La fiesta más grande del mundo

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
11 min readApr 28, 2019

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Escribo desde Bariloche, sentado en la cocina de la casa de mi mamá un domingo por la mañana. Estoy en las mismas coordenadas geoespaciales en las que crecí pero, como alguna vez charlamos, aunque algunas sensaciones sean imposibles de recuperar el mayor goce podemos sacarlo de buscar las diferencias y no lamentar lo que no está ahí.

Vine a la ciudad, a la que no visitaba hace dos años y de repente visité tres veces solo en este, por el cumpleaños número 90 de mi abuella Nelly. Seguramente alguna vez te conté de ella, y si no mi hermana Guadalupe ha escrito algunas hermosas historias en Air Carnation, el libro más lindo del mundo que ella resultó escribir.

En caso de que la historia se te escape, y en muy resumidas palabras, Nelly hace casi unos 30 años empezó el proyecto titánico de instalar la primera escuela en el Barrio El Vivero, en el Alto de Bariloche, esa parte que probablemente no hayas visto en la postal que da testimonio de que rodeado por paisajes paradisíacos la ciudad tiene niveles de pobreza extremos.

Nelly lo logró, a costo de su propio esfuerzo, innumerables donaciones y todo lo que hace que de la voluntad de una viejita una escuela pública de gestión privada se materialice. Hoy la escuela tiene unos 100 estudiantes que van desde sala de 4 a séptimo grado.

“¿Viste el playón de afuera? Ahí estamos construyendo el jardín maternal”, me dijo ayer Nelly con su voz ronca como un susurro. Hace no mucho tiempo perdió su voz y ahora para escucharla todos debemos acercarnos. Creo que no comentamos lo suficiente cómo hablar en voz baja, más que a los gritos, es un despliegue de poder mucho mayor.

Si bien Nelly cumplió hace varias semanas, ya cuando estuve en febrero acá me habían dicho que hace casi medio año venía planeando la fiesta de las fiestas, el evento que sería recordado en las canciones alrededor del fuego, en los relatos que los soldados cuentan nostálgicos atrapados en una trinchera durante días y noches. La fiesta de El Gran Pez un poroto. Nelly planeaba una fiesta popular, de ser necesario en el único lugar donde se pueden hacer recitales en Bariloche.

Hace una semana mi mamá, que al verme permanentemente ocupado supuso que no tendría interés, me dijo si me interesaba venir y la respuesta era obvia. Quién en su sano juicio podría perderse de la fiesta del centenario, que dicho sea de paso casi coincide con el aniversario de Bariloche, el famoso 3 de mayo en el que se marcha por la Mitre sosteniendo cosas en alto y tratando de entender cuál debería ser el orgullo de haber nacido en algún lugar y no en otro.

El miércoles mi mamá me escribe con la noticia de que la fiesta más increíble de la historia, sobre la que en un futuro se escribirían novelas y saldría la serie en Netflix, la miniserie en HBO y una versión para la televisión local protagonizada por Fernán Mirás, iba a ser cancelada. “Parece que se están organizando 300 personas para vandalizarla”, era el mensaje.

¡300 personas! Con ese número los espartanos ganaron a los persas, y acá los persas solo serían un montón de niños, sus madres, sus tías, un montón de abuelas, y yo. Entiendo que los números no lo son todo, pero hay algo en la matemática que la vuelve sencillamente acogedora, esa fría belleza, como la del mármol. En fin.

Se cancela la fiesta, todos concluímos. El pecho se me hundió por Nelly. Si bien sigue siendo la misma guerrera de siempre, en los últimos años para encontrar el entusiasmo fue inventando cada vez motivos más alocados: fundar su propio conjunto de góspel, que tuvo que abandonar por su voz, fundar un geriátrico, que por ahora solo está en los planes, hacer unos 50 almohadones con distintas formas de gatitos donde cada uno representa a un invitado distinto en un casamiento de gatitos y cada uno tiene su propia historia (de verdad, la tengo a ella filmada explicándolo). Típicas ideas de Nelly. Decí que nunca se le dio por hacer apps porque sino estaría tipeando esto desde el yate.

Ningún viaje sería cancelado y seguramente podríamos pasar una linda tarde discutiendo acerca de pseudociencias (ella desde el lado del pensamiento mágico y yo desde el lado de la ciencia, ese conjunto de acercamientos al mundo tan pero tan hermoso que puede conmoverme si me distraigo). Pero asumir que una fiesta de este calibre podía ser cancelada así como así es más bien no saber con quién se está lidiando.

Ya el jueves la fiesta había sido restituida. El evento del año, la cumbre de las cumbres, el crossover más ambicioso desde que Gastón de Cebollitas apareció en Chiquititas, no podía ser cancelado así como así. El concilio de notables decidió hacer el evento en la mismísima escuela.

