Juan Manuel, el de los tanguitos
Crónica cantinera
Crónica publicada originalmente en CanCerbero, blog tricéfalo
Sin música la bebida no sabe igual. | Las mil y una noches
Me abro paso al interior de La Dominica, en las cercanías de Santo Domingo (Centro Histórico), allí está plantado Juan Manuel, el de los tanguitos, sosteniendo su acordeón. Viste un suéter de cuello de tortuga bajo la camisa de popelina, pantalón de corte recto y botín lechero recién boleado; bien rasurado, su tez blanca le da una apariencia sublime a ese rostro delgado, de pómulos cuadrados y frente plana.
Él acerca una silla de la mesa de junto, toma asiento y con voz pausada pregunta, “¿qué canción le gustaría escuchar, joven?”, o bien, “¿qué prefieren las damas?”, cuando se goza de la compañía femenina.
Lo cierto es que el acordeón es un instrumento muy pesado (me pide que lo cargue para comprobarlo), y eso, sumado a los años, hacen que el músico camine lento, cuidando que el peso recaiga en el compás de sus piernas, y no en la columna. Se mueve de una mesa a otra, ofreciendo tres canciones por cien pesos; a veces, te regala la cuarta.
Juan Manuel confiesa que lo que más le gusta es el tango, aunque, advierte, el público de La Dominica, como en muchas otras cantinas, apuesta por las norteñas y las polcas. De las cuales también tiene un repertorio considerable. Pero, insiste, lo suyo es el tango porque cuenta historias donde la vida queda expuesta desde las entrañas.
Cuando le pregunto de dónde viene esa pasión por la música argentina, él cuenta que un día, en una cantina, un músico le dijo que aprendiera a tocar tango, por el simple hecho de que a la gente le gustaba ese género. Juan Manuel dio por buenas las palabras de este señor. Se compró varios discos y, de puro oído, comenzó a tocar las primeras piezas de lo que sería su repertorio.
— Por ejemplo, este es de un joven que le daba sus moneditas a los niños, y lo querían mucho en el barrio, pero un día mató a un hombre que maltrataba a su mujer, y su mamá tenía que visitarlo en la prisión.
En seguida posa sus dedos en el instrumento, y como si estuvieran contenidos y de pronto les dejara sueltos, semejantes a unos galgos pálidos, van sobre las teclas convirtiendo el silencio en melodía:
Allá en la penitenciaria
Ladrillo llora sus penas
cumpliendo injusta condena
aunque mato en buena ley…
Las cantinas son ruidosas por naturaleza. La plática, las risas, los albures, el llanto de los desesperados, la soledad de quienes buscan un refugio, generalmente se mezclan hasta la algarabía. Cosa que dificulta prestar la atención necesaria a los músicos que pueblan La Dominica. Sin embargo, Juan Manuel tiene el don de ganarse la atención de los escuchas.
Su padre, Esteban Núñez, era trompetista de profesión, fue él quien le dijo que era muy difícil tocar la trompeta, así que le enseñó guitarra cuando era niño, en su natal Guanajuato. Cuando Juan Manuel llegó al Distrito Federal, siendo joven, quiso tocar el acordeón. Ahora, con ochenta y tres años a cuestas, continúa haciéndolo en La Dominica y otras cantinas del Centro, como la Nuevo León.
En total son cuatro los acordeones que tiene en su haber; llegó a tener ocho, pero algunos los vendió y otro se lo robaron. ¡Qué de la chingada!, medito cuando nos cuenta cómo en una ocasión, al subir a un taxi, un par de hombres lo abordaron calles después y, a punta de pistola, lo despojaron de las ganancias del día y, lo más doloroso, de su acordeón.
— Este que traigo ahorita es muy cómodo, no es tan grande como los otros. Así que puedo ir a varias cantinas, y pues ahí va saliendo poco a poco. Hay días buenos y días malos.
— Y hay días como hoy cuando nos encontramos — le digo a la vez que le entrego el primer billete de la noche.
