El deber moral de asombrarnos

Valentín Muro
5 min readJul 21, 2019

En vísperas de la Navidad de 1817, el pintor inglés Benjamin Haydon reunió en una misma cena a algunas de las mentes más importantes de su época. Aquella sofisticada residencia londinense, adornada con finos candelabros y cubiertos de plata, recibía a la elite literaria británica, entre quienes se contaban los poetas John Keats y William Wordsworth. Fue durante esta “cena inmortal” que, habiendo bebido de más, uno de ellos empezó a despotricar contra Newton, «un tipo que no creía nada a menos que estuviera tan claro como los lados de un triángulo». Keats, a quien años más tarde Borges le atribuiría la experiencia literaria más significativa de su vida, continuó el embate. Según la opinión de estos románticos, Newton había destruido toda la ‘poesía del arcoíris’ al reducir este a los colores del prisma. Eventualmente las copas se alzaron y todos brindaron: «¡A la salud de Newton, y confusión a las matemáticas!».

Doscientos años pasaron desde aquella mítica reunión, pero el eco de aquel brindis aún puede escucharse. En columnas de opinión, pasillos de universidades e incluso reuniones de gabinete pareciera que deslegitimar a la ciencia da cierto prestigio. Las formas cambiaron, pero subyace cierta sospecha de que, lejos de iluminar el mundo natural, lo que la ciencia hace es esconder su poesía. Lo paradójico de este espíritu anticientífico está en que recupera quizá el aspecto fundacional de la ciencia, su carácter escéptico, y lo vuelve en su contra. No existen los hechos, solo las interpretaciones, y la ciencia solo es un discurso más entre muchos otros igualmente válidos.

Resulta cuando menos chocante que la ciencia deba enfrentar el rechazo que muchas veces encuentra. Al menos la mitad del crecimiento de la economía estadounidense en los últimos 50 años estuvo vinculado a avances científicos, y podemos sospechar que algo similar se cumple en el resto de los países desarrollados. Sin embargo vivimos una crisis de analfabetismo científico: la matrícula en carreras científicas disminuye, así como el presupuesto que se destina a la investigación y, de forma inversa, aumenta el desconocimiento de cómo funciona la ciencia. Pero si bien esta es la situación en Estados Unidos y gran parte de Occidente, en China y Japón la situación es inversa. Países emergentes como la Argentina podrían encontrar en la ciencia una renovada oportunidad para posicionarse frente al mundo.

El sentimiento anticiencia, fomentado por el analfabetismo científico, tiene múltiples causas y ningún factor es el predominante. La ciencia es un cuerpo de conocimiento complejo y hablar de ella es difícil. Es por ello que el periodismo especializado y, en particular, la comunicación pública de la ciencia realizada por sus propios actores, es fundamental. No es menos poesía lo que necesitamos, sino que debemos hacernos de más y mejores metáforas que nos sirvan para inspirar a conocer cómo funciona el Universo. La ciencia es un discurso, pero no es cualquier discurso.

Incluso cuando aquellos poetas despotricaban en contra de las teorías newtonianas difícilmente lo que buscaban era cuestionar la idea de que hay una realidad común en la que vivimos. Si bien es probable que les generara cierto escozor la idea de acceder a esta realidad compartida a través de instrumentos científicos y complejas fórmulas matemáticas, difícilmente rechazaran la propuesta fundamental de que podemos establecer ciertos hechos acerca del mundo o, al menos, aproximarnos a ellos con confianza.

Hoy es tarea del sistema científico, del sistema educativo y del buen periodismo, establecer, enseñar y comunicar cuáles son esos hechos. Somos una multiplicidad de identidades en culturas muy diversas que debemos coincidir en cuál es la realidad de la que participamos. Pero a veces pareciera que lo que se discute no son formas de hablar acerca de la realidad sino la realidad misma. Políticos, comentaristas e incluso académicos parecen sentirse amenazados por los hechos que se establecen empíricamente, incluso cuando nuestra aproximación a ellos siempre sea gradual y nunca absoluta.

Hacer ciencia es difícil y sus discusiones son complejas. Pero si establecer aquello que es verdad es un desafío permanente, establecer aquello que es falso es quizá la mayor virtud de la forma en que funciona la ciencia. Muchas veces, esta incertidumbre propia de la ciencia es utilizada en su contra y convertida en un arma por negligencia periodística. Frente a amplios consensos científicos — como el carácter antropogénico del cambio climático, la seguridad de las vacunas o de los organismos modificados genéticamente — se busca hacer escuchar las dos campanas, aunque una esté apoyada por la evidencia científica admitida por una inmensa mayoría experta, y la otra suela representar meros temores infundados.

De pronto el temor a ofender cobró importancia sobre el temor a degradar nuestras conversaciones racionales fundamentadas en evidencia científica. En pos de la diversidad de voces se le da un micrófono a quienes gritan más fuerte. Pero, a diferencia de otras discusiones, cuando se trata de cuestiones científicas un lado es falso y el otro solo está menos equivocado: la ciencia no prueba sus aciertos en términos absolutos. Darle prensa a quien pone en riesgo la salud pública, por ejemplo, no es garantizar la libertad de expresión. Siempre se puede encontrar a un PhD con una opinión contraria, pero esto no implica una genuina controversia sino un falso debate.

Legitimar mentiras o afirmaciones pseudocientíficas no es tanto un perjuicio a la ciencia sino un grave peligro para la democracia. Son asuntos científicos los que definen las discusiones políticas de este siglo, y de ellas dependen las decisiones políticas del presente y del futuro. El cambio climático, el establecimiento de políticas epidemiológicas o la seguridad en la industria alimentaria no son asuntos que competen únicamente a la ciencia, pero sí son asuntos que son profundamente informados por la labor científica. Aún cuando mucho pueda decirse en la actualidad acerca de la posverdad, no es cierto que alguna vez hayamos vivido en la era de la verdad. Y es en explicar cómo funciona la ciencia y por qué podemos confiar en su progreso que debemos enfocar nuestros esfuerzos.

La ciencia no es un mecanismo para establecer certezas acerca de cómo es el mundo, sino uno que nos permite lidiar con el conocimiento incompleto; uno que nos permite aproximarnos a la verdad sabiendo que esta nunca será del todo descubierta. Por más incómodo que resulte, es en el delicado intersticio entre la certeza y la incertidumbre que la ciencia nos permite conocer la realidad. Es precisamente esto lo que la hace indispensable para el presente y para el futuro de la humanidad.

Mientras nuestro apetito por lo desconocido se mantenga insatisfecho y aún tengamos la capacidad de maravillarnos, tendremos el deber moral de asombrarnos.

Este texto forma parte de Ideas para la Argentina del 2030 (2019), publicado por Argentina 2030, iniciativa de Jefatura de Gabinete de Ministros de Presidencia de la Nación.

Astroneer | Fanart” by Maggie Chiang (CC BY-NC-ND 4.0)

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