Ciudad que habla
Aguardientes
Ciudad perdida, de a poco recuperada por tus pregoneros. Sólo que estos, montados en triciclos, automóviles, combis y camionetas — caballería motorizada — con las cajuelas o laterales abiertas en franco aparador, repiten su mensaje en altavoces.
Calle tras calle, lentamente, hasta recorrer colonias enteras, despiertan el oído, la curiosidad o el antojo con el sonsonete prefabricado.
En orden de aparición, el gritón del ¡gaaaas! inaugura el cortejo; más tarde el camión de la fruta con su llévese la papaya roja, jugosa, papaya Maradol; luego viene el de los helados y su trino inconfundible; enseguida el de las botanas con la cajuela atiborrada de dulces y salados; el de los esquites con sus patitas gordas, calientitas, bien preparaditas; en algún momento hace su aparición el de se compran… colchones, tambores…; hasta llegar al ¡haaay tamales calientitos! que adquiere un tono melancólico en las calles semivacías.
No son estos los únicos sonidos que evocan otro tiempo, desvaído por el avance de la modernidad, el silbato de afilador, el que repara cortineros, el organillero, los trompetistas y la tambora. Conforme el día se desenvuelve, los llamados se acumulan en el interior de uno mismo hasta quedar grabados en algún lugar. Como parte de nuestra música familiar.
Con este material sonoro y plástico ¿se podría formar un paisaje semejante a aquel de Impresión de la Habana de José Juan Tablada? Quien sostenía que sus poemas ya eran “franco lenguaje” arquitectónico. Me lo pregunto porque es inevitable atisbar una arquitectura sonora.
Imaginemos de pronto la hoja en blanco como una calle, con su palmera de las Canarias y su buganvilia, la acera gris y la calzada de asfalto, y entonces sí, debido a la discontinuidad del poema todos los pregones desbordarían el espacio, los muros de las casas; deslizándose por las ventanas, disueltos en la blancura del papel o viajando hasta el corazón de un niño hambriento.
Diría la Hoja de Papel: Qué desperdicio de palabras las de este iluso que pretende encasillar en símbolos de grafito lo inaprensible.
El Grafito: Por mucho que me presiones contra el papel, y me arrastres de una esquina a otra, no puedo crear sonidos…
(Da igual. Porque las hojas y el grafito viven gracias a las palabras.)
Qué palpitante es la ciudad sonora. Los mercados, los tianguis, las grandes calles comerciales del Centro, los parques atiborrados de paseantes. Materia vibrante y sonora desperdiciada por los músicos actuales. Por los poetas que no logran entrever en el desorden, una armonía mayor.
Dicen que la ciudad sin artistas (entiéndase creadores) no es ciudad. Es sólo un cascarón. Por otro lado, el artista no es nada sin el contacto esencial con el pueblo, obreros, artesanos, vendedores, gritones, voceadores, pregoneros. Los encargados de darle voz a las calles.
En cierto punto, las frases que he evocado aquí se me antojan parte de una composición al estilo de Frank Zappa, tan afecto a incluir voces, conversaciones, arreglos operísticos, risas, gritos, desvaríos y mensajes humorísticos en sus obras. Cuánto se extraña también — y de qué manera — a Chava Flores y a Rodrigo González, con su crónica musical de corte satírico.
En fin, tres músicos y una nostalgia son demasiado para un par de hojas. Si por lo menos sobreviviera el grito de ¡puuulques y curados frescos! me aventuraría a decir algo más.