Del gran lago a la tierra que el fuego devoró
Crónica de viaje
Crónica publicada en la sexta antología del Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2020
«En esta tierra terriblemente amarilla»
Ramón Martínez Ocaranza
1
El agua es el signo de esta tierra, por doquier el agua encuentra su camino: atraviesa la sierra hosca y el lecho rocoso hasta la aparente inmovilidad del lago de Pátzcuaro, ese cuerpo extenso, sagrado, que respira frente a nosotros, los viajeros, como criatura indescifrable. El gran lago, incluso en época de estiaje, parece abarcarlo todo, transformando la tierra en olla de barro o palma de un gigante.
Desde el embarcadero es evidente que el lirio acuático va ganando la lucha por conquistar el lago; así como el tule y el carrizo, el lirio ha provocado que el lago pierda superficie, convirtiendo el espejo de agua en pantano en algunas zonas. Dicho proceso no sucede en condiciones normales — digamos, naturales — sino hasta que la actividad humana (aguas negras, grasas, desechos sólidos, detergentes) altera la constitución del lago, especie de tiradero acuático. A pesar del daño, Pátzcuaro resiste.
El lirio, tule y carrizo producen un verde aguamarina a la distancia que los turistas no se cansan de fotografiar con sus celulares, mientras los niños tratan de atrapar algo con las redes de juguete, recién adquiridas en el embarcadero, columpiando el torso fuera de la lancha
— Te digo que te vas a caer.
— Que no me caigo.
— Si te caes, te quedas ahí, ehh; ni creas que me voy a tirar al agua por ti.
Las montañas que rodean el lago, los dedos del gigante apenas rasguñan una que otra nube baja.
Conforme nos acercamos a la isla de Janitzio, me pregunto si bajo el agua aún bulle la vida. Es inevitable pensar que un día el lago dejará de existir, como todo lo que nos rodea. El lirio no tendrá a qué aferrarse, el tule y el carrizo se volverán pasto para las llamas, y no quedará más que un enorme páramo arenoso, achicharrado por el sol michoacano.
Dos pescadores se alejan de su grupo, son más de doce al parecer, y piden una limosna disfrazada de cooperación entre los turistas, quienes sueltan unos cuantos pesos en el sombrero calentano de palmilla. Los pescadores, viejos de piel quemada y brazos de pino, apenas logran arrancarle al lago, con sus redes como alas de mariposa, lo suficiente para vivir.
— ¿Alguna ayuda por aquí? — pregunta uno de los pescadores mientras se arrima hasta el otro extremo de la lancha repleta de pasajeros.
Diferentes tipos de embarcaciones surcan Pátzcuaro. Las de motor, alargadas, con techo y ventanillas, como esta en la que viajamos. También existen las de madera de pino. Se les llama «tepari» a las más grandes, y pertenecen al tipo de canoa «monóxila»; es decir, tallada en una sola pieza con hacha de mano, con una capacidad para veinte personas en el caso de las más grandes. Las canoas individuales se llaman «ichárhuta», son las más comunes, sobre todo en la pesca. Luego de curarlas con cera o parafina derretida, a veces con tule, se les deja secar al sol antes de botarlas en el lago.
— Gracias patrón — dice el pescador, casi un anciano, antes de alejarse hacia donde lo esperan sus compañeros, con los rostros agotados de tanto sol.
Dejamos atrás a los viejos pescadores, en sus canoas talladas en madera bajo el mismo diseño que los pueblos americanos utilizaron en sus canoas desde el Caribe hasta Tierra de Fuego. Cuando vuelvo la mirada ya no distingo sus facciones. Son sólo figuras inmóviles, como sombras, sobre el agua.
El lirio ha sitiado la isla de Janitzio. En ningún lugar hemos visto las máquinas encargadas de extraerlo y convertirlo en abono o alimento para el ganado, salvo en el embarcadero. En cualquier momento, uno imagina, algo saldrá de entre tanto verde aguamarina, una criatura de las profundidades, pero el presentimiento se desvanece al constatar que el lirio sólo es una plaga, como el hambre y la miseria.
