El alma en llamas

Aguardientes

Gonzalo Trinidad Valtierra
Aguardiente
3 min readJun 24, 2020

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Me gusta el fuego. No sólo me gusta, me atrae. Escucho su voz — la he escuchado en diferentes momentos de mi vida — y lo que podría llamar su canto, creador y destructor. Aun más, creo que el alma es una llama invisible. Táctil sólo algunas veces en la vida y bajo circunstancias apremiantes, como ante un acontecimiento terrible, o ante la visión de lo inefable, lo sagrado.

Mi experiencia con el fuego tiene historia. Una historia que me emparenta con Richard Wright, a través de la primera escena de su Vida de negro, cuando la casa de la abuela se incendia; en su caso, por sentirse atraído por el fuego y jugar con él. Por mi parte, fui testigo del incendio de la casa de los abuelos, cuando tenía once años.

La pirotecnia me estremece. Incluso consideré estudiar ingeniería civil con la finalidad de demoler edificios. Las explosiones me emocionan. Recuerdo las secuencias con música de Beethoven en las que estadios o edificios se desmoronaban al momento de hacer implosión. El fuego sometido a la racionalidad de la ciencia. Perdí el interés en el aspecto utilitario, pero no en la llama y su expresión poética.

De haberme desviado tan sólo un poco, habría elegido el camino del fuego devorador. Estoy seguro de que sería un pirómano, un enloquecido por ver arder las cosas, por la destrucción, los incendios y la muerte. No fue así. No es así. Pero el fuego latente es un peligro, nadie que ha sido tocado por la llama está exento de verse poseído por el deseo de destruir.

Elegí, si se puede elegir tal cosa, el fuego creador.

Más tarde en mi vida, sufrí quemaduras por una intoxicación. Cuatro meses postrado con movilidad reducida. Una reacción alérgica, dijeron los médicos. Una advertencia, pensé yo. ¿De qué? ¿Por qué? A saber.

Todo esto me ha llevado a cierto libro que me ha hecho reflexionar — en un movimiento circular — sobre mi relación con el fuego. Psicoanálisis del fuego, de Gastón Bachelard. Retomo una idea, la del alcohol, el aguardiente “no se limita a disolver y a destruir como el agua fuerte, sino que desaparece con lo que quema. Es la comunión de la vida y el fuego”.

El alcohol y yo estamos emparentados. No sostengo que haya algo especial entre nosotros. En todo caso, yo diría que hemos entablado una relación de respeto a lo largo de la vida y desde que nos conocemos. Conozco su fuego. Su llama acariciante, benévola, embriagadora; así como conozco la manera en que devora, incendia y corrompe.

Bachelard menciona más adelante que “el alcohol es un factor del lenguaje, que enriquece el vocabulario y libera la sintaxis”. Ya en muchas ocasiones se ha señalado que la poesía está por encima de la gramática, de la estructura, de la razón. El ensayo poético de Luis Cardosa y Aragón, Elogio de la embriaguez, hace tiempo me acompaña e ilumina ese camino como una antorcha. Hay algo primitivo en él, en el sentido primordial, como lo hay en la poesía y el fuego. Sin este dios tutelar, no habría civilización, tampoco habría palabra, canto, música. No pocas veces se ha hablado del fuego de la palabra, el fuego del deseo y el fuego del amor, pues comparten la sustancia de ese dios primero, infierno y paraíso, devorador y creador.

Bien lo dice Bachelard, “el fuego es un fenómeno privilegiado que puede explicarlo todo. Si todo aquello que cambia lentamente se explica por la vida, lo que cambia velozmente se explica por el fuego”. A él le debo mi alma en llamas.

Henri de Toulouse-Lautrec / bebedor

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