Las Quimeras del Amor Inconcluso.

Fréderic me dejó las memorias de su amada, que aún luego de la muerte, sigue buscando.

Leto Gaete
Ácidos Literarios
9 min readMar 6, 2024

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La nieve había cedido ante la belleza colorida de la primavera.

El Bosque de los Silentes, en su lejanía, estaba más extraño que nunca. Lo podía sentir desde el fondo de mi alma, esta alma quebrada que acarreo, desde tantas vidas, buscando un sosiego que quizás nunca encuentre.

El taller estaba vacío, había desaparecido todo el calor y el ajetreo del día anterior. La noche nos tomó en una fiesta inusual. El ritual del equinoccio había entrado a nuestro pueblo de manera poderosa y fuerte. Comenzaba la temporada de abundancia, de niños corriendo, de historias alrededor del fogón con los sabios del Conciliábulo del Teine y el aumento de la caza, así como las ceremonias nupciales.

Desde hacía un tiempo, mi padre esperaba que escogiera una compañera. La hija de Drusila, la hermosa Alina, era la más indicada. Podía ser la matriarca exacta cuando mi padre ya no esté. Nuestro pueblo descendía de la Titánide Madre, eramos los viejos hijos de la tierra y eso se reflejaba en nuestros cabellos rojos, tan rojos, como el fuego de Vesta.

No me interesaba Alina, yo solo deseaba continuar fundiendo el hierro en el fuego del taller. A veces, cuando no podía dormir, preparaba piezas en diferentes metales, que luego regalaba a las mujeres del pueblo. Sabía que era amado por ellos, pero sentía que mi vida no debía terminar allí, con Alina, con mi pueblo de cabellos en fuego, rodeado de esas extrañas montañas de sol.

El Bosque de los Silentes siempre fue mi objetivo de conquista. Si años más tarde, me hubieran dicho que yo enterraría a mi primogénita allí, me hubiera reído. Ese bosque era prohibido para todos en la zona, sus susurros eran encantadores, su oscuridad profusa era helada como el sable de la muerte y su misterio el deseo inevitable de los conquistadores.

Esa mañana mientras el pueblo aún dormitaba en los resquicios de la bacanal la noche anterior, me escabullí de la vieja casona familiar, herencia de nuestro linaje de guerreros, hacia el taller comunitario situado casi a la entrada del pueblo.

El taller era modesto pero completo. Aún ardía la caldera de la noche anterior. Esa caldera era el corazón de nuestro pueblo, de nuestro fuego, de nuestro corazón común. Estaba alimentada por la magia de los sabios. Con cada luna llena, cada integrante del pueblo debía cortar un mechón de su pelo y entregarlo a los Sabios para en un ritual secreto, alimentar esa caldera subterránea de ardor inacabable.

Al acercarme al fuego, ardió con más fuerza, sintiendo mi presencia.

“Hijo de Belthane, heredero del fuego, es hoy el día en que comienza tu verdadero andar hacia el destino” habló la caldera, ardiendo, con una fuerza inusual.

Era costumbre que el fuego me hablara, su magia y su poder me serían heredados por derecho. Pero ese día, ignoré su mensaje, corté una de las puntas de mi larga trenza y se la lancé al fondo de su gran boca de fuego… Una llamarada azul, violenta, se elevó.

Tomé la gran maza de hierro, y mientras me ajustaba el viejo delantal de cuero, tomé una pieza de metal, la cual el día anterior moldeaba como una espada.

El gran yunque que servía de soporte, temblaba bajo el impacto de mis fuertes golpes, continúe trabajando concentrado en el arma que iba naciendo a cada impacto.

La entrada del pueblo, estaba desolada, algunas aves se bañaban en la arena seca del camino.

Una brisa helada, comenzó a asomar desde el Bosque de los Silentes. Levante mi mirada hasta él y pude ver, extraños cuervos, las únicas aves que habitan los grises árboles de ese lugar, elevarse en bandada, chillando desesperados. En mi espalda sentí un frío mortífero recorrerme, mientras mi corazón latía desbocado, por el presagio de lo desconocido.

De entre los arbustos, en la entrada del pueblo, una mujer se asomó. Sus ropas raídas y sucias, denotaban una tela elegante, su mirada estaba perdida, se notaba el cansancio en su rostro repleto de cortes y tierra. La borla de su vestido tenía las espinas y cardos negros típicos del Bosque de los Silentes. En su mano, se aferraba fuertemente una daga, sus cabellos eran rubios, tan dorados como el sol que iluminaba el valle.