Una vez en tierra, la isla se convierte en una maraña de calles empinadas, escalones muy largos o muy angostos y comercios donde abundan las artesanías en madera, los sombreros y la ropa tejida a mano. Hay algo que fascina la mirada en la isla de Janitzio. Los islotes e islas vecinas. El volcán del Estribo Grande, fundamental en la cosmogonía purépecha. Las nubes semejantes a un telón, que de tan blancas hieren los ojos. Las montañas eternas. El monumento a José María Morelos. Precisamente en el puño derecho del Siervo de la Nación, se encuentra el punto más elevado desde el cual contemplamos el gran lago, puerta al inframundo en la cosmovisión de los michoaques, llamados tarascos por los españoles.
Es aquí, en las alturas, donde presentí lo que los antiguos españoles, una vez hechas las alianzas con los pueblos que encontraban a su paso, debieron experimentar ante la visión de Tenochtitlan en medio del gran lago y las ciudades vecinas que descollaban como antorchas de piedra. Una extensa llanura de agua, sustentada por el padre sol, con la ciudad imperio semejante a una rosa blanca, prendida en el centro. Sólo por un instante imaginé lo que aquellos recién llegados sintieron ante el prodigio de la naturaleza y el hombre de esta tierra. Para los habitantes de la Ciudad de México han sido clausurados los grandes lagos, y ahora, condenados a contemplar nada más que los muros siempre iguales de los edificios y las planchas de asfalto, no nos queda otro remedio que buscar las claves de nuestro pasado en los libros, la ensoñación y los viajes.
Al descender del monumento a José María Morelos, luego de dos horas de ascenso hasta el mirador, por fin bebemos una cerveza, y después un pulque frío, delicioso, y luego otro, conforme bajamos las escaleras, viene otro vaso hasta nuestras manos, servido directamente de una olla de barro. El pulque es lo mejor que le podría pasar a un viajero acalorado. Un vaso más, y para cuando hemos abordado la lancha, un heladero, un confitero y un chicharronero ya se han hecho de un lugar para vender sus mercancías. El capitán enciende el estéreo, la música inunda a los pasajeros. El pulque hace efecto: no paro de sonreír. El sol rezumba en la superficie del lago, la luz cambia de trayectoria y parece como si golpeara un címbalo gigantesco, razón por la cual la lancha se mece a la derecha y la izquierda, pero en realidad es culpa del viento, que desciende del volcán y las montañas, de un lugar muy frío, porque enchina la piel.
Eso es Pátzcuaro: la sensación de llegar a lo más alto, trepando por el brazo del Siervo de la Nación, hasta donde nacen el viento y la lluvia que más tarde, sospechosos, se habrían de precipitar sobre el lago.
2
Este es el mural de Juan O’Gorman, Historia de Michoacán, que más me ha impactado por su fuerza, unidad y capacidad para decir «detente, viajero, y contempla nuestra historia».
Incluso los libros de historia mejor logrados tienen dificultades para sorprender de esta manera, tan directa, al lector. En cambio, el mural que se encuentra en el interior de la Biblioteca Pública Gertrudis Bocanegra (personaje soslayado de la Independencia), en el Centro Histórico de Pátzcuaro, logra sin dificultad lo que muchos historiadores no concretan en toda su carrera.
Historia pensada para asimilarse de trancazo. Cuánta ambición y qué capacidad para sintetizar en un fresco años de sufrimiento, conflictos y sangre derramada, tal es la historia, por lo menos la que debería ocuparnos en primera instancia. La historia de cómo se forma un pueblo, al margen de cualquier teoría. La que se siente correr por las venas porque nos dice lo que somos en este momento, sin moralejas, a quemarropa, sin intención de preconizar y fingirse muy maestra. Pura y simple aberración de cómo hemos llegado a donde estamos.
