El Soconusco
Una perla al Sur de México
Tarde o temprano algo o alguien vendrá por nosotros,
en este mar inhóspito que suena al eco de una catedral vacía.
Alejandro Rojas
El Pacífico es lo primero; desde la ventanilla contemplo su inmensidad. Luego, el calor te golpea la cara y comienza a abrasar tu cuerpo mientras desciendes del avión a la pista. Te dan la bienvenida. Estás en Tapachula. Un avión abandonado — probablemente sólo el fuselaje — , cubierto de tierra, como si llevara medio siglo esperando su remoción, descansa al fondo, recortando la línea de la selva.
Las turbinas aún zumban en tu cabeza y la imagen de las nubes no se ha difuminado del todo cuando entras en la pequeña terminal aérea. A ciento setenta metros sobre el nivel del mar y a unos veinte minutos de viaje está la ciudad, la Perla del Soconusco; más caliente que la cocina del infierno.
No es una ciudad de arquitectura colonial. Ni es un pueblo mágico — en el sentido comercial — , aunque sin duda tiene su magia negra; ni está llena de tiendas donde podrías comprar artesanías y recuerditos que terminarán en la basura. La comida tradicional es la comida china. El lugar está repleto de caracteres chinos y faroles de papel maché. En proporción, debe haber más restaurantes chinos en Tapachula que en cualquier ciudad del país. En pocas palabras, la ciudad no está llena de turistas con sombreros ridículos tomándose fotografías. Se trata de una ciudad fronteriza en medio de la selva — atravesada por ríos y asediada por árboles gigantes — donde el sentido del tiempo no lo obtendrás jamás de los muros de la ciudad. Aquí, en el Soconusco, lo más antiguo que podrás encontrar son los árboles. Lo más viejo es la selva y el volcán. El Tacaná. Irónicamente eso hace que todo parezca nuevo. Y que la vida resulte cargada de la energía del recién nacido.
Malcolm Lowry se habría vuelto loco en Tapachula. La ciudad vive como a la sombra del volcán, que en días despejados casi puede tocarse; en dirección opuesta, a menos de treinta kilómetros, se encuentra Puerto Madero — con sus escolleras en abierto desafío a las olas del Pacífico — , el puerto es parte de su anatomía. Se encuentra junto a una de las fronteras más transitadas del mundo. Aquí lo único que podría faltar son los escritores ansiosos de sumergirse en el fango primordial de la existencia.
Un fragmento hallado en un libro de lecturas geográficas del siglo XIX, que a continuación cito, aportará otra dimensión a lo anterior: “Hallándose situado este Distrito a las orillas del mar y entre los dos trópicos, su temperatura es muy cálida, ofreciendo por consiguiente todas las producciones que son propias de las regiones tropicales. Los ramales de la Sierra que se alejan de la costa, dan lugar a esta hermosa llanura y aunque a veces se sientan los ardores de un Sol de África, no presenta el aspecto de sus arenales, ni de los áridos desiertos de la Arabia”.
Y así como el sol cae a plomo sobre el cuerpo, en cualquier momento una lluvia castigadora se deja venir sobre la ciudad. No es buena idea salir cuando llueve, “hace poco un rayo alcanzó a un hombre”, comenta alguien. El aroma de la vegetación mezclada con el perfume de las calles después de un aguacero es infinitamente más penetrante y memorable que cualquier fragancia embotellada.
Con su tufo tropical, el bullicio de sus mercados y sus calles ardientes atestadas de almas, Tapachula, por momentos, es la materia prima de esas historias que te rompen la quijada. “Hay algo en Chiapas que hace como si no pudieras salir de aquí, como si estuvieras atrapado”, me dice una muchacha oriunda del lugar. Eso es lo que me gustaría desentrañar.
En Talismán se encuentra uno de los pasos fronterizos. Por años la idea de la frontera ha radicado al norte del país, así como sus problemas y la construcción de nuevas identidades (el pocho, el chicano, el migrante). Pero aquí, en el Soconusco, la frontera es un hervidero de gente y experiencias que han pasado desapercibidas. La superabundancia del trópico acentúa aún más las desavenencias de los hombres y mujeres que buscan una cosa: vivir. Vivir a toda costa.