No sólo conoce por fuera cada instrumento, también sabe repararlos. De hecho, nos dice, el que trae en ese momento es un instrumento que él mismo reparó. Así que toca, arregla y colecciona; nada mal para un hombre que ha dedicado su vida al acordeón. Es raro cruzar palabra con alguien que conoce por dentro y por fuera su oficio. De esos quedan pocos.
— Llegué a tener crédito en la casa Veerkamp, frente a la cantina la Mascota. Ahí compré varios de mis acordeones. Los alemanes son los mejores, pero llegan a costar hasta 50 mil pesos.
Conoce tan bien el tango que en cierto punto de nuestra plática Juan Manuel se detiene y me explica el significado de algunas palabras de uso común en Argentina; por ejemplo, la cafúa es la prisión, y la curda es una buena borrachera, un chorro es un ladrón, el fuelle el bandoneón, y en argentina no se dice trabajar, sino laburar, comenta el músico de la mirada clara y porte impecable.
Estos detalles, insignificantes para quien disfruta la música por sí sola, son en verdad fundamentales para sumergirse en el núcleo del tango: las historias que se cuentan con desgarro, al cobijo de un trago. Que a veces eso es lo que evoca el acordeón o el bandoneón (según sea el caso), un desgarro en el alma de quien escucha.
Muchas de estas palabras provienen del lunfardo, una jerga argentina originada en las regiones porteñas, en el barriobajo, famoso por su calaña, crisol de la migración europea llegada a la Argentina en los siglos XIX y XX. Lunfardo proviene del gentilicio lombardo, personas a las que se asociaba con la usura, una actividad que nunca ha sido popular en ningún lugar del mundo. Salvo en los bancos. En fin, que esta jerga devino en lengua de rompe y rasga, diríamos aquí, se amoldó a la estructura del castellano e inspiró a los músicos del tango; uno hasta imagina que su ambiente, su caldo de cultivo, son las cantinas como ésta.
El músico modula su canto, peina las teclas y se arranca con otra canción, de Gardel:
Por una cabeza, de un noble potrillo
Que justo en la raya, afloja al llegar
Y que al regresar, parece decir
No olvides, hermano
Vos sabes, no hay que jugar…
Cuando termina, los aplausos de varias mesas se suman en agradecimiento. Es muy común en la Dominica ver y oír a más de un músico ganándose la vida, en su mayoría guitarristas. Juan Manuel es el único que toca el acordeón. Mientras uno interpreta un bolero o una ranchera, los demás aguardan su turno, y en cuanto Juan Manuel concluye, nos comenta:
— El bandoneón es el instrumento apto para el tango. Pero yo me las arreglo para sacarlos en el acordeón — vuelve a colocar la mano izquierda en el tirafuelle y al extenderlo para darnos una muestra del sonido, una tecla se traba.
— Disculpen, se pegó, pero ahorita la arreglo — y en el acto libera la tapa del cabezal izquierdo, que cubre el interior de los botones, dejando expuestas las entrañas del instrumento.
Cuando concluye nos pregunta qué queremos escuchar. Le pido que toque un tango de los que disfruta él, a lo que responde:
— Uno, ese me gusta mucho.
Uno busca lleno de esperanzas
El camino que los sueños
Prometieron a sus ansias
Sabe que la lucha es cruel y es mucha
Pero lucha y se desangra
Por la fe que lo empecina…
A Juan Manuel le faltan algunas clavijas en la dentadura; pero la voz persiste, como el alma. Las mujeres que nos acompañan parecen conmovidas no sólo por las canciones, sino por la personalidad del músico; y los hombres, que no son pocos acodados en el muelle de la barra, cantan para sí mismos.
Su padre y su abuelo fueron músicos. Lo lleva en la sangre. A pesar de que hay días muy malos, él no desiste. Es difícil tocar el acordeón, en sí mismo el oficio exige una práctica constante. Sobre todo para un hombre de más de ochenta años que se transporta hasta las cantinas por cuenta propia, donde trabaja hasta que caen las cortinas de metal. A veces hasta que de plano despachan, amablemente eso sí, a los aferrados.