En el instante que entras en la biblioteca, el mural te recibe de frente. Podría decir que incluso violenta, agrede al visitante. No deja en paz ni siquiera al lector. La letra impresa, imagino, pierde su peso. Es como penetrar en una caverna, sólo que luminosa, y encontrarte con imágenes que te hablan, que se aferran a tu mente. Allí están los volcanes y los lagos, matrimonio primigenio, en la parte superior. Los Dioses, claro. Creadores de esta tierra que ha tenido muchos nombres y que ahora conocemos como Michoacán.
Quien ha visto Pátzcuaro, Cuitzeo y Zirahuén sabe de lo que habla el mural de O’Gorman. Sabe lo que significa topar de frente con un lago, fuente de la vida. No en vano la cosmogonía de los pueblos michoacanos comienza con el agua y el fuego. Cuando los volcanes dejaron de hacer erupción, sobrevino la tormenta.
La tierra charandosa, como la llaman por su color rojo — o quizá porque arde cual comal caliente, semejante a la charanda que desde el primer trago quema — se convirtió en el hogar de las tribus nómadas que dieron origen a un pueblo resistente y habilidoso en las artes, los oficios y el pensamiento. El mural habla de esta resistencia, desde antes de la llegada de los españoles. Forzosamente atraviesa la Revolución de Independencia. Y culmina en otro estallido, miles de años después de que se formara la Tierra en la cosmogonía local, con la Revolución Mexicana.
Emprender un viaje al occidente del país, diría José Revueltas, es un acontecimiento de singular interés. El viajero se planta sobre la tierra, entra en contacto con la savia quieta y perdurable de los mexicanos que no por vivir al margen de la capital han quedado al margen de la vida. La gente en este extremo del país no ha perdido la espontaneidad, mucho menos el trato amable, aunque tosco a la manera del Bajío. Pero es el paisaje, por encima de la arquitectura y la gente, lo que obliga, por su extraño magnetismo, a prestar atención a lo que nos rodea.
El pueblo de Pátzcuaro está abarrotado de negocios y restaurantes que entorpecen la vida sencilla. Un mal necesario, puesto que la economía local depende cada vez más de los turistas. Hubo una época en la que el pueblo no era un accesorio en el paisaje, pretexto para vender helados y comidas caras, sino una necesidad de las montañas y el lago. Desconozco cómo lucía exactamente hace treinta, cuarenta, no se diga cien años. Pero intuyo que su constitución, su manera de ser pueblo y proteger a sus habitantes del frío y la lluvia, era muy diferente. Las calles del centro aparentemente son las mismas en su trazo. No lo sé. Quizá el mercado sea reciente. Y la fuente, con la estatua de Vasco de Quiroga, tal vez ni siquiera existía. Esa fachada ajardinada cercada por cipreses luce bastante nueva. El único lugar que por sí mismo llama la atención, es el tronco que sirvió de paredón en el fusilamiento de Gertrudis Bocanegra.
Mientras nos alejamos del centro, el pueblo adquiere otro cariz, apacible, empedrado y viejo. Al fondo, desde un mirador, observamos el atardecer deslizándose sobre las montañas, hasta alcanzar las calles enmarañadas y silenciosas, con sus flores, abejas y niños que juegan con las piedras. Entonces Omar Arriaga nos relata el encuentro que Manuel Martínez Ocaranza tuvo con Pablo Neruda, en estas mismas calles.
— La historia no está incluida en ninguna crónica oficial. Hay quienes dicen que es mentira y quienes opinan lo contrario. Tuve la oportunidad de platicar con un cronista que asegura la veracidad del encuentro.
Martínez Ocaranza y Pablo Neruda se conocieron en Morelia. El poeta de Jiquilpan había propuesto varias veces al chileno como candidato a recibir el doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. En 1943 finalmente le concedieron dicho reconocimiento a Neruda.