Creo que no iba al barrio desde hacía unos 15 años. El recuerdo es difuso, incluso. Solo recordaba que antes de llegar había una bajada y al pie el terreno donde hoy se ubica el modesto edificio. Adentro había algunas señoras colgando globos y una nena muy entusiasmada con la tarea. Colaboré moviendo algunas sillas, atando algunos globos y gritándole en silencio a mi cerebro: “Hoy no, wachín. No se te ocurra hacerme una mala jugada autista porque se pudre todo y voy a tener que castigarte con tanto alcohol que vas a desear estar en una cubeta en formol”. Con mi cerebro somos así, nos queremos pero a veces tengo que ponerle los puntos. No es fácil tener un cerebro autista, eso desde ya. Si te dan a elegir, mejor quedate con un hurón o un hámster.

La torta era gigante, tan grande que estaba dividida en tres. “Feliz”, decía una, “90” y “Nelly”, decían las otras dos. 90 velitas las adornaban. La crema blanca, impecable, tal y como a los norteamericanos les encanta que sean para destruirlas. Qué suerte que no somos norteamericanos.

Las personas del barrio empezaron a llegar y todo empezó a sentirse un poco extraño. Ya desde hace días mis sentidos arácnidos me alertaban de que algo en el fondo de toda la cuestión no era una buena idea. La amenaza de los 300 espartanos descendiendo había sido suscitada por el rumor de que Nelly planeaba repartir bolsas de comida. “Eso no es un cumpleaños”, pensé sin poder evitarlo, “eso es la mímica de un cumpleaños”.

El amor no debe ser transaccional. O, al menos en mi caso, criado por hippies y luego habiendo tomado casi todo lo que pienso acerca del amor de The Ethical Slut, creo que si algo debe ser el amor es genuino y no interesado. O quizá siempre entendí mal a mis cumpleaños y debería haber hecho más promesas para engordar los números de asistencia. En cualquier caso, no se sentía bien.

Las personas fueron cayendo y madres y niñitos se sentaron en las sillas en lo que es el patio interno del colegio. A nadie se le había ocurrido pensar en el asunto de la música y como no había señal de lo único de lo que pudimos disponer fue del celular de mi mamá que tenía 4 (cuatro) canciones de Paul Simon. Así que durante hora y media eso fue lo que se escuchó, en repeat. A la noche, cenando con mi mamá, le dije que se me ocurrían pocos ejemplos mayores de violencia simbólica, o incluso de colonialismo, que el someter a un montón de personas a escuchar cuatro canciones que no les interesa en lo más mínimo, en inglés y en repetición durante 90 minutos.

En pos de una tregua con mi cerebro, encontramos la digna tarea de llenar unas cien bolsas. Como bien sabés, lo repetitivo me puede. Mi tiesa cara de repente mostró una sonrisa ante la oportunidad de hacer la misma coreografía mecánica decenas de veces. ¡Decenas de veces! Estaba exultante. Mi tarea consistía en sacar paquetes de un kilo de arroz y meterlos en bolsas de plástico. Eso sí que era una fiesta. Pero cuando me quise dar cuenta mi sistema, impecable, había dado sus frutos y no había más bolsas que llenar.

El patio estaba lleno y yo trataba de sobrevivir a tanto estímulo. Revisé todas las ventanas y me contuve de contar cuántos paneles había (costó, pero se pudo), moví algunos cajones con botellas de Coca-Cola (porque si hay algo que tengo es fortaleza física) y me quedé por ahí, parado. Los niñitos de la escuela pasaban ofreciendo esos palitos con sabor queso y yo cuando hacía falta les rellenaba los platos para la siguiente ronda. Pero no tenía mucho que hacer realmente.

En algún momento, ya bien entrada la tarde, llegó Nelly. El estadio tamaño Polly Pocket, es decir el patio de la escuela, estalló en el canto de feliz cumpleaños, pero Nelly esquivaba las miradas. “No estoy maquillada”, decía y se escabulló al baño para resolverlo.

Creo que en algún momento la comparación se me hizo inevitable y caí en que había algo de Madre Teresa en algunas de las interacciones. Ya me conocés: Madre Teresa es de los seres más repugnantes y despreciables que alguna vez respiró sobre esta Tierra, por lo que no es una comparación feliz. Supongo que es porque virtualmente nunca jamás estoy presente en una interacción entre personas que necesitan con dolorosa urgencia un montón de cosas y personas que se disponen en un lugar desde el que o bien pueden dárselo o bien pueden articularlo todo para que lo reciban.

Nelly estaba contenta.

Salí afuera, abrigado porque hacía frío y feliz de poder estar abrigado, y caminé un poco. Mi cerebro me agradeció el gesto y le prometí que si seguía resistiendo más tarde habría chocolate, y cumplí. Un montón de chicos jugaban al fútbol en una cancha y solo atiné a hacer un rápido cálculo de probabilidades respecto de la trayectoria de una pelota inflada a un 60% de su capacidad y la estimación de condiciones para que la misma pelota diera contra mis anteojos.

