Reseña: Las confesiones del estafador Félix Krull

Estela
9 min readDec 10, 2022

Esta es una reseña sobre Confesiones del estafador Félix Krull de Thomas Mann. Obra poco conocida si la comparamos con la fama de La montaña mágica, La muerte en Venecia o Doktor Fautus. En lo que a su historia se refiere, es una novela distinta a las nombradas, que en apariencia parece ser la de una especie de ladronzuelo y sus aventuras. En ocasiones se la hermana con Doktor Faustus, al ser también un relato de vida en primera persona, una historia de crecimiento, aunque en esta última el narrador es un amigo del protagonista, Adrian Leverkühn, que, por otro lado y como ya se ha apuntado en muchas ocasiones, es la cara opuesta de Félix Krull. Entre las razones que explican esta escasa popularidad quizás se encuentre el hecho de que es una novela inacabada. Mann murió dejando unas 500 páginas publicadas, un volumen considerable, pero que apenas llegan a cubrir un cuarto de la vida de su protagonista.

Tenemos, además, un título muy poco evocador y nada sugerente. De nuevo, la comparación lo hace evidente: La montaña mágica apela directamente a la resonancia trascendental que se otorga a esta formación geológica, punto de encuentro con lo divido, Doktor Faustus conecta con un mito literario clásico, y luego La muerte en Venecia, tragedia en el país de las tragedias. Y aun con ello, el autor se decide por Confesiones del estafador Félix Krull para su última novela (inacabada, como decimos, aunque el proyecto tenía un cierto tiempo). Pero hay veces que se debe de confiar en el autor, solo él sabe lo que hace.

Menos de cien páginas de novela y se advierte lo que uno ha de tener siempre en cuenta, y es que no hay elementos superfluos ni azarosos, ni siquiera un título. Esto es lo que nos confiesa su narrador, el propio Félix Krull:

«Solo el cielo sabe — me decía a mí mismo — qué estímulos y emociones fuertes esperarán de una obra que, por el título, parece situarse al lado de las novelas policíacas y las historias de detectives…» (p. 85)

Con estas breves palabras ya se sabe que lo que tiene entre manos es un juego, una parodia. Un chiste.

Confesiones es una novela de horizonte amplio, se opone a los espacios concretos y delimitados de La montaña mágica. Su protagonista tampoco los quiere, Félix Krull es un hombre hambriento, pero no es Adrian Leverkühn, ya lo comentábamos, un ser cerrado y aislado en su propia obsesión musical. Es un protagonista muy carismático (más para quienes se rodean de él que para el propio lector, que conoce sus artes de la apariencia desde la primera página). Encarna el tópico de la Fortuna, presente en el texto, aquel que nace bajo buena estrella, en domingo según la costumbre alemana. Con el beneplácito de los dioses, se mueve entre los humanos con soltura, se adapta a todo lo que se espera de él: es un cambia formas. Es el dios Hermes, como alguna vez se dice en el novela, dios de los ladrones. Es también este uno de los pocos dioses, junto con Demeter, que puede ir y venir del Hades a voluntad propia, puede transgredir la frontera entre los mundos pues, de nuevo, no tiene horizontes.

Ignoro si Patricia Highsmith leyó esta novela, pero su Ripley tiene mucho de Felix Krull. El norteamericano es de la misma manera una suerte de genio del disfraz, con la atención que requiere el minucioso detalle, el abrocharse la camisa, el usar los cubiertos, el colocarse el flequillo.

