Una cuestión de estética
A estas alturas de la historia de la humanidad es muy complicado innovar en narrativa. Desde que éramos poco más que unos monos dando golpes a ritmo de Strauss, se han explorado y explotado tantas historias y conflictos en una serie de argumentos universales y lugares comunes, que se me antoja imposible que volvamos a encontrarnos con algo puramente nuevo. Este apunte no nace de un punto de vista cínico ni lo pretendo con tono desencantado; todo lo contrario. La existencia de esa base obliga a que haya que jugar con todos los elementos, combinarlos, evolucionarlos… El cómo es –cada vez más- más importante que el qué.
El cine es un medio audiovisual y es esa característica la que hace que algunos viren hacia los aspectos más formales de contar historias; hacia lo sensorial y lo estético. Claro, huir de la estructura habitual básica de los tres actos, de una historia con evolución o de una mínima coherencia argumental no es plato para el menú habitual del cine más comercial, pero existe ese cine de autor o producciones más pequeñas o independientes que (en ocasiones más por obligación presupuestaria que por inspiración) ponen todo el peso de una historia sobre ese aspecto más estético del séptimo arte.
Ya sólo por acumulación de cine de círculos de distribución más pequeños o diferentes a los habituales, los festivales son un nido de este tipo de películas. Hace un par de semanas, y a raíz del Festival de cine de San Sebastián, hablé de cómo estas pretensiones formales podían salir muy mal –insoportablemente mal-, pero hoy doy la vuelta a la tortilla con alguno de los títulos estrenados en la 46 edición del Festival de cine fantástico de Sitges; títulos que han acabado en lo más alto de mi lista de mejores películas vistas en la ciudad catalana.
Las cuatro películas que quiero mencionar a este respecto han tenido recepciones dispares por parte de público y crítica, pero ese aspecto no convencional en la estructura narrativa –o directamente la falta total de ella- suele ser un defecto común entre los que las suspenden. ‘Sólo dios perdona’, lo nuevo de Nicholas Winding Refn tras ‘Drive’, nos llegaba desde Cannes con críticas atroces y abucheos. Vacía, gratuita, pretenciosa… he leído muchos adjetivos acompañando a ‘Only God Forgives’ pero sólo comparto el último que, por otro lado, no va acompañado necesariamente de un sentido peyorativo.
Refn es pretencioso y pedante con esta nueva aventura de actores inexpresivos, pero puede serlo. Porque cada plano de su película es para enmarcar y sólo con el aspecto más audiovisual de la historia hipnotiza y estimula. No pretende con ella hacer un estudio sobre la moralidad de unos personajes entregados a la violencia y la venganza; no existe una evolución, apenas existe un pequeño conflicto familiar que es una mera herramienta para establecer el causa-efecto que mueve toda la historia –o mejor dicho, la sucesión de secuencias-. Es algo tan simple como una acción-reacción contada a base de simetrías, perspectivas, colores primarios, neón, música, encuadres milimétricos y una atmósfera fría de calma tensa. Incluso lo hierático de las interpretaciones –que sí me resultó ligeramente molesto en ‘Drive’- toma aquí otra relevancia. Es palpable que Refn quiere reducir la expresividad a lo mínimo: una ceja, una comisura de la boca que tiembla, unos ojos iracundos. Frialdad casi absoluta. De hecho, es una magnética y fabulosa Kristin Scott Thomas el único elemento de la película que rompe con lo gélido de toda la propuesta (estética y argumental) de Refn.
Mientras que ‘Sólo Dios perdona’ quiere que el adorno sea su arte, ‘For those in peril’ busca todo lo contrario. El cuidado de la estética se convierte en una herramienta y una necesidad para una película donde lo que se cuentan son emociones básicas. En un naufragio mueren todos menos el protagonista pero la historia no está en descubrir qué ocurrió o si de verdad han muerto todos los desaparecidos. En ‘For those in peril’ ese naufragio sólo es el catalizador para vivir junto al protagonista el dolor, la pérdida, la negación, la rabia o el resentimiento del resto de afectados por la tragedia. Es algo sensorial donde la oscuridad de una habitación o lo cerrado de un plano dicen un mundo sobre el universo interior del protagonista. No es necesario un nudo o un desenlace para hipnotizar, transmitir y hacer sentir.
Y luego está ‘Leviathan’, un título más clasificable en el videoarte que en cualquier otra cosa; un documental diferente que nos empuja a las entrañas de un barco pesquero y la rutina de una noche en el atlántico. Aunque exista una intención de mostrar algunos conceptos como la mecanización del trabajo, el esfuerzo, la muerte o la aleatoriedad de la vida, el verdadero atractivo de ‘Leviathan’ es a nivel técnico; es pura realización. La forma que tiene la cámara de integrarse con la vida a bordo, el balanceo constante y el sonido te envuelven. Es la perspectiva, el punto de vista imposible, el que hace brillar a este exigente documental. El menos accesible de todos los títulos que se mencionan en este artículo, ‘2001 Odisea en el espacio’ incluida.
Acabo con ‘Upstream Color’, la nueva película de Shane Carrouth que ya traía vista de antes (y de la que os hablamos por aquí), otro gran ejemplo de cómo el preciosismo de lo visual puede resultar esencial en cierto tipo de historias. La narración pretendidamente enigmática de Carrouth aquí, sobre todo en el tramo medio de la cinta, convierte en esencial ese magnetismo formal de la película, que hipnotiza con su fotografía, sus macros y sus colores. Una vez más, lo sensorial toma total relevancia.
A partir de ahora, si alguien critica una película principalmente estética que os encante con eso de que no cuenta una historia, que no hay evolución de personajes, que es pretenciosa, que es aburrida o que no hay explosiones –inspirado en un hecho real-, siempre podréis decir: Pero, ¿a que es bonita?
Originally published at domingodecine.com on October 24, 2013.
