EL SILENCIO QUE GUARDA LA MEMORIA

Paul Eric
Ácidos Literarios
Published in
8 min readMay 14, 2023

RELATO CORTO

Para su cumpleaños número catorce Francisco salió de su pequeño y desordenado cuarto. Bajó las escaleras para ir al baño y, mientras cruzó el pasillo, se topó con su madre, quien miraba tele. Él se restregó los ojos para sacarse las legañas. El empolvado y viejo reloj mural marcaba las 4:46 de la madrugada. Sólo pudo ver la espalda de su madre quien, como siempre, tenía ese camisón color rosa sucio con andrajos. Sintió un repentino escalofrío que recorrió su cuerpo, y un hormigueo constante que iba y venía desde hacía algún tiempo también se sumó a la mezcla de sensaciones. Se acercó a ella, tomó un almohadón y lo puso detrás de su nuca para que estuviera cómoda. Después se giró y le dio volumen a la tele, pues estaba en mute.

Antes de irse, no pudo evitar mirar la cantidad de pastillas que había frente a ella. ¿Cuántas tomaría al día? Las drogas para dormir no hacían efecto, eso era seguro, pues siempre estaba despierta a la misma hora, mirando la puta tele, sin sonido. Finalmente se dirigió al baño, no sin antes dar una última mirada a su madre: seguía quieta, con la espalda erguida, sin hacer ningún movimiento, ni el mínimo sonido.

— De nada — dijo él. Y se fue a dormir.

Por las mañanas el sol estaba donde tenía que estar, la brisa que producía las hojas de los árboles y la hierba era la misma, y la botella de whisky siempre aparecía llena para el desayuno junto a la navaja. Era de su padre, según recordaba. De cuando en cuando se preguntaba si alguna vez usó el arma. Un día pasó el dedo gordo de su mano izquierda por ella y un hilillo de sangre manó sin demoras. «Tiene el filo intacto». Llamó su atención el que no sintiera dolor.

Francisco no comía. Estaba flaco. No tenía espejo en casa donde mirarse, pero lo sabía. Hubiese querido preguntárselo a su madre, pero ella nunca estaba en las mañanas, tardes, ni noches. Sólo en las madrugadas, a las 4:46.

A veces salía de paseo por su casa. Visitaba los cuartos vacíos que antaño fueran de sus hermanos, antes que decidieran casarse e irse, para nunca más volver. También paseaba por el cuarto que había al fondo de la casa y, de reojo, contemplaba el enorme terreno del que su familia eran propietarios. Quedarían sin nada, pensó. Habían dejado de pagar el agua, pronto les cortarían la luz. ¿Por qué no les quitarían ese bello jardín también?

Sin notarlo, durante todo este viaje Francisco había llevado el whisky consigo. Estaba acostumbrado a beberlo. De hecho, el alcohol se había acostumbrado a él. Miró la botella: whisky barato, como siempre. Puso especial atención a la etiqueta, como si esta tuviera ojos y, entre los ambos, mantuvieron una disputa sobre quién resultaría vencedor. Francisco se encogió de hombros y bebió:

— Tú ganas.

Pasaron seis años. Se convirtió en un hombre. A ratos recordaba las burlas de sus compañeros por ser feo. Oías sus voces por las noches mientras estaba en su siempre maltrecho y desordenado cuarto. Eran las paredes, las paredes y el cielo quienes tomaban vida propia para burlarse de él. Oía sus risas como incesantes ecos. Se tapaba los oídos, pero era imposible no oír la pesadilla. Así que despertaba de madrugada, cruzaba el pasillo y ahí estaba su madre. Nada había cambiado en todo este tiempo. Su camisón parecía más sucio que nunca; de rosa pasó a un gris con manchas negras. Francisco se acercó a la tele y apretó el botón de volumen. Ella no dijo nada.

— No tienes que agradecerme, nunca lo hiciste y no comenzarás ahora. Buenas noches.

