Los elementos del dolor
Aguardientes
Dos poemas de José García Nieto, poeta español de la generación del 36, nos congregan en esta ocasión. Se trata de dos sonetos que, rubricados bajo un mismo título — Dos recuerdos por mi padre en Soria — , podríamos leer por separado.
El primero de ellos, Padre solo, está dedicado a dos motivos preponderantes en la vida, la figura del padre y la soledad. “No hay mal en estar solo, padre: es bueno/ Estar solo es partir. Dios está lleno/ de los solos del mundo (…)”. En esta manera de hablar al padre, el poeta casi que consuela a quien ya miramos solo, caminando por Soria, ciudad de castillos, murallas y tejados rojos, junto al Duero.
De inmediato imagino a ese hombre que el poeta evoca en sus oficios montaraces, “Tú pescador, tú cazador, por Soria”, alejándose de las casas para penetrar en el bosque frío, solitario, y a la vez llenándose del encuentro con los árboles, el viento y el sol entre las hojas.
No conozco más datos biográficos sobre José García Nieto, autor de los sonetos, mucho menos de su padre; no tiene importancia alguna, porque el poeta y su estirpe se congregan en los versos. Allí nace y muere toda la grey de este escritor, cuando nos dice, “Ya es tarde para amar la compañía.”; porque la soledad del padre es la del hijo. Un destino, quizá, un “ángel, mi demonio.”, nos dice.
“Te veo solo, allá, en la Soria fría./ ¿Será la soledad mi patrimonio…?”, finaliza el poema, con un suspenso incrustado en la pregunta. ¿Guarda alguna esperanza el poeta o intuye que la misma soledad del padre es la suya, su única herencia?
¿Quién de nosotros no ha pensado en el peso de la herencia? No me refiero a los aspectos biológicos o genéticos. Estoy hablando de algo oscuro, como un fardo, invisible, apenas tangible algunas veces, que, por lo menos como varones, sentimos como lo más nuestro, lo transferible del padre al hijo, por los siglos de los siglos.
En este soneto cabe tanta soledad como podría creerse de una sola persona.
Sucesión es el título de la segunda parte de este poema, aunque sería más preciso decir, el segundo recuerdo que José García Nieto sobre su padre funde en el soneto. Dejemos que la poesía tome la palabra:
Porque una noche un hombre llora y tiene
la amante vecindad de un solo muerto,
y pide el árbol suyo en el desierto,
y solicita ver de dónde viene,
porque no encuentra nada que le llene
su medio corazón al descubierto,
y goza el otro medio en el incierto
tiempo de amor que crea y entretiene,
porque estos son los montes de aquel día,
padre, y aquí tu muerte todavía
vence sobre la vida que me has dado,
sé que pregunto y es la tierra muda,
que soy el hombre yo sin más ayuda
que la de tu ceniza al otro lado.
Digo que el poeta funde, como si de una escultura vaciada en el bronce de las palabras se tratara. No sería posible que el poema nos hiciera vibrar de no ser por su forma, por la contención acumulada en la primera parte, que en esta sucesión alcanza la nota adecuada para hacernos temblar.
El bronce es frío, como esa Soria del primer soneto. Pero en esta segunda evocación nos enfrentamos a otro frío, el de una noche en el desierto, anhelando el árbol esperanzador, y quizá su fruto, para encontrar alivio. Una noche con el corazón “al descubierto”, demediado, expuesto a los elementos del dolor.
Vienen los dos tercetos. El poeta nos conduce, como Moisés, fuera del desierto, pero tan sólo en el tiempo, a otro tiempo: “aquel día” que reverbera como el sol sobre la arena, lacerante. El momento de la muerte que “todavía/ vence sobre la vida que me has dado,”.
La angustia del hombre quizá haya comenzado aquel día en que nos arrancamos la primera pregunta del pecho y comenzamos a cuestionarlo todo. Pero la tierra “es muda”, y el lector se funde con el poeta: “soy el hombre yo sin más ayuda/ que la de tu ceniza al otro lado.”, y un terrible silencio sobreviene.