Encontré un invernadero, lo rodeé y me metí. Por un momento se sintió bien la idea de irse a vivir a un invernadero y crecer bien verde y fuerte. Miré a mis pies y me encontré pisando algo de lo que ahí crecía, aunque pareciera más un escenario del The Last of Us que un vivero propiamente. Salí al frío nuevamente.

En algún momento de la tarde una de las personas que organizaba la fiesta más grande del mundo se ausentó para ir a buscar a la instructora de zumba, pedida explícitamente por la agasajada. Volví a entrar justo cuando estaban llegando y, para mi deleite, necesitaban ayuda técnica para montar el sonido. Estaba listo para resolverlo cuando me avisaron que se habían arreglado sin mí. La música se avecinaba y era hora de buscar refugio o mi cerebro declararía la guerra, instalaría minas antipersonales (prohibidas en 1997 por el Tratado de Ottawa, pero qué le importa a mi cerebro) y me haría entrar en una crisis nerviosa de esas que solo son bonitas cuando las lees en un newsletter pero que nadie quiere realmente presenciar.

Sentado en la mesa de la cocina, atrincherado si se quiere, me puse a leer en mi teléfono (creo que por segunda vez) This Explains Everything, ese maravilloso librito de John Brockman que en casa tengo también en papel. De repente entraron mi abuela, dos señores y una mujer joven y se sentaron en la otra punta de la mesa. Saludé con mi apretón de manos más varonil a esos dos señores (que nunca sé si alcanza) y ofrecí mi expresión facial más amable a la chica que se sumó a la reunión. No, de verdad, creo que mi cara era amable. O no sé, quizá solo parecía la cara de alguien tratando de saber qué cara se pone para parecer amable y en realidad era la cara de alguien a quien se le quedó pegado un caramelo entre los dientes. Es todo muy difícil.

Eran el intendente de la ciudad y su mano derecha. Mi abuela era Vito Corleone. Yo era Cásper el fantasma amigable.

La música en algún momento cedió al silencio y supe que el fin de fiesta estaba pronto. En ningún momento tuve que pedirle las llaves del auto a mi mamá para sacar del baúl el traje, la máscara, la capa y el cinturón utilitario amarillo por si se pudría en la fiesta. Eso estuvo bueno, aunque me pasé la semana practicando mi patada voladora y es una pena que no la haya podido mostrar.

Lo mejor de cuando terminan las fiestas es que hay muchas cosas para hacer, así que me senté un rato mientras las personas saludaban a Nelly, sentada en una sillita junto a la puerta, y yo bloqueaba mentalmente a la Madre Teresa. Estoy casi seguro de que era mi cerebro, ya agotado y algo chinchudo, que se había puesto en modo represalias por llevarlo a pasear a donde no sabe funcionar.

De vuelta en la cocina descubrí el placer de lavar vasos descartables, pero sobre todo de sacarle con profunda devoción los restos de torta a 90 velitas. Si por algo creo que vine al mundo es para poder limpiar cosas con atención e ingenio. Lo único que me preocupaba es que alguien marcara el absurdo de estar limpiando soportes de velas de cumpleaños, pero lo más lindo de las personas cuando están ocupadas es que poco tiempo tienen para criticar lo que hace el resto.

Todas las velitas fueron limpiadas pero solo la mitad de las bolsas que nuestra inmejorable línea de producción había preparado fueron repartidas, y salvo por un vaso que se volcó con gaseosa no se contaron mayores incidentes. Nelly estaba cansada al final, pero pudo hacer todo lo que le gusta: organizar algo absurdo y ambicioso, bailar rodeada de gente que celebraba su vida, hacer política y comer torta. Ya al final, todavía en su sillita saludando gente, me dijo al oído: “Me habló Sinatra. Me dijo que debemos salvar al mundo desde la escuela”. Quizá no era Sinatra sino Paulo Freire quien le habló, pero entre el ruido y todo eso no me pareció propicia mi sugerencia.

Mi mamá en un momento preguntó si hacía falta algo más o si podíamos irnos, que yo estaba cansado. Luego en el auto le expliqué cómo funcionan las personas y que esos comentarios no se hacen. “Por lo general no es buena idea usar a otra persona como motivo para irse, incluso cuando eso es cierto”. El muchachito creció, pensé, y choqué los cinco con mi cerebro.

En el camino a casa puse You Are OK de The Maine, hasta que mi cerebro empezó a descomprimirse y volverse esa masa húmeda y adorable que se hace querer. Mi mamá me preguntó qué quería cenar y la respuesta era más que obvia.

Hamburguesas.

ILUSTRATIONS/2017” by Gastón Pacheco (CC BY-NC-ND 4.0)

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