Se volvía vieja. Incapaz. ¿Qué edad tendría? Él nunca lo supo. Y no es que no le importara, sino que era una conversación que no se daba nunca, siquiera cuando sus padres estuvieron juntos. Pero, era evidente su ancianismo. No hablaba. No se movía. Era ausente. ¿Qué mierda tiene de interesante ese canal? Se preguntó Francisco. Lo sabría la madrugada siguiente, pues no dormiría y esperaría el momento.

Después de mear, esa noche no pudo conciliar el sueño. Recordó a su padre antes de que este muriese. No era distinto del resto de la gente del campo: un alcohólico, pero sabía — o creía — poder manejarlo. Tenía la costumbre de que la vieja lo atendiera en todo, y si esta no lo hacía la golpeaba y ella se desquitaba con el pequeño Francisco. Ahora, de grande, todavía tenía marcas, acaso memorias, de la hebilla que usó para castigarlo. Pese a todo, jamás le tuvo rencor. No así a su padre. Francisco se preguntó si bebía porque su padre lo hacía. En casa había todo tipo de licores, y no había ninguno que él no hubiese degustado. Se emborrachó con todos. Sin embargo, cuando lo hacía de niño era por diversión, porque sonreía e ideas fugaces pasaban por su cabeza. Ahora, de mayor, sufría de resacas — algunas tan pesadas que resultaban imposibles — , pero, bebía porque no tenía otra cosa que hacer. Jamás tuvo un amigo cuando pequeño, y no lo iba a tener ahora. A la única persona que saludaba una vez al mes, era al cartero que se pasaba con su bicicleta oxidada. Era el propio Francisco quien lo atendía, pues la vieja nunca estaba en casa.

— ¡Carta para la señora Pizarro! — informaba el único cartero del pueblo.

— Sí.

Las cartas se acumularon con el tiempo. Pronto llegarían al centenar. Quizás la vieja no las abría porque sabía que eran los de la cobranza, y eso daba lo mismo.

***

El día había llegado. La noche anterior Francisco no pudo pegar un ojo y, a lo lejos, pudo oír el sonido de la tele, pero todo parecía un montón de confusas voces. Se vistió con shorts antiguos y polera gris de mangas largas. Se ajustó los zapatos y se levantó. Como era de esperar, ella no estaba.

Comenzó su paseo por toda la casa. Su entretención. Abrió el antiguo refrigerador que tenían: nada. Buscó en la cocina con la esperanza de que hubiera pan: nada. Sólo quedaba alimentarse con pisco esta vez. Destapó la botella, de cuarenta grados, y se la llevó consigo a la entrada de su casa. Se sentó en la acera que antecedía a la puerta y mantuvo su atención en el infinito. Antes de darse cuenta, la botella ya había viajado hacia sus labios. El ardor en los labios ya no lo sentía, y su garganta respondió agradecida. Estaba acostumbrado. Trago como agua. Estuvo la tarde sentado en ese lugar. Miró el antiguo reloj pulsera que usaba su padre: 6:55 p.m.

Un fuerte viento atrajo negras nubes hacia su campo, entonces la brisa comenzó a silbar. Se entretuvo tratando de seguir el mismo ritmo del cantar de la brisa con sus labios. Sonrió y volvió a beber. La botella iba en la mitad. Comenzó a sentirse ebrio y sabía que si se ponía de pie, caería de bruces. Una bandada de pájaros negros viajaba bajo la deformidad de las nubes en ese momento, y recordó el único libro que había en casa. Era de un chileno, un tal Ruiz. Francisco sabía leer, pero no le importaba. ¿Quién puede leer ebrio? Puedes hacerlo, concluyó; “lo que pasa es que terminas leyendo una historia que no es”

8:40 p.m.

Algo estaba mal. Era invierno y todavía no oscurecía. Quizá en verano a esa hora el sol todavía insistía en mantenerse arriba, pero no ahora. ¿Es que estaba tan ebrio que alucinaba? Miró la botella. Vacía. Una sensación extraña recorrió cada uno de sus poros. No era un escalofrío, tampoco excitación. De pronto, un rayo iluminó todavía más el día. Francisco se llevó el antebrazo a los ojos, y entonces comenzó a llover torrencialmente. Entró al fin y se sentó en el comedor desde donde se podía ver hacia el living. La hora avanzaba a pasos agigantados, pero la vieja no llegaba. El sueño comenzó a vencerlo, hasta que se durmió allí mismo.

