Cabin Fever | Viviendo a presión

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6 min readApr 11, 2016

By Héctor Hernández, BK’19

In this piece, Hector discusses how his experience of air travel has contributed to his conception of identity.

ORIGINAL

Conocí el mar cuando cumplí dos años. Tambaleaba sostenido de la mano de mis padres en la orilla del mar de siete colores, el incomparable Mar Caribe, cuando decidí que las playas de San Andrés, Colombia me verían regresar en el futuro. Cuando tenía dos años y medio, aterricé en suelo estadounidense, lugar en donde mis padres construirían un hogar lejos de nuestro hogar que lleva hoy quince años cobijándonos. A los cuatro años, Disney World, donde se cumplen los sueños, me dio la bienvenida. A los catorce, Montreal en Canadá, el rincón europeo de las Américas. A los diecisiete, Barcelona, Venecia, y Dubrovnik: los rincones de Europa. Ningún lugar es idéntico a otro, y ninguno llega a parecerse a Bogotá, mi ciudad natal. Pero a pesar de los encantos de cada lugar, no podría declarar ninguno de ellos como el sitio donde me sienta plenamente a gusto o totalmente satisfecho. Eso exageraría el valor de tales lugares en mi vida. En lugar de ellos, me realizo en aquel lugar que conecta todo lugar terrestre: la cabina de un avión.

Mi primer vuelo internacional en 1999 fue por necesidad; empleo se hacía escaso en Colombia al mismo tiempo que los Estados Unidos prometía oportunidades frescas y estabilidad financiera. Durante los primeros cinco años, nuestro trasteo parecía transitorio; un vuelo de regreso a Bogotá estaba siempre a la vuelta de la equina. Los años pasaban, empecé a estudiar en la escuela, y Sudamérica seguía igual de lejos que antes. Empezamos a volar por añoranza. Esperaba impacientemente el avión que me llevaría, así fuera temporalmente, a donde hablaban idioma, donde abundaban las granadillas y las curubas. Allá donde me sentía que pertenecía, sea en la casa de mis abuelos o por las calles. Con igual intensidad pero al revés pensaba en las lagrimosas despedidas y en el avión de regreso unas semanas después. De niño, alternaba entre anhelar y temer volar. Quería sentarme en un asiento clase económica durante diez meses del año, y quería estar lo más lejos de ella en el tiempo restante. Al vivir vidas paralelas, mi identidad en la vida cotidiana del colegio dependía de mi tiempo en Colombia. En Bogotá, yo era el que vivía “el exterior” y que tenía un acento particular. Esta es mi realidad. Vivo dicotómicamente entre América del Norte y del Sur; al vivir bajo la presión de un avión logro definir quién soy.

Un soplo con aroma a aire comprimido y a café pasado me bofetea cuando abordo el tubo metálico. Como siempre, me asiento me espera en algún lejano puesto en la cola. El pasillo es angosto pero basta para navegarlo sin demasiada acrobacia. El reto es alzar una maleta de quince kilos por encima de mí y embutirla en el compartimiento superior. Tomo asiento. Hoy, mis compañera de vuelo es una madre con un niño en pleno llanto a grito herido. Una vez en el aire, turbulencia nos sacude repentinamente: el capitán prende y apaga la señal del cinturón una y otra vez. ¿Cómo me puede gustar semejante lugar? Concedo que el proceso de volar puede parecer un dolor de cabeza más a la hora de viajar, pero para mí, volar, estar en tránsito, transciende pequeñas molestias. Volar no solo conecta me origen y mi destino. Crea en mí las diferentes facetas que poseo.

Volar dictó qué es y dónde queda mi hogar. Soy de nacionalidad Colombiana, pero más que esto soy un ciudadano global. Bogotá fue el comienzo, la primera de muchas ciudades en mi futuro. De Montreal a Miami, ahora vuelo por curiosidad. No es por escapismo que vuelo, es una necesidad. He visto, y he vivido, demasiado del mundo para dejar de explorar el resto. Ahora siento una llenura en mis oídos. Busco chicle para masticar y miro por la ventana. Los árboles rojos de Nueva Inglaterra y las playas blancas del Caribe ya están a la vista. El avión se ladea; ahora veo las montañas de los Andes y la iluminada metrópoli bogotana más abajo. Aterrizaré pronto, pero ya estoy en casa; estoy en tránsito.

TRANSLATION

Who I am comes largely from place, from where I am, but most of all, my identity is rooted in a place that connects all terrestrial places: transit.

At two years old, I met the ocean. Wading by my parents’ hands the waters of the Sea of Seven Colors, the pristine Caribbean, I decided the beaches of San Andrés, Colombia would see me return many times. At age two and a half, I stepped on US soil, land on which my parents would build a home away from home to last, to date, fifteen years. At four, Walt Disney World, “where dreams come true,” welcomed me through its doors. At fourteen: Montreal, Canada, a corner of Europe in the Americas. At seventeen: Barcelona, Venice, and Dubrovnik; Europe for real. No place is quite like another, and no place is quite like my native Bogotá. Yet to claim any one of these locations as my favorite, one that makes me perfectly content, is to exaggerate their value. I find fulfillment in the place that unites all terrestrial places: the economy class cabin of an airplane.

My first international flight in 1999 was out of necessity: employment for my parents grew scarce in Colombia at the same time the United States promised financial stability. For the first five years, our move seemed temporary; a return flight to Bogotá always seemed just around the corner. Years passed, I started school, and South America was still as far as before, so we began to fly out of yearning. The joyous anticipation of a plane that would take me, even temporarily, to where everyone spoke “my” language, where granadilla and curuba fruits abounded, where I felt a genuine sense of belonging, in my grandparent’s house and on the street, sharply contrasted with the tearful farewells of the return trip weeks later. As a child, I cycled between desiring and dreading flights; I longed for a seat in coach ten months of the year and shunned the thought of it the rest of the time. Living parallel lives, my identity in everyday school life in Dallas depended on my time abroad. In Bogotá, I was the one who lives “outside” and has an odd accent, “neither from here nor from there.” Such is my reality: I live dichotomously between North and South America; beyond curing me of homesickness, my economy-class “cabin fever” defines who I am.

A blast of compressed air and stale coffee welcomes me when I step aboard the winged can. As usual, my seat awaits me somewhere in the back. The aisle is narrow but maneuverable; the real challenge is hefting a 20-pound suitcase above my head and into the overhead bin without injuring anyone. I take my seat: today, my row neighbor is a mother with a wailing toddler. Once airborne, the seatbelt sign blinks on and off as turbulence rattles the plane without warning. How can this be my favorite place? I’ll concede the flying experience might feel like part of the price to pay for a plane’s efficiency. For me, however, flying serves a purpose beyond transportation; it transcends its pesky annoyances. Flight connects more than my origin and destination; it creates the different facets of who I am.

Flight redefined what and where my home is: I am a Colombian national, but above this, I am a global citizen. Bogotá was the starting point for many cities to come: from Montreal to Miami, I now fly out of curiosity. More than a form of escapism, flying is a necessity: I’ve seen too much of the world to forgo exploring the rest, and not enough to content myself with my travels. My ears feel full; I reach for chewing gum and glance out the window. Auburn New England trees and white Caribbean beaches come into view. The plane banks. I see the mountains of the Andes and Bogotá below; I’ll be landing shortly, but I am already home.

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