Durante un viaje diplomático a México, el padre del viento, como llamaba Ocaranza a Neruda, decidió visitar a su compadre en Michoacán. Quería alejarse de la rutina oficial a la que estaba sometido como embajador de Chile. Esta necesidad de nuevas experiencias, menos pomposas y zalameras, condujo a los viejos amigos a la ribera del gran lago, donde después de haber desayundo en una cocina local, pasaron el resto del día caminando y chapoteando.
«Tal vez la belleza de esta tierra, su derramada sombra verde, halla en lo más profundo de mi ser un paisaje parecido, el territorio austral de Chile con lagos y con cielos, con lluvia y con flores salvajes, con volcanes y con silencio», fueron las palabras que este y muchos viajes a Morelia imprimieron en el patriarca chileno.
Cuando agotaron el paisaje, que Martínez Ocaranza distinguía como una tierra terriblemente amarilla, quizá porque también conoció el lado más arisco de Michoacán, decidieron volver a Pátzcuaro. Allí bebieron y platicaron hasta entrada la noche.
— Querían seguir tomando y platicando, ¿te imaginas? Los dos poetas, admiradores de Lorca y Homero, estaban ansiosos de extender la noche hasta quién sabe cuándo. Pero los pinches faroles de la plaza, recién instalados me imagino, los distrajeron. Qué momento, cabrón. Imagina que quieres ver las estrellas, y nomás no se puede, carajo.
Comenzaron a reventar los focos a pedradas hasta que los policías municipales los arrestaron. Ocaranza no paraba de preguntarles:
— ¿No saben quién es este hombre? ¿No saben quién es Pablo Neruda?
A lo que los policías respondieron, indiferentes, que no.
Pasaron la noche admirando el cielo estrellado, al otro lado de las rejas.
3
Pocas son las crónicas que, al margen de su tiempo, se rebelan para convertirse en textos imprescindibles que expliquen el alma de un pueblo. Allí está, por poner un ejemplo, Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes. Y en seguida, sólo por cuestiones cronológicas, Visión del Paricutín, de José Revueltas. También Visión de los vencidos, de Miguel León Portilla. Las tres aciertan en la importancia de la visión como herramienta fundamental del cronista. Asimismo, la palabra trasciende su definición, abre nuevos cauces: testimonio, contemplación, oráculo, imagen sobrenatural. Quien habla de una visión, lo hace tocado por un dios.
«Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Solo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza», escribió Revueltas.
Así como el hombre antiguo fue testigo del nacimiento de los dioses, los hombres, mujeres y niños del «cuiyútziro» vieron surgir lo inefable — el rostro de un dios — de las profundidades de la Sierra Madre Occidental, en 1943. Desde entonces y hasta años después de que el volcán Paricutín se apagara, en 1952, pintores, fotógrafos, periodistas, escritores, científicos y curiosos visitaron la tierra que el fuego devoró.
La historia de Dionisio Pulido, contada por Revueltas, es inmejorable. Razón por la cual el lector siente la necesidad de buscarlo, como si este hombre despojado de su tierra fuera una fuente oscura de nuestra condición humana. Los antiguos mexicanos debieron sentir lo mismo que Dionisio al ver Tenochtitlán destruida por lo «teules barbados», montados en caballos. Cataclismo cósmico, sólo equiparable con el estallido del volcán.
Casas de madera gris y caballos flacos montados por niños y jóvenes. Angahuan parece muy viejo, demasiado, no a la manera de las ruinas antiguas, sino que está bañado por un polvo muy fino y gris que le da una apariencia de abandono. Esta atmósfera parece haber contagiado incluso a los caballos. Los niños sonríen a nuestro paso, sus labios de viejo acarician el aire. Sonrisas antiguas, como la tierra machacada por los cascos de las bestias que, a veces, se niegan a dar un paso más.