Mi corazón terminó por desbocarse cuando ella comenzó a entrar caminando con dificultad hacia el taller. Parecía no verme. Parecía hipnotizada y eso resaltaba la frialdad de sus ojos verdes, finalmente parpadeó y sorprendida me observó fijamente. Entonces, sentí que el fuego de la caldera de mi pueblo, se instaló en mi corazón, gracias a su mirada.

La mujer soltó la daga y cayó de rodillas sobre la tierra seca, levantando un polvillo dorado que se posó en su vestido claro.

Dejé la maza sobre el yunque y desesperado acudí a ayudarla.

DOS

El calor subía junto con el polvillo de la cueva.
Los herreros, hombres devenidos a fugitivos, entrenados para matar y construir armas, resoplaban sobre los yunques a cada golpe que asestaban.
El calor de la montaña, en las entrañas de la piedra inmensa parecía llenarnos de una energía, el altar se elevaba en una esquina de nuestro escondite. Ese casco, tan antiguo, seguía allí. Cuando llegamos allí, él estaba ya estaba apostado sobre una roca. De un material inexplicable, sus cuernos, uno de ellos quebrado, denotaban la jerarquía de su portador. Eran tierras nuevas y desconocidas para mí. Me era oculto el origen de ese casco y el porqué de su escondrijo en el corazón de una montaña.
Ella también lo desconocía. Pero parecía no importarle más. En ocasiones, yo deseaba que se lo colocara sobre ese manto de cabellos dorados como la corona ideal a sus deseos. Pero no, ella estaba embelesada con la idea de recuperar una herencia postergada por la ira inefable de una reina que desconocía a su propia hija.
Era tenaz en sus deseos y altiva en sus decisiones, se armaba de un valor que valía para un ejército y su ira, podía alimentar todo el fuego de la caldera de nuestras armas.
Abandoné mi pueblo, acarreando sobre mis hombros la maldición de mi padre, un viejo Sabio, portador de la Magia Negra de las Cenizas, un linaje de magos especializados en la muerte.
“En esa mujer, de cabellos y piel de lujuria, de ambición endemoniada, estará el origen de todas las muertes del amor que nunca tendrás” me había dicho, lanzando sobre mis pies la palabras más proféticas de mi vida y de mi muerte.

A su lado, Mael, mi hermano de ojos amarllos y cabellos de un rojo apagado, sonreía observando con dureza.
Sabía que Alina se casaría con él. Porque era el próximo heredero de ese linaje. Sentía pena por la bella Alina, que debería compartir la locura de Mael, la desidia de su vida y su envidia y encono por ser el segundo en todo, como el hijo de una sierva de la casa. Y aún así, tiempo después Mael, conseguiría arrebatarme la última mujer que más había amado.
Ella merodeaba entre las armas terminadas, blandiéndolas en el aire, probando su versatilidad. Una larga trenza, como espiga de trigo, descendía desde su nuca hasta su pequeña cintura, su largo traje de piel de bisonte de nieves, de la última caza la cubría del frío glaciar que se desataba fuera de la cueva.
Me acerqué para charlar y bajó la espada, sonriendo:

“Mo gráh” le susurré… y con suavidad la desprendí del pesado tapado.

Su traje de guerrera estaba listo, los cueros firmes de las prendas aseguradas con cinchas y cordones, facilitaban su movimiento. La lúa de Seabhac, asomó.

“Estará por llegar” me dijo, mostrando su brazo vacío.

En su pecho, brillaba el marfil de nuestro broche de rosa blanca. Nuestra insignia al reino anónimo y secreto que ideamos para un futuro que parecía el indicado.

Nuestro confidente, guerrero feroz de piel marmolada al frío, ingresó corriendo a la cueva, sus gritos nos alertaron de la llegada del halcón.

Las inmensas alas de Seabhac, ingresaron extendidas en toda su belleza, haciendo sombras sobre la cúspide de la cueva, aumentando su majestuosidad con la belleza del fuego brillante de la caldera que había robado de mi pueblo.

El rapaz se posó sobre su lúa, entregó un trozo de piedrilla blanca y brillante como la señal exacta de lo que esperábamos. Ella sonrió, como pocas veces lo había hecho. Lo alimentó con un trozo de carne seca que retiró de un pequeño saco de su cintura para luego acomodarlo sobre su banco de descanso.