Su poder es su propio beneficio, igual que para Ripley. Hay una evidente impronta picaresca, que salpica a una obra y a otra en un mismo sentido: ambos se sirven de sus dotes, dotes que tienen que ver con el carisma y (muy importante) con la belleza, para romper con unas fronteras concretas, unas fronteras de clase, y penetrar así en el mundo de la alta sociedad que les está vetado. No es Krull, ni tampoco lo es Ripley, una figura que encarne los valores de ascenso social del capitalismo, enraizados estos en los conceptos de sacrificio, de trabajo, de esfuerzo. Nada de eso. Krull comprende perfectamente su mundo, lo observa con detenimiento y con pasión, lo adora, de hecho, no quiere subvertirlo, quiere coronarse en él. Se pasea entre la alta sociedad, entre sus escaparates de lustroso brillo, deambula por las grandes avenidas, rozando los pesados y suntuosos abrigos y oliendo el caro tabaco, no con odio ni desprecio, ni siquiera con un poco de asco. Krull absorbe el mundo que desea, y si bien sabe que tiene que empezar desde abajo (como Ripley, también empieza Krull en un hotel), sabe del mismo modo que no será el trabajo duro lo que lo catapulte al centro de esa sociedad de terciopelo rojo, sino que lo harán sus bellas palabras, su disfraz, su apariencia.

Se preguntaba con ironía retórica el narrador qué estímulos provocaría en el lector un título con unas resonancias tan policíacas, con cierta razón, porque la novela no tiene ningún nada de ello (al contrario que El talento de Mr. Ripley, clásica novela del género del thriller). La novela es un claro ejemplo de Bildunsgroman, una novela de crecimiento. Efectivamente, asistimos a la vida de Félix Krull, desde su niñez hasta su juventud, contada por él mismo. Sin embargo, su confesión no tiene el objeto de ser una confesión moral, no es Lázaro lamentándose de lo que ha tenido que hacer, de sus mentiras y de sus trampas, únicos medios de ascenso social, para llegar a donde está. Más bien se intuye que Krull está en perfecta consonancia con sus acciones. Cabe recordar que quien narra es un Krull adulto, que no da muestras de ningún tipo de arrepentimiento sobre sus acciones, es más, las cuenta maravillado de sí mismo. La adulación hacia su persona es constante, su imagen misma lo es todo para él (un Narciso). Aunque esto es una intuición, dado que la novela está inacabada tampoco sabemos si la lectura moral sobre sus acciones cambiaría en algún momento concreto. En cualquier caso, lo que tenemos es un protagonista autocomplaciente (un narcisista).

Félix Krull es una personalidad hambrienta de todo aquello que no le podría pertenecer de otra manera, de la manera natural, el orden de las cosas no se lo permite. Porque él esta convencido de que este orden natural no es para él, que aunque nacido en el lado equivocado no ha de suponer ello una barrera: él puede entrar con sus pies alados, que no rozan el suelo del resto de mortales, y encantar a estos con su lenguaje.

Cierto es que encontramos una cierta ambigüedad. A veces parece que todo lo que le sucede es causa de ese Destino maravilloso el cual solo le está reservado a él, y en otras ocasiones son más bien su carácter y su decisión las fuerzas que logran que Krull pueda hacerse paso. En cualquier caso, la predisposición y el beneplácito que las personas le conceden, el escenario al que permiten que este actor se suba para que despliegue su carácter, viene dado por una cualidad del propio Krull sobre la que él mismo, cierto es, no tiene ningún poder de acción, simplemente le ha sido dada: la belleza. La belleza es en la novela un elemento de poder, que otorga a su poseedor esta habilidad que solo consigue el dinero, la de manipular y atraer a cuantos le rodean. En cuanto a la belleza de Krull, es difícil no pensar en la del joven Tadzio cuando es descrita. En cierto momento de la novela se recurre a una situación parecida: un hombre mayor, noble, se enamora del joven. Krull reflexiona de esta manera sobre la atracción que causa en este:

«Otra cosa muy distinta son ciertos caballeros que se salen de la vía convencional, soñadores que no buscan a la mujer, pero tampoco al hombre, sino algo maravilloso entra ambos. Y lo maravilloso era yo.» (p. 151)

