestacional vacío. Un “huevo sin yema”, como se dice en la jerga popular. Como yo insistía en fijar los ojos en el monitor, buscando desesperada la más leve señal de vida intrauterina, mi ginecóloga — una santa- me recomendó visitar a una especialista conocida, quien me recibió muy amable y de emergencia, y me confirmó lo que habíamos visto en el último examen. En aquel momento yo no entendí una palabra del diagnóstico, pero las recuerdo todas: “el saco gestacional está bien, pero no hay embrión, no se ve la vesícula vitelina. Aquí afuera se ve un poco de líquido, parece ser sangrado, hay un edema en la decidua… el ovario derecho tiene un cuerpo lúteo con muy buena circulación, pero eso me da más bien una señal de alerta. Yo le sugiero legrar, para poder hacerle patología a los restos”.

Salí del consultorio destruida. No quería nada, solo acostarme y que todo se acabara. Que se acabara lo más pronto posible. Mi ginecóloga estaba muy preocupada, porque en los estudios de días posteriores, los niveles de HCG subían en lugar de bajar, y los síntomas subjetivos no me dejaban en paz: los senos seguían aumentando de tamaño de forma violenta, pasaba agotada la mayor parte del tiempo y algunos olores me generaban una repulsión inexplicable. No sé si alguien se puede sentir más embarazada de lo que me sentí durante esas semanas. Con mi diagnóstico de referencia solo fui al EBAIS una vez, que bastó y sobró. “No podemos hacer nada si no hay sangrado”. Yo no tuve energía para pelear, ni para exigir la referencia que necesitaba… ni siquiera para llorar. ¿Cómo explicarle a la persona que me atendió que mi doctora quería descartar una enfermedad trofoblástica gestacional, que mi sueño más lindo se había convertido en una pesadilla de las que pueden llegar a hacer metástasis? ¿Acaso no hay un protocolo de salud claro? “Venga cuando haya sangre. No podemos suspender así no más un embarazo, solo porque su doctora quiere”. Pero yo NO estaba embarazada. Gracias.

De todo esto lo que más recuerdo no es el miedo: no me daba miedo tener un tumor, que hiciera metástasis, salir positiva en la patología y que eso aumentara al doble y el triple el riesgo de quedarme sin hijos. Lo que más recuerdo es la impotencia de no poder practicarme un procedimiento completamente legal, urgente, al que estaba en total derecho de someterme, porque el protocolo de interrupción, que existe y se supone como garantía para proteger mi vida en casos como este, no se aplica de manera adecuada en las clínicas y hospitales del Seguro Social. Al final, optamos por la otra opción que teníamos: pagar. ¿Cómo será la realidad de las mujeres que no tienen los medios?

Luego está lo otro, aquello de lo que no se habla. Eso que jamás, que dios guarde se mencione: ¿a nadie se le habrá ocurrido pensar que existe la posibilidad — nada remota, por cierto- de que alguna mujer embarazada no desee estarlo? Yo pienso en mi caso: una mujer con síntomas de embarazo, un diagnóstico doble de “aborto retenido”, una referencia de “extracción urgente para patología”. A mí me dijeron que no. Que no se podía. Que tenía que sangrar sola. Esperar a que el saco se desprendiera, y rezar para que no fuera enfermedad de trofoblasto, porque esa sí que me habría dejado esperando el sangrado, con un tumor en el útero, de unos que dicen que son nefastos, que hacen metástasis en cerebro o pulmones en semanas. No jodás.

Al día de hoy me sigue doliendo profundamente que seamos incapaces de tener una discusión sana, seria, objetiva sobre la interrupción del embarazo. “Abortista” se ha convertido en el insulto que acaba con cualquier posibilidad de avanzar en la construcción de opciones accesibles y seguras para que las mujeres podamos interrumpir un embarazo, sea por razones médicas o por razones personales. No estoy revolviendo chayotes con cebollas: en nuestro país el aborto es legal cuando la salud o la vida de la madre están en riesgo pero aún así, cada año se obliga a cientos de mujeres a continuar con embarazos en los que el producto gestacional es incompatible con la vida extrauterina.