TRES

El Bosque de los Silentes estaba más afónico que nunca, en contraste exacto, con los mudos gritos de mi corazón. Siempre fui un sentimental, un pasional, un romántico empedernido… quizás, aún lo soy.

Habíamos escapado de nuestro castillo de fantasías. Esa noche, nos uniríamos para siempre, ya no había tiempo para perder, ni vida para desperdiciar. Creíamos en imposibles a fuerza del amor, ese amor loco, pueril, dinástico y hasta eterno. Eso creía. Y eso sigo creyendo.

Las dagas fueron destinadas para eso. Para unirnos más allá de su castillo de nieve mineral y de mi fuego mágico. Ese fuego se apagó cuando decidí unir mi vida a la de ella, para convertirlo en un sentimiento que me acompañaría como un castigo inmortal, cada día, cada noche, cada muerte y en cada resurrección.

El caballo corría feroz dentro de los escondrijos del bosque. Alimañas espectrales amenazaban devorar las patas del fuerte animal, pero ella, valiente y soberana, lanzaba el polvo de sus ancestros para espantarlos como jefa espectral de las sombras, porque eso era: la indómita guerrera que arrastraba vivos y muertos en la borla de su vestido blanco.

Cuando llegamos al claro del bosque siniestro, unas pocas almas esclavizadas nos esperaban como testigos de un ritual que no parecía lógico…¿Pero el amor cuándo lo es?

Un círculo de sal y su estrella hecha en flores, cenizas de nuestros ancestros y miel, nos mantendría protegidos de los acechos de la muerte que nos amenazaba.

Dejamos el caballo sujeto a un viejo árbol que parecía extendernos sus brazos grises en un acto de compasión. Cubiertos con los capuces de la noche, ingresamos al centro de la estrella descartando nuestras ropas. No puedo explicar la sensación de mi cuerpo al verla desnuda bajo la luz de esa luna llena. Su cuerpo de senos firmes y curvas tímidas parecía expeler una brisa de pasión silenciosa que me hacía amarla sin entender el origen.

Sus largos cabellos de trigo, cubrían su pecho de amazona, mientras arrodillada acomodaba una cesta de nuestras flores preferidas, esas, que aún hoy guardan su aroma en la tumba de mis delirios.

Dejamos que las lágrimas bañaran el dolor de la despedida inminente. Ya nada me ataba a ese pueblo que ella gobernaba. La fuerza de la tradición, podían más, mucho más que el forastero de cabellos fuego, imberbe mozo con marcas de herrería, que era un simple lacayo de los caprichos de la reina blanca.

Una hija había partido tiempo atrás y la distancia se había hecho evidente. Segura, me extendió la daga que me correspondía en el acto de comunión.

Nuestros broches de marfil, sobre las flores, serían las testigos anónimas de tamaña locura. Extendimos nuestros brazos izquierdos y un corte certero nos abrió la piel, las sangres de manera absoluta bañando las flores y nuestro marfil sagrado. Sujetamos nuestros brazos, en un saludo guerrero, porque así nos sentíamos, temerarios luchadores de finales inconclusos, de historias sin buen puerto, sin finales reales.

Sentí la suavidad de su esencia invadir el fuego de mi sangre y entonces entendí, que el cuerpo ya no era preciso. Pude ver sus ojos, mas claros y vivaces que nunca, inundados por el fuego que me acechaba desde mi nacimiento.

Desarmamos cada pétalo de las flores manchadas y las extendimos a lo largo del centro de la estrella que guardaba el círculo; como un colchón de amantes clandestinos, nos entregamos por última vez al amor que nos invadió desde hacía tiempo. Esa noche, entendí aquella vieja historia de mi pueblo, donde decían que las almas que estaban destinadas a ser, nunca desaparecen, siguen vagando, eternamente, hasta volver a encontrarse.

El Bosque de los Silentes adquirió un nuevo color, por primera vez, en su historia, un leve tono púrpura invadieron sus hojas y ramas, mientras las almas de sus guardianes, paseaban a nuestro alrededor.

— El luto será mi compañía desde hoy — me susurró escondiendo su rostro entre mi profusa barba.

La dejé en su reino y el amanecer me encontró zarpando en mi barco rumbo a tierras desconocidas, mientras en mi corazón ardía el marfil consagrado de un amor prohibido.

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Leto Gaete
Ácidos Literarios

Escritora. Artista Plástica. Mamá por elección. Compañera de un charrúatomamateamargo. Tarotista y médium.