Mi revancha

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
5 min readJul 17, 2020

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Querida persona que lee,

Ayer le escribí a mi mamá preguntándole acerca de cómo me llevaba con algunas cosas cuando era chico.

Crecer en el espectro autista también puede ser muy divertido.

Cuando tenía 3 o 4 años en el barrio jugaban a las escondidas. A los diez minutos venía alguno a pedirle ayuda a mi mamá porque yo no les dejaba jugar.

El juego para mí era mostrar uno por uno dónde estaban escondidos.

No me daba cuenta de cómo funcionaba el juego y le explicaba a mi mamá: “Pero si están tratando de buscar a tal y yo sé dónde está, entonces les puedo mostrar dónde es que está. ¡Lo están buscando!”

Para mí lo mejor del mundo era mostrar dónde estaba cada uno escondido.

Para solucionarlo mi mamá me hacía simulacros y ensayos de las escondidas, en el living y en el jardín de casa, para que yo pudiera entender cómo era eso de contar, buscar a otro y por qué aunque lo más eficiente era que yo mostrara dónde se escondían, esa no era la mejor opción.

Era un peligro llevarme a cumpleaños. Yo llegaba, abría el regalo de quien cumplía años y le decía lo que había adentro, cuánto había costado, dónde lo habíamos comprado, o, incluso, si era algo reciclado, si estaba en oferta, etcétera.

Solo quería que circulara la información.

Entonces mi mamá hacía ensayos de cumpleaños un rato antes de salir para que yo practicara lo que se decía y lo que no se decía.

Tenía que aguantarme que la otra persona se sorprendiera y no decirle todo lo que yo sabía pero que no hacía falta que le contara a todo el mundo.

Lo que a mi mamá le preocupaba era muy sencillo: todas estas historias terminaban en niños y adultos gritando “¡Valen!” y enojados conmigo.

Y yo nunca, nunca, entendía por qué se enojaban conmigo.

El esfuerzo de mi mamá era para ayudarme a hacer enojar un poco menos a todos.

A los 3 o 4 años le saqué una pollera a mi hermana mayor y la usaba arriba del pantalón. Si ella podía usar por qué yo no.

En casa no era problema, pero cuando salía todos se ponían nerviosos alrededor mío.

Hasta que se me pasó y se me ocurrió otro código de vestimenta.

A los 5 años se me dio por usar traje. Entonces usaba corbata, camisa, chaleco y pantalón negro, y “andaba como un señorito de traje”, según mi mamá.

Para mí era muy importante usar corbata y me ponía muy mal si no podía vestirme de esa manera.

Así salgo en mi primer DNI.

Cuando empecé el colegio no quería aprender a leer y escribir. Pero yo ya sabía, había aprendido usando la computadora. Una noche le confesé a mi mamá que si aprendía a leer y escribir ella no me iba a leer más cuentos.

Y me prometió leerme hasta los 25 o cuando yo quisiera.

Recién ahí empecé a hacerle caso a la maestra. Hasta ese momento, avanzado el ciclo lectivo, yo hacía garabatos sobre la hoja en rebeldía.

No hizo falta que mi mamá me leyera cuentos hasta los 25 años porque se me pasó antes.

Yo suelo contar que toda mi vida tuve muchas dificultades para entender cómo funcionan las cosas y por eso siempre hice muchas, pero muchas preguntas.

Mi mamá cuenta que ella también tuvo que prestar mucha atención y tratar de entender qué demonios le pasaba a este muchachito.

A pesar de sus muchísimos años de experiencia docente nunca, aparentemente, se había topado con un espécimen tal al que hubiera que explicarle todo con paciencia y en un tono protocolar. Peor aún, teniendo que explicar las razones detrás de por qué las cosas son como son.

El principal desafío para ella era lograr entender qué necesitaba aprender yo para que el mundo no me resultara tan hostil e inaccesible.

“A los otros chicos había que enseñarles a dividir por dos cifras, a vos había que enseñarte las cosas más sencillas que a ellos no”.

Cuando me llevó a una escuelita de fútbol, porque todos iban a fútbol, el profesor le pidió que no fuera más porque yo no entendía los pases ni nada. Yo solo quería patear al arco y hacer gol.

Mi mamá jugaba entonces conmigo en la calle de casa. Yo hacía goles y ella también.

Las personas se enojaban conmigo. No lograban explicarme y yo no lograba entender.

Ella trataba de explicarle esto a los médicos y psicólogos, en Bariloche, y estos solo subestimaban todas estas historias.

No había otra solución más que dejar que todos se enojaran conmigo.

A nadie más que a ella le importaba explicarme las cosas para que yo entendiera y así evitar que todos se frustraran conmigo.

Pero nunca, nunca, trató de cambiarme ni aceptó que yo estuviera “mal”, sino que a todas luces yo necesitaba cosas distintas.

Ninguna de sus estrategias era para que yo fuera distinto sino para que yo tuviera herramientas para “manejarme en un mundo que iba para otro lado”, en sus palabras, y que yo no lograba entender.

El problema es que a mi mamá le encantaba cómo yo era y nunca había podido verme como defectuoso.

Le divertía mi sentido del humor y mi peculiar sensibilidad, aunque ambos aspectos me metieran siempre en problemas.

Esta mañana me dijo que le fascinaba, y le fascina, ser mi mamá y la de Julián y Guadalupe.

Al día de hoy me contradice y afirma que yo no le di más trabajo que los otros dos, aunque el jurado aún no se expida al respecto.

Los desafíos que yo le presentaba eran diferentes a los que había tenido que superar con otros niños pero eran “fascinantes”, en sus palabras, y conmigo se divertía mucho.

Mis ocurrencias siempre la mantuvieron muy entretenida, eso seguro.

Es por todo esto que cuando me detengo a notar que literalmente vivo de escribir acerca de mi curiosidad y de mis ocurrencias, me resulta increíble volver a ver de dónde vengo.

Vivir de mi curiosidad es mi revancha y compartirlo con miles de personas que leen un privilegio.

Si querés acompañarme en este recorrido personal de la curiosidad, a través de la filosofía, la historia, la literatura, la ciencia y, cuando se puede, el humor, podés suscribirte a Cómo funcionan las cosas y recibir mis correos cada semana.

Un abrazo grande,

Valentín

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Lo que leíste es un correo que envié a las personas que son parte del Club de la curiosidad el 17 de julio de 2020.
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