Con los dientes apretados

Evocación ecuestre

Gonzalo Trinidad Valtierra
Aguardiente
4 min readFeb 11, 2022

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Leo las primeras páginas de un autor rumano. Panait Istrati. La traducción viene del francés, lengua que favoreció el autor en sus hazañas literarias. La edición cuenta con un prólogo de Romain Rolland. Y listo, ¿qué más podría agregar sobre el libro en términos editoriales? Pienso que nada. Pero olvido el título del libro, Codín. Curiosamente el primer cuento, de una belleza desbordante, incluye una escena en la que un niñito besa los belfos de un semental sacrificado pro su tío en un pantano. El niño, incapaz de darle la espalda a su mejor amigo, vuelve corriendo hasta el cuerpo abierto en canal y se despide de la manera descrita.

Más tarde, en un puesto cualquiera, adquiero uno de mis libros favoritos. Caballería Roja, del famoso Isaak E. Babel, consagrado en el panteón de las letras. Abro el libro al azar y leo un cuento. En unas cuantas páginas Babel nos presenta a Huracán, un semental comprometido por su dueño — a cambio de unas cuantas monedas — a cubrir a la yegua de Stepka. Con el propósito de preñarla o sosegarla. En cualquier momento está por desatarse una batalla, pero los hombres tienen tiempo para esta clase de menesteres. Cuando Huracán termina con lo suyo, Setepka besa a la yegua en sus “equinos y húmedos belfos, de los que colgaban unos palitos de saliva” post coito.

En ambos textos me sobrecoge la potencia de sus autores para trazar en unas cuantas páginas, el universo. Es decir, el universo por ellos conocido. Pienso en los caballos, en su rol en la civilización, en las gestas libertadoras o en las historias de cuño epopéyico que guardan sus nombres como un tesoro (Siete Leguas, Bucéfalo, Babieca). Pero nada se compara con el beso en los belfos húmedos del caballo amado. Vuelvo a ambos cuentos una vez más, con los dientes apretados. Acometo la lectura. Por fin, me recuesto en el pasto, satisfecho.

La última vez que estuve en la grupa de un caballo, fue hace muchos años, en Ometepec, la Costa Chica de Guerrero. Fue un viaje de Semana Santa. Tenía quince años, más o menos. El caballo me mandó al suelo en mi primer intento por montarlo. Me levanté, cubierto de polvo y risas de mis camaradas, dispuesto a treparme de nuevo. No recuerdo si era un potro o una yegua. El caso es que lo logré, y como un niño, empecé a dar mis primeros pasos a lomos del caballo. Más tarde disparamos un rifle que parecía de juguete. Bebimos cervezas heladas. Y habremos ido a algún baile del que tuvimos que escapar para evitar una pelea. Terminamos en un bar, si mal no recuerdo, bebiendo varios litros de Oso Negro — el primer vodka de mi vida. No recuerdo nada más hasta el día siguiente; las campanas de la catedral me trajeron de vuelta a este mundo, bajo el influjo de una cruda atroz. Sigo siendo afecto al vodka, los bailes y las mujeres hermosas, pero no he vuelto a montar un caballo.

Recuerdo estos episodios comprimidos por la memoria, probablemente deformados, mientras veo las nubes encapotadas. Otro par de cuentos vienen a la memoria, la Historia de un caballo y Los caballos de Abdera. Ambos rayan la cima de su género. El primero de León Tolstoi, el segundo de Leopoldo Lugones. Durante un rato rememoro estas historias, agradecido de contar con ellas. Mi propia experiencia, insuficiente, se ve recompensada con estos pasajes maravillosos. Pienso en cada uno de ellos, en sus autores, pero sobre todo en la manera de leerlos. Si siguen conmigo, listos para saltar las trancas e inclinar su cabeza, invitándome a montar en ellos, es porque, en su momento, he leído cada uno de estos cuentos reconcentrado, por así decirlo, en cada frase, en cada detalle que el autor dejó en el papel. Los he leído con los dientes apretados y el alma en tensión, como exige la literatura — cosa que no sucede a menudo.

Quién sabe si de tanto apretar los dientes, termine por perderlos. Mientras tanto, haríamos bien en inculcarnos esta forma de leer al límite de nuestra fuerza, de pie, sentados o acostados, como cada cual lo prefiera, para que así lo leído se quede impreso en nosotros, al menos durante el breve tiempo que tenemos en este mundo. Sin olvidar que es precisamente este mundo el que ha inspirado esas obras, a las cuales llamamos maestras y por las que seguramente hemos brindado en más de una ocasión.

Photo by 🇸🇮 Janko Ferlič on Unsplash

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