Debajo del puente que atraviesa el Suchiate — un río que puede ser manso y brutal al mismo tiempo — , la gente cruza a pie o en cámaras de llanta de un lado a otro de la frontera. Por diez quetzales puedes hacer el recorrido. Pero lo que para unos puede ser un detalle más de su anécdota en la frontera, para otros significa la diferencia entre vivir o morir. Y a pesar de eso, la vida transcurre como si todo fuera parte de una obra de teatro, una comedia que por momentos se empareja con la tragedia.
También del lado guatemalteco hay comida china, “con chinos de verdad”, según el anuncio que leo. Jade Occidental es el nombre del restaurante. Cruzando la calle encuentras El Paso, donde venden caldos de gallina criolla y cerveza Gallo. Si continúas caminando por esa callejuela de casas y hoteles de paso con cuartos diminutos, podrías encontrar una familia guatemalteca de camino a las piscinas. Agua Clara es un parque acuático junto al río. Ahí los niños se entretienen con la romántica idea de los piratas barbados. Mientras tanto, los piratas de hoy prefieren la selva y el corso terrestre, y no tienen empacho en usar uniformes oficiales a la hora de asaltar a los hombres y mujeres que deciden atravesar esa línea imaginaria que sólo en los mapas es visible.
A Bartolomé lo conocí justo a la mitad del puente. Venía de más allá de Malacatán — pueblo famoso por sus crímenes y por la mercancía que puede conseguirse, si sabes buscar — , una especie de paradero para turistas y migrantes de todo Centroamérica. Bartolomé ha trabajado desde joven en la frontera. Se detuvo justo a la mitad del puente, con la mitad del carrito en Guatemala y la otra en México. Sus helados cuestan cinco quetzales o diez pesos. Mientras veía pasar los coches me contó que desde joven venía a trabajar al cruce; antes lo hacía cargando camiones, pero ahora es viejo y sólo vende helados.
—Aquí me encuentras, papito, todos los días — me dijo mientras le despachaba un helado a un señor.
Me preguntó si tenía pasaporte para cruzar. Le contesté que pensaba hacerlo en las cámaras. Me indicó que debía tener cuidado porque del otro lado los policías y los polleros roban igual.
Por debajo del puente hay tanto tránsito de personas y mercancías como por el cruce oficial. Para bajar uno tiene que acercarse a un grupo de hombres que controlan la entrada de unas escaleras angostas e inclinadas, que llegan hasta una casa llena de coches desvalijados. Ahí se hace el pago y uno tiene que dar un pequeño salto sobre las aguas color marrón. Las cámaras de llantas están unidas en parejas, encima de ellas una tarima de madera sirve de cubierta. Después de eso el capitán del barco usa una cuerda como guía para llegar al otro lado.
Ciudad Hidalgo es otro cruce. Y más allá está el Gancho, donde a las dos de la tarde los jornaleros de las fincas bananeras salen de entre la selva para volver a casa cruzando en estas rudimentarias balsas el Suchiate, ahí donde se une con el Pacífico, donde se dividen Centroamérica y Norteamérica, con todas las implicaciones ideológicas de la supuesta división. Los hombres cruzan para ir o venir del trabajo. El mundo se reduce al calor, la jornada y el río. Pero no por eso la vida es menos complicada y violenta. Estos hombres, y probablemente sus antepasados, han cruzado ese río desde el siglo XIX para trabajar en las fincas de café o banana. Para ellos el mundo es el mismo, la única diferencia puede ser que ahora un quetzal vale dos pesos, cuando en el siglo XIX su valor era 25% menor al del peso.
Fue ahí, en la infame Ciudad Hidalgo, donde un par de chicos centroamericanos — prefieren no decir sus nombres — tuvieron que cruzar.
—Cuando estás ahí sólo hay una cosa, Dios; y si él lo quiere vas a salir vivo de ahí.
Uno de ellos es moreno, de ojos claros, lampiño y no tiene más de veinte años. El otro es de piel blanca, ojos verdes y probablemente es uno de los hombres más guapos en el Parque Central Miguel Hidalgo, en ese momento. El cielo está nublado y el museo y la iglesia, ambos de paredes blancas, contrastan con todo lo demás.
—Nos cagábamos de miedo — dijo el de los ojos verdes — . Desde que subimos al camión a Guatemala. Cada hora que pasaba estábamos más lejos de casa. Pero qué otra opción teníamos.