Escucho algunas frases sueltas en su lengua materna, incomprensible, casi oriental, mientras descendemos por las faldas de la montaña. Angahuan le debe al volcán la tristeza del paisaje. A pesar de la luz radiante, el sol que friega las copas de los árboles, hay algo que no permite sosegarse. El viajero avanza con desconfianza, sobre todo cuando busca crear su propio sendero hacia las coladas de lava.
Lo que otrora fue tierra fértil ahora es resequedad y piedra. Tengo la sensación de caminar dentro de un horno. El negro basáltico se derrama frente a nosotros, irrumpe el paisaje astroso, afilado, como un coral emergido de la prehistoria. Mi sensación se reduce al calor aplastante. Apenas crecen algunas plantas chaparras entre las piedras. El trayecto es largo y sinuoso.
«San Juan Parangaricutiro, el pueblo que fue desparangarimicutirizado, por el volcán Paricutín»: reza el trabalenguas bajo el retrato de Jesús Velázquez Gutiérrez en la lona que cuelga de un bajareque donde puedes beber cerveza y comer quesadillas antes de conocer al único sobreviviente, la torre de la iglesia.
Ataviado de camisa color durazno, lentes amarillentos y sombrero, don Jesús cuenta la historia (a la venta en copias) de los años posteriores a la erupción: «al día siguiente el 21 de febrero salen todos rumbo hacia el norte a un pueblo llamado Corupo. El 22 de febrero regresan otra vez, el tiempo pasa y a los pocos días Paricuti está siendo destruido por las erupciones del volcán, arena y piedras caen en sus casas… », continúa hasta que el Paricutín, con sus seis bocas de lava, por fin se apaga. Bajo la piedra yacen las cenizas de Paricuti y San Juan Parangaricutiro.
A unos pasos se detiene un hombre apoyado en un bastón. Sólo hay tres fotos de Dionisio Pulido, el dueño del volcán, y este hombre ungido por el polvo y el sol, se parece muchísimo a él. Este desconocido está ciego, desastrado, con los pies tupidos de polvo. Esos ojos grises sondean el aire. Su rostro es viejo, como las cosas que preceden el lenguaje, y por lo tanto es imposible describirlo. Mi corazón se agita cuando avanza en mi dirección. Finta con el bastón y, como si supiera dónde se encuentra cada cosa desde que el mundo es mundo, evita una piedra, las ramas de un árbol, y se sienta en un leño a hablar en voz baja.
Vuelvo el rostro hacia un camino de ceniza, sinuoso, que veinte o treinta metros adelante tuerce entre la maleza y las piedras. Se escuchan gritos y de pronto aparecen dos niños montados sobre enormes caballos, compitiendo por llegar a la explanada donde se encuentran sus mayores. El ganador detiene el caballo y se apea cruzando la pierna izquierda por encima de la bestia. Se burla del perdedor, le hace una seña y, al darse cuenta de que los observo, los niños adquieren la misma rigidez que el anciano del bastón. Sus almas se contraen, por así decirlo, y el mutismo los envuelve. Se acercan a otro grupo de niños, de los cuales uno, el más pequeño, me dirige la mirada y me dice que me cobra veinte pesos por llevarme a la iglesia. Declino su oferta. Sus risas y su lengua materna resultan tan extrañas como el paisaje.
Luego de un ascenso breve, pero arduo, me detengo en un promontorio de basalto con bordes filosos, casi tan alto como la torre de la iglesia, la visión del Paricutín es imponente. El Dios, cuyo cadáver se desparrama, como un sudario negro diría Revueltas, sobre el paisaje, tiene algo de óleo. El cielo revienta de claridad, no hay nubes, y sin embargo la tempestad se presiente. Es una cuestión de dramatismo, aprender a ver en el paisaje nuestra vida interior, y viceversa. La chimenea del volcán me llama.
Grito hasta tres veces: ¡Dionisiooooo Pulidooooo…!