Despertó de noche. Madrugada. Su reloj de pulsera indicaba las 4:46. Siempre indicaba la misma hora. Estaba en su cuarto. Estiró su mano hacia el velador y se quemó con la pequeña llama de una vela con mucha esperma batida. ¿La había dejado prendida? Trató de alcanzar alguna botella, la que estuviera más cerca, pero sus manos sólo se toparon con la navaja de su padre. Tragó saliva y la soltó. Sin notarlo, la empuñó con tal fuerza que su mano enrojeció. Este despertar no era como los otros. No sentió necesidad de ir al baño, pero una fuerza desconocida lo obligabó a ponerse de pie. Fue al living, siempre a paso lento. Entonces oyó una voz que le resultó conocida. Ronca, grave, calma y deteriorada a la vez. Era su padre, quien discutía con su madre. Esta le apuntaba con un revólver al momento que balbuceaba garabatos que Francisco no entendía. ¿Soñaba? ¿Recordaba? Quiso interrumpir, pero ellos parecían no oírlo, verlo. No era más que un ente. La lluvia castigaba, gota a gota, el techo de la casa y la poca luz del momento daba paso a que el movimiento de las hojas de los árboles fuese sombras con ojos, testigos del momento. Francisco también era otro testigo, pero uno inútil. Un desgraciado ausente, como lo fue desde siempre. Sabía lo que vendría a continuación. Se mordió los labios, desesperado.

El primer balazo estalló. Para Francisco fue como un pequeño fuego artificial, pero este se encarnó en el pecho de su padre. El segundo disparo ya no le recordó nada, pues jamás había visto un agujero en la frente de un hombre. Los ojos de su padre estaban blancos. Le llamó la atención que sólo segundos después la sangre se asomara por la herida.

Francisco sudaba por la mezcla de sensaciones. Miró su mano derecha, que tiritaba alocadamente en todas direcciones, y sostenía el cuchillo de su padre. Pero entonces vio que su madre, desde el comedor tomó el mismo cuchillo que él sostenía. ¿Acaso había dos idénticos en casa? Ella suspiró, como quien descansa después de una larga caminata. Se dirigió al living, encendió la tele y sintonizó un canal al azar. Lo dejó en mute. Finalmente, se sentó en ese sillón, en ese puto sillón que quedaba justo en frente. Se sirvió un vaso de whisky con hielo molido, tal como hacía su difunto marido, y con certera tranquilidad tomó el cuchillo y comenzó a rasgar su propio cuello. Francisco se apresuró para detenerla, pero era imposible. Él no estaba ahí, sólo contemplaba. Sólo sufría. Sólo olía Sólo sentía. A medida que el corte se hacía más profundo, el whisky comenzó a asomarse del cuello de su madre, sumado a la sangre negra y al calor que Francisco alcanzaba a percibir cada vez que ella movía el cuchillo, una y otra vez.

Él seguía parado, sin poder hacer nada. ¿O acaso sí había algo que pudiera hacer? Mientras pensaba en esto, su madre comenzó a rajar su cuello con más violencia y Francisco dio un salto al ver que ella lo miraba a los ojos, con una sonrisa dibujada en sus labios. Incluso alcanzó a ver sus dientes dorados. De pronto ya no respiró más. Sus ojos quedaron abiertos con esa sonrisa impregnada en su cara.

Esa misma noche, cavó una tumba en el inmenso terreno que tenía. Sólo una. La de su padre. A su madre la mantendría encerrada en el cuarto todo el día, y le daría — todas las madrugadas, sin excepción — sus horas de entretención sentada en el sillón, frente a la tele, siempre a las 4:46 la hora en que mató a su marido.

Fin

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