—Y lo peor fue cuando nos quisieron asaltar — agregó el otro joven — . Nos querían llevar por otra ruta, pero nos dimos cuenta y le dijimos al pollero que nos llevara por donde pasan todos.
—Luego el taxista que nos cobró 250 pesos por traernos a Tapa nos dejó botados, bien lejos. Tuvimos que caminar.
Los dos amigos ahora viven en Tapachula. Si los vieras no podrías adivinar que se prostituyen para ganar dinero. Lo hacen con rotunda discreción. Esperan en el Parque Hidalgo, se sientan a la sombra de algún árbol, hasta que alguien se acerca a ellos. En ese momento ocurrió: un hombre bajito y con cadenas de oro al cuello se acercó al moreno, le hizo una seña y se alejaron.
El mercado sexual es uno de los más abundantes en esta ciudad. Y de los más devaluados para hombres y mujeres. Sexo oral, cincuenta pesos. Una especie de penetración sin movimientos pélvicos, cien pesos. Fornicar puede llegar a los doscientos, con suerte. Y si el cliente se ve sano el preservativo puede quedarse en el bolsillo. Las enfermedades son moneda de cambio.
Las desapariciones son muy comunes. Los encuentran muertos. Se cuenta que hay grupos que secuestran y violan a los centroamericanos. Bandas de jóvenes mexicanos que hacen esto por diversión, al cobijo de la impunidad. Quién sabe si se trata de una leyenda negra. El caso es que hombres y mujeres son abusados sexualmente, todos los días. La gente lo sabe. Los dos chicos lo saben y por eso tienen miedo. Podría decir que el miedo se respira, pero la calma, los mosquitos y el calor es lo único que reposa sobre la ciudad. El miedo corre como corriente eléctrica, bajo la piel, al borde de los dientes.
Ambos son callados. Cuando hablan lo hacen con recelo. Prefieren no decir mucho, “porque la gente de malas intenciones abunda”. Las traiciones son muy comunes, no se puede confiar en nadie. Tienen que cuidarse de que los denuncien y sean deportados. Porque pocas cosas son tan horrorosas como ser asaltado en medio de la selva por un grupo de hombres que pueden disponer de la vida de cualquiera, por placer o por crueldad.
Sentado en el Parque Hidalgo, bajo una techumbre que lo protegía del sol, pero no del aire candente, nos dirigió una mirada insegura. Junto a él, una mochila y un balón de futbol amarillo le hacían compañía. Su piel era cobriza, sus ojos también. Se acercó a nosotros y saludó a mi compañera, a quien conoce desde hace tiempo.
—Hola, tú, ¿cómo has estado?
—Pues ya sabes — contestó mientras nos miraba con recelo — . Ando cansado. Acabo de llegar en la madrugada y no he podido dormir. Me duele todo el cuerpo. Antes se podía dormir aquí, no te molestaban. Ahora la policía cambió su actitud. Toda la madrugada me estuvieron despertando.
Se volvió a sentar en el suelo después de las presentaciones. Su nombre, a petición suya, es un secreto. Estaba bronceado y su cara reflejaba un cansancio incomprensible para la mayoría de nosotros. Sus brazos tenían la constitución que sólo obreros y campesinos desarrollan. Hace unas semanas lo detuvieron los policías por carterista. A él y a otro joven. La mayoría de los inmigrantes que conocí o vi eran jóvenes.
Apareció en el periódico. No pude averiguar en cuál — es probable que en El Orbe — , pero la noticia estaba confirmada. Por robar carteras, fue detenido. Luego de unos días lo dejaron libre. Me hubiera gustado conseguir la nota o haber tenido tiempo de hacerle más preguntas. De todas formas es probable que no me hubiese respondido. Ahora estaba buscando un trabajo estable para volver al Distrito Federal, donde llevaba años viviendo hasta que lo deportaron.
Una mañana lo encontraron muerto. En realidad estaba tan cansado que los policías lo dieron por muerto. El Semefo se encargó de transportarlo. Y si se dieron cuenta que aún tenía algo de vida, pensaron que en el trayecto terminaría de escurrirse de sus venas en la oscuridad de la camioneta.
—Estaba tan cansado que no me di cuenta cuando me llevaron — me comentó mientras se masajeaba las piernas — . El cansancio que traigo ahorita no es nada. Esa vez pensaron que me había muerto y me levantaron.