Y es que es su protagonista el principal anclaje de la novela. Se construye este de forma detenida, sin prisa y en el detalle. Hay un momento en el que él mismo advierte la importancia de todo aquello que no fluye, en otras palabras, aquello que no aporta a la acción, pero que descubre mucho más que otras concatenaciones de hechos. Se detiene el narrador en una imagen, un simple recuerdo, amarrado en la mente, de un momento del que él ni siquiera forma parte. Recuerda Krull con especial vivacidad y sentimiento la visión de unos hermanos en el balcón de un hotel de lujo, en una fría noche en la que Frankfurt se vestía con la nieve del invierno. Nada sucede, solo dos hermanos, engalanados y peinados, salen al balcón, él con una fina camisa y ella con los brazos desnudos, y se ríen juntos, y se asoman al balcón, y tiritan de frío, y se vuelven a reír, y entonces vuelven a entrar. Una broma, una chiquillada. Pero eso es precisamente todo: su broma y su risa las despierta un reto estúpido, el salir al balcón en una noche de nieve con poca ropa.

Krull, que observa desde abajo a dos seres que le parecen de un mundo superior, comprende que él no se puede permitir ese juego. Decimos permitir en el sentido de que esa nimiedad realizada por él no se comprendería como un juego, porque ese mundo no es suyo, por tanto, el juego no le está permitido. Dicho de un modo más claro: hay una diferencia entre el que se ve obligado a transitar la fría calle con un abrigo que ya casi ha perdido todo su forro, y aquel que solo se expone a ello en calidad de juego, y lo hace con las ganas inocentes de un niño, ignorante de su propia realidad. Hay un realidad donde hay una alternativa al frío, y el que se expone a él solo lo hace desde este juego, y otra realidad donde el frío se impone como única opción. No sucede nada más, Krull no tiene interacción con ninguno de los dos hermanos, ni estos vuelven a aparecer.

«Yo, sin embargo, aún permanecí largo rato apoyado en una farola, alzando la vista hacia su balcón e imaginando que me metía en su vida; y no sólo aquella noche, también alguna de las siguientes, echado en mi banco de la cocina, mis sueños giraron en torno a ellos.» (p. 116)

Este momento es ínfimo, trasladado a la realidad probablemente no duraría más de dos minutos, pero le daremos el margen de esos ciento veinte segundos para no empequeñecerlo mucho más. Y son ciento veinte segundos que van a articular su vida. Krull no llega al fondo de la reflexión sobre por qué esta imagen, no exactamente cotidiana pero sí muy poco trascendente, va a dirigir todas sus acciones. Sí reconoce, como se lee, que lo que desea es entrar en su vida, en su realidad. A veces no se necesita mucho más para comprenderse a uno mismo.

En otra parte de la novela dice Krull lo siguiente: «Solo un pícaro da más de lo que tiene». En el original alemán aparece la palabra Schelm, que viene a significar pícaro o ladrón (el término para novela picaresca es Schelmenroman). El de este lado es consciente de su limitación, palpa constantemente la línea de horizonte que lo separa del otro lado, pero es el pícaro el que se planta allí, sin nada más que su rostro, su gesto y su palabra. Sin nada que ofrecer, se ofrece a todo. Juega el pícaro con la ambivalencia, su disfraz es la palabra del otro, la toma, y la hace suya, roba su expresión y hasta la firma. Solo el pícaro arrastra su lengua hasta donde no llega su propio lenguaje, que le está reservado a esos otros, su promesa es una farsa, pues no tiene nada detrás que la sostenga.

Y su deseo no deja de ser tan llano, vanidoso, tan prosaico. Alguno dirá que este pícaro peca de avaricia (como muchos dicen de todos los pícaros, reales o imaginarios), y otro lo llamaría simplemente supervivencia. La confesión (inacabada) de Krull es la negación de adaptarse al mundo que le ha sido dado, y el descaro de adaptar la forma del mundo que desea para que este lo acepte, no como uno más, sino como el que más.

«¡Soñador y mirón!, oigo que me llama el lector. ¿Y dónde están tus aventuras?» (p. 116)

Las citas pertenecen a la edición de bolsillo de Edhasa (2016), con la traducción de Isabel García Adánez.

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Estela

Forma. Clamor. Oh, cállate. Soy eso. Soy pensamiento o noche contenida. (V. Aleixandre)