Se mantiene quieto, con la mirada en algún lugar inaprensible, mientras la plática se desenvuelve por cuenta propia. Entre una canción y otra se dan estos lapsos, en silencio, concentrado en no sé qué, a la espera de la siguiente petición. Es como si Juan Manuel se ausentara en algún lugar sagrado de su memoria, quizá agitada por las preguntas que le hacemos.
Y entonces le pregunto: ¿Oiga Juan Manuel, le gusta el trago?
Sus ojos brillan con nostalgia, y con esa voz que alguna vez fue tersa, pero que ahora tiene una especie de dureza irreprochable, contesta:
— La verdad sí, pero ya no tomo. Lo dejé hace poco más de veinte años.
Brindamos a su salud, y sobreviene un cambio de humor general. En toda borrachera hay un momento para las norteñas y las polcas. Aquella noche no fue la excepción. La segunda botella y sabrá dios qué ronda de canciones. Entre una y otra, como suele suceder con Juan Manuel, nos contaba algunas cosas sobre él mismo, y más importante aún, sobre la música que interpreta.
Cuando alguien pidió Eslabón por eslabón, pasó esto:
— Esa canción la escribió Juanita Cruz. La señora vivía en una vecindad junto a la casa Veerkamp, y sus hijos eran cuatro, tenían una banda que se llamaba Lobos del Norte. Ellos fueron los primeros en tocarla, ya luego otras bandas la hicieron famosa.
El músico como eslabón con el pasado, eso es algo que las grabaciones nunca podrán igualar, por más calidad que tenga el sonido. La música viva y la memoria de quienes la interpretan se funden en una misma experiencia, casi imposible de describir. Y si a ella se le abona una cantina casi centenaria como La Dominica a manera de escenario, la cosa cambia radicalmente, porque mientras Juan Manuel interpreta las canciones y cuenta sus vivencias, los hombres y mujeres que poblamos ese templo, comulgamos en una misma atmósfera, al amparo de una emoción.
Somos varios en la mesa: alcoholizados, excitados, cada vez cantamos más fuerte y desentonado, pero felices, como exige una borrachera proverbial con los amigos. Juan Manuel nos sugiere una canción que le gusta mucho, Mil noches, de Los Cometas. Y antes de arrancarse con el acordeón, nos cuenta que el fundador del grupo, David Blancas Romero, falleció en un accidente en 1958 aquí en la Ciudad de México, a raíz de eso la banda se desintegró.
— Y el acordeonista, que se llamaba Remigio, se tiró al trago de pura tristeza.
Si no fuera por Juan Manuel, ni hubiera escuchado esa canción, ni me habría enterado de que existió ese grupo, que en su momento comenzó a despuntar, hasta la muerte del fundador. Cosas así, sólo las sabe el músico que se sumerge en su oficio, en cada aspecto de la música que interpreta, a la cual le presta vida: aliento, manos y alma.
Cada visita a La Dominica está necesariamente emparentada con Juan Manuel, que de un tiempo a la fecha nos trata con la deferencia de un amigo y nos regala alguna canción, o nos recomienda una que ha estado practicando, llámese tango, norteña o polca.
El trago no sabría igual sin su acordeón.
— Échese otra, Juan Manuel…
Descansa el acordeón en el regazo, la voz se agita:
Si supieras chaparrita cuánto te amo
Es por qué tú eres el bien de mi vida
Chaparrita tú serás la consentida
Y anda, y andaleee…
Quizá esta frase, “échese otra, Juan Manuel”, es la más repetida, la más hermosa de cuantas frases se vierten al calor de un trago. Porque aplica tanto para invitar otra copa como para solicitar una canción más. De las cuales nunca es suficiente; por lo menos hasta que alguien (quien esto escribe) al salir de la cantina, a escasos metros, se tropieza y se rompe el hocico, regando el pavimento de sangre.