Mientras estaba acostado para la revisión de rutina un dolor punzante lo despertó. Los gritos del médico forense alertaron al personal y él, en pánico, se puso a gritar que estaba vivo, que sólo se había dormido en la calle por culpa del cansancio. La escena concluyó con una disculpa y una invitación a desayunar; le ofrecieron ropa y ayuda.
Meses después lo deportaron. Tuvo que cruzar de nuevo la frontera con Guatemala. Ahora estaba ahí, una vez más, en Tapachula.
Él también se prostituye. La mayoría de sus clientes son hombres que quieren coger con jóvenes. Y aunque ni él ni sus clientes se consideran homosexuales, el mercado de la prostitución es caprichoso. Si te ofrecen dinero hay que aceptar, porque ningún otro trabajo disponible paga lo mismo. Después pueden ir a cualquiera de las cantinas. Donde la mayoría de los hombres y mujeres despilfarran su dinero. No hay puertas, sólo una tela que separa la calle ardiente de las tinieblas, la música y el consuelo del licor.
Pero cualquier dinero extra es bueno. Por eso trabajó hasta la madrugada cargando camiones de fruta. Cuando su patrón no necesitó más de su cuerpo lo regresó a Tapachula, donde seguiría buscando trabajo. Visto de esa forma no hay gran diferencia entre prostituirse y cargar mercancía en camiones. El cuerpo está de por medio. Y cuando el trabajo o la enfermedad comienzan a minar la salud, el cuerpo decae, el espíritu se empantana y se corrompe lo que de humano hay en cada persona.
—Ya sabes cómo es esto. Espero que mi casero en el De Efe me esté guardando mis cosas. Me agarraron una tarde y no pude traerme nada. Me pasaron a Guatemala y ese mismo día cruce el río.
Le recomendaron que tramite una carta que demuestre su nacionalidad. Con ese documento es más fácil conseguir empleo. En el D.F. trabajaba como albañil, por un salario menor al que los mexicanos cobran. En Tapachula ocurre lo mismo: hay cientos de centroamericanos dispuestos a trabajar por menos dinero. Esa situación ha creado en los mexicanos un sentimiento de desprecio hacia sus vecinos del Sur. Las expresiones de xenofobia y racismo varían, desde los nombres peyorativos hasta el hecho de que el recién construido Parque Bicentenario es conocido por ser el lugar de reunión de los tapachultecos. Para los migrantes queda el Parque Hidalgo, su lugar de trabajo y descanso. Por lo menos hasta el día en que la policía los corra de aquí también.
Supuse por un momento que la historia sobre su muerte no fuera cierta, por lo menos no del todo. Pero después de que hablamos con él y volvió a sentarse junto a su mochila y su balón amarillo, una señora en silla de ruedas se nos acercó. Su historia es ejemplar. Y creo que apunta en la misma dirección.
—Ando buscando comida, mamita — le dijo a una de mis compañeras. Ella la conoce, la ha entrevistado y nos contó su historia: Viajaba en el tren que conocemos como la Bestia. Se durmió y cuando despertó ya no tenía una pierna.
—Ya sabes que sin pierna es bien difícil trabajar. Todo por el cáncer. Me la cortaron toda hasta la cadera — nos dijo la anciana.
La historia del tren es una versión sobre cómo perdió la pierna. La historia del cáncer es otra versión. Y ambas son verdaderas. En el sentido de que resguardan algo de verdad. Por la siguiente razón: cuando perdió la pierna, lo cual es innegable, esta mujer se vio orillada a sobrevivir, a como diera lugar. Pero la gente no siempre está dispuesta a dispensar unos pesos para una mujer inmigrante que, en primer lugar — según su lógica y sus prejuicios — no debió salir de su país. Pero si la misma mujer emplea la historia del cáncer es más fácil conseguir algo de dinero. Lo que ella hace no es reprobable, simplemente ha aprendido a leer en los gestos de la gente el desprecio o la conmiseración, y a manipular el fino tejido del alma. ¿Es eso lo mismo que engañar? Puede ser, pero sobrevive gracias al engaño.