Y hablar de lo otro, de “lo feo”, es prácticamente imposible: 26 mil abortos clandestinos al año. Gente que abre la bocota para condenar a la que toma esa decisión “nadie la tiene de zorra, ahora que asuma las consecuencias”, como si las mujeres nos embarazáramos solas… Gente que “dios guarde un aborto” pero está muy de acuerdo con que el gobierno de turno le quite presupuesto al PANI para dárselo a la policía. Los “pro-vida intrauterina”, porque fuera del vientre de la mamá, que vea a ver la criatura cómo se la juega y sobrevive. La gente que nos echa la culpa: que cree que quienes estamos a favor de la despenalización queremos organizar fiestas en las que vamos a embarazarnos para después abortar, porque abortar es divino: no, corazones, abortar es una mierda. Lo digo con conocimiento de causa, porque he tenido tres pérdidas, todas tristes, todas dolorosas, todas llenas de procedimientos invasivos, de juicios de valor y opiniones de gente a la que no le pregunté qué pensaba al respecto pero igual me lo dijo. En esas tres ocasiones yo QUERÍA ser mamá.

No puedo imaginar el proceso de toma de decisión mediante el cual una mujer embarazada decide que no quiere estarlo y se practica un aborto de forma voluntaria. No puedo entenderlo, no quiero entenderlo, no me interesa entenderlo. Lo único que quiero es que todas tengamos derecho a decidir: cómo, cuándo, dónde, con quién. Si sí o si no. Si queremos o no queremos. Que exista ese derecho, básico y fundamental. No puedo entender cuál lógica perversa se esconde detrás de los argumentos que defienden llevar a término, a cualquier costa, el embarazo de una niña de 10, 11, 12 años. ¿Las niñas también son zorras que se lo buscaron y ahora tienen que hacerse con las consecuencias de sus actos?

La gente que usa el término“abortistas” como insulto debería dejar de nombrar lo sagrado para justificarse, y de una vez por todas decir lo que ya sabemos pero nadie dice: que odian a las mujeres. Nos odian a todas. Nos desprecian, creen que somos menos. Que estamos condenadas. Que venimos malas, con defectos de fábrica, y que por eso no podemos tomar nuestras propias decisiones y alguien (el estado, la iglesia, la policía) tiene que estar encima de nosotras todo el tiempo, fiscalizando lo que hacemos. Lo que no soportan es la amenaza de perder el control que han ejercido históricamente sobre nosotras a través de la fiscalización de nuestra sexualidad, de nuestra maternidad, de nuestra salud. Están dispuestos a perpetuar, a nuestra costa, la cultura de la violación, el embarazo adolescente, la maternidad no deseada. Porque siempre, en todos los casos, la culpa es nuestra, de las mujeres. Las que piden pensión son todas unas aprovechadas. Las que abandonan a un hijo no deseado son todas unas malas madres. Las que quedan embarazadas en una violación seguro querían, porque no se defendieron, y además deben ser unas grandes putas, porque seguro andaban ropa provocativa o caminaban por lugares oscuros…

El odio por las mujeres prima en los procedimientos, en la estructura, en la institucionalidad. En la toma de decisiones. En nuestro país nos prohíben abortar, pero a las que quieren ser mamás y no pueden por algún impedimento fisiológico, les tienen prohibida la fertilización in vitro. Nos obligan a continuar con embarazos cuyo desenlace trágico ya se conoce de previo. Nos limitan el acceso a la anti-concepción de emergencia, porque “va y se nos hace vicio”. Dicen que no se puede despenalizar el aborto porque lo vamos a “agarrar de anticonceptivo”. Y por supuesto, voltean la mirada para otro lado cuando se les muestran estadísticas, cuando se les dan argumentos científicos, cuando las “abortistas” hablamos de los peligros evidentes de mezclar la religión con la política.

Yo no soy “abortista”. El “abortismo” no existe: existimos personas que estamos a favor del derecho de las mujeres a ejercer autonomía sobre sus cuerpos. Esa autonomía va mucho más allá de la interrupción voluntaria o terapéutica de un embarazo: pasa por el derecho a una educación sexual efectiva en escuelas y colegios. Por la eliminación de las formas de violencia que persisten y se manifiestan en todos los ámbitos. Por el respeto a los acuerdos internacionales en materia de derechos humanos que Costa Rica ha suscrito. Por trabajar con responsabilidad y esfuerzo para remover la peste de la violencia obstétrica de todos los consultorios públicos y privados y de todas las salas de parto del país. Por la indignación y el repudio colectivo contra la violación de las niñas que año con año son obligadas por el estado a ser madres. Pasa, en resumen, por dejar de odiar a las mujeres.

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