El camino es recto y siempre en descenso, aunque la pendiente apenas perceptible, la sensación de estar cada vez más cerca del Pacífico es inminente. Un templo de La Luz del Mundo se eleva junto a la carretera con sus dos minaretes que parecen una triste imitación de la arquitectura morisca; las cúpulas bulbosas, doradas, contrastan con el verde y el azul, colores dominantes del Soconusco. Una piscina al frente duplica el templo cuyas puertas lucen como las de un escenario de película. En medio, viendo de frente el edificio, la cúpula más grande parece un sombrero dorado orbitando sobre una ridícula masa blanca. Y junto al templo, la colonia Hermosa Provincia — donde viven los creyentes — contrasta por su pobreza, mientras es vigilada por el apóstol de Jesucristo: Naasón Joaquín García, cuya imagen destaca en un anuncio junto a la carretera.
Ese es un detalle imposible de pasar desapercibido. Sin embargo, queda atrás, y muy pronto los muelles de Puerto Madero aparecen y el mar se apodera de los sentidos. Ahí conocimos un marinero, pescador y buzo para ser precisos. Se trataba un hombre oriundo de Mazatlán que a los dieciocho años tramitó su libreta de mar — una especie de pasaporte para marineros — y se embarcó como pavo o ayudante de cocina en un barco atunero.
El tatuaje de un ángel sosteniendo un corazón en la parte interior de su muñeca y una rosa de los vientos en su bíceps son el par de detalles que recuerdo. Se encontraba estacionado en Tapachula debido a que sufrió una descompresión.
—Estaba buceando, pues, sacando los delfines de las redes y me subieron muy rápido y me descompresioné. He estado en tratamiento en la cámara hiperbárica.
Su viaje más largo lo llevó hasta Clipperton, la Isla de la pasión, ahora en poder de los franceses. Donde hace muchos años un naufragio mexicano terminó en una historia de locura. Probablemente exagere, pero Clipperton es el equivalente a las Malvinas en Argentina.
—Cuando no hay patrullas francesas se puede llegar a la isla. Yo estuve ahí dos veces. La primera nos interceptó un barco de la naval francesa. La segunda llegamos a la isla en una panga.
Pero el buzo no dejó que nos engañáramos. La vida en el mar es más dura de lo que uno pudiera imaginar.
—Eran las 5:00 de la mañana cuando la sala de máquinas explotó. El pavo comenzó a sonar el silbato de alarma. Apenas tuvimos chance de subir a la panga de rescate cuando el barco ya estaba volteándose. Era el Águila Descalza. Estábamos a seis millas náuticas de Los Cabos. Cuando nos rescataron estábamos a veinticinco millas de donde el barco naufragó.
Mientras platicábamos el marinero comentó que le gustaría dejar todas esas historias escritas. O que sería bueno que algún escritor se acercara a la vida del mar para retratarla como realmente es. Entonces me di cuenta de una cosa: para la gente de mar la literatura es algo instintivo. O por lo menos es algo natural en ellos, contar historias sobre lo que han vivido y visto lejos de la tierra. Quizá por esa antigua nostalgia que sobreviene en los hombres cuando su vida transcurre tan alejada de su hogar y en condiciones adversas. Y pensé: mientras haya gente como ese marinero la literatura nunca morirá, el viejo oficio de narrar.
—Mi tío murió trabajando. De joven se embarcó en un barco camaronero — señaló varios barcos en el muelle — . Como esos que están abandonados, ya nomás sirven de chatarra. Cuando regresó el barco, mi tío ya estaba muerto.
Esa tarde, el Pacífico estaba enfadado. El mar de fondo azotó la costa de Chiapas. Las olas reventaban contra los rompeolas. La espuma devoraba la luz del sol con tal fruición que parecía brillar por cuenta propia. Y conforme la tarde avanzaba el mar hacía lo mismo, devorar porciones de tierra. Recordé al marinero, sentado bajo un enorme árbol de mango, en actitud apacible. Mientras sus amigos salían de la fábrica de enlatado Herdez, él seguía contándonos sobre su vida.
—Siempre sigues las manchas de atún. Y a las manchas las siguen los delfines y los tiburones. Así que cuando tengo que bucear lo hago a veces entre veinte tiburones, por lo menos.
Y entre una y otra historia se deslizaba la nostalgia de un hombre que ha vivido por el mar. Su piel bronceada hacía juego con sus ojos color miel, pequeños y espabilados. Y mientras tanto, no perdía la oportunidad de saludar a todos los compañeros que pasaban.
—Es duro, pues. No vi crecer a mi primer hijo. Y a mis dos niñas las conocí después de que nacieron. Eso es lo más duro de todo.
Todo esto apenas es la superficie de la vida de un hombre de mar. Para llegar a lo más profundo, a la raíz de las palabras de los marineros y los pescadores, haría falta mucho tiempo. Y eso es lo que ni él ni yo teníamos.
En dirección opuesta al mar, dejando atrás el faro de San Benito, te aproximas lentamente al volcán. En sus faldas, muy dispersos, se esparcen los poblados y las fincas cafetaleras. El clima cambia drásticamente conforme asciendes el Tacaná por carretera. El aire es más ligero, cargado de un aliento fresco, y comienzas a sentir cómo la atmósfera costera se disipa hasta enfriarse. Y todo, absolutamente todo, crece desmesuradamente.
En Santo Domingo se encuentra una casa construida por Enrique Braun, el supuesto hermano de Eva Braun, amante y esposa de Hitler. Los lugareños cuentan que, tras la derrota de Alemania, el Führer se refugió en la finca. Habría escrito su correspondencia mientras veía el Tacaná, flotando en la ventana, sostenido por el trino de las aves tropicales.
En la Casa Grande, como la llaman, la cantina se encuentra en el sótano. Ahí nos enteramos de algunas cuestiones sobre cómo llegó a manos de los ejidatarios. El antiguo dueño alemán se vio obligado a vender sus tierras, con la casa incluida, en la época de Lázaro Cárdenas. No puedo imaginar el sabor de la derrota que habrá sentido ese hombre. Ahora, en poder de los ejidatarios, sirve como atractivo turístico. Tres millones de pesos, allá por 1940, fue el precio que le pusieron al fin de una época.
El cantinero improvisado — el verdadero llegaría más tarde — es uno de los ejidatarios elegidos por la sociedad cooperativa para administrar la casa. Un hombre, como muchos otros, que heredó la tierra de su padre. Tierra que alguna vez benefició a una familia de alemanes, hoy en manos de una nueva generación de chiapanecos. El problema de estos propietarios resulta menos épico de lo que imaginamos, porque el problema son los hijos. Uno de ellos prefirió irse al norte. Los otros dos, más jóvenes e ingenuos, tendrán que tomar una decisión. Y en caso de que emulen al mayor, es probable que la tierra se quede sin herederos.
En otra época vino la guerrilla en Guatemala y los guatemaltecos llegaron a México, compraron tierras y se volvieron parte del Soconusco. Hoy en día hay escuelas donde la mayoría de los niños son hijos de guatemaltecos. Con el tiempo la tierra irá cambiando de manos y de nombres. Y aunque algunos restos de la historia sobrevivan, como la Casa Grande, con su típica silueta germana de teja, madera y vidrio, la selva lo devora todo. Tarde o temprano, por hermosa que sea, también se vendrán abajo las vigas y las columnas de madera. Lo mismo ocurre con los seres humanos que pueblan esa tierra. Es como si estuvieran marcados por un maleficio: migrar o morir, no importa quiénes sea o de dónde vengan. Alemanes, chiapanecos, guatemaltecos y quién sabe después. ¿Chinos?
Mientras bebía café, el Tacaná se disipó como si se tratase de un sueño. En su lugar, una masa informe de nubarrones y la transpiración de la selva hicieron las veces de telón. Una cortina de vapor que asciende a tres mil metros de altura. Pero desde la mesa alcanzaba a percibir la silueta de Tapachula. Y recordé, una vez más, sus calles y sus cantinas. Su Parque Central lleno de seres con sórdidas historias. Pensé que se trataba de un escenario, dispuesto con toda la intención de hacerme sentir mis propias contradicciones. La miseria que habita en cada uno de nosotros. Misma que nos atrae a estos parajes. Porque si algo es prueba irrefutable de que una ciudad está viva, es en virtud de sus provocaciones: te hace sentir en carne propia el sentido de tu propia humanidad, el latido de tu podredumbre y tus rencores, de tus prejuicios y tus vacilaciones. No son las rocas, los monumentos, o las historias en papel; es algo más, una especie de aliento vivo y fétido, a veces dulce y cálido, que compartimos todos los seres humanos. Es eso que hay en todos nosotros, que nos amarra o nos ancla a la vida. A un lugar en concreto, la ciudad, esta ciudad fronteriza, de la que supe, entonces, cuánto me costaría alejarme.
*Crónica publicada originalmente en Kaja Negra (2015)