Más que un árbol, el vigoroso soplo de la vida
Crónica
1)
Ese árbol –Walter de la Mare decía
(El verano en su rara, grabada voz vivía,
De modo que yo imaginaba
Más allá de ventanales un prado,
Y pelusas en segundo plano)–,
Ese árbol, que una vez vi partido…
Seamus Heaney
Primero le cortaron las ramas, dejándolo desnudo, expuesto al sol y al viento. Eréndira vio el tronco pelón y pudo oler el aceite que brotaba por los cortes. De pronto la madera incorruptible se había convertido en un montón de palos en el suelo.
Luego vino el día en que sólo quedó un hueco en la tierra. Extirpado, como un tumor. Un hoyo donde una vez hubo raíces alimentándose del suelo para crecer. Ahora, nada. ¿Qué significado adquiere en la mente de una niña la imagen de un hoyo en la tierra, cavado para albergar vida, y la violencia de un agujero, una herida en donde todavía se pueden ver pequeños filamentos de raíz separados del árbol?
Cuando talaron su eucalipto, éste medía un poco más de un metro con setenta centímetros. Era un tanto más alto que ella. Ahora, donde alguna vez creció su árbol, no queda más que un parche de cemento.
Recuerda que su abuelo estaba enfadado. No dijo nada, pero ella lo sabía. Después siguió el pino, y quedó sólo un tocón encajado en el cemento. Un trozo de madera que ya no rezumaba el calor de las cosas vivas. A partir de ese día la calle fue perdiendo sus árboles, hasta dejar sólo una jacaranda en pie.
2)
¡Qué feliz estoy de poder caminar entre los arbustos,
los árboles, los bosques, el pasto y las rocas!
Pues los bosques, los árboles y las rocas
dan al hombre la resonancia que necesita.
Beethoven
Teofrasto fue el primero en darse cuenta que la geometría interna de un árbol, haciendo un corte transversal, revelaba no sólo un patrón de círculos concéntricos, sino que estos aros, más gruesos o más delgados, hablan del tiempo, del ritmo con el cual la vida se desenvuelve, de la abundancia de agua y alimento, y de su carencia.
A partir de su intuición se podría hablar de una tradición de mánticas, de adivinaciones en la lectura de los aros de un árbol, que han tomado un carácter científico, pero que no son más que interpretaciones del ritmo de la vida vegetal. Se ha tratado de reconstruir el clima, la cronología de la tierra a partir del estudio de los árboles más viejos del planeta; también se han deducido datos de hidrología, geomorfología y arqueología.
Hace un tiempo alguien pensó que los aros de un árbol podían traducirse en notas musicales. Seamus Heany entendía de esto, lo dice en los primeros versos que acompañan esta historia. De manera instintiva, un niño sabe que al ver un árbol hay más que eso: su mente se apresura a componer ensueños de altura, de crecimiento. Una mente positiva sólo ve un arreglo de la naturaleza como un fin en sí mismo. En cambio, la mente proclive a la ensoñación puede ver mucho más, y en consecuencia sentir la muerte de un ser vegetal como la muerte de algo íntimo.
¿Recuerdan el árbol de Huluppu del mito sumerio? ¿O el árbol bíblico? El exceso de sentimentalismo ambientalista y de racionalismo hacia la naturaleza opaca la generosidad de esos mitos. Algo más brota de ellos, quizá la imagen de que toda vida proviene de la profundidad de la tierra; un día hormiguea la savia primitiva y por fin despierta el árbol, luego el ser humano.
Cuando algo muere, se petrifica, deja de fluir en el tiempo. ¿Cómo vuelven a la vida las cosas que han dejado de existir? La memoria no basta, hace falta dotar de una realidad más intensa, un soplo vigoroso, mucho más fuerte que el de la vida.
3)
Un árbol que vaya ganando calma
como los otros altura y espesor.
Quiero plantar un árbol de silencios
y sentarme a esperar
a que sus frutos caigan.
Antonio Deltoro
Eréndira recuerda que su árbol era más real cuando sobrepasaba sus propios límites. Cuando niña imaginaba que los koalas vivirían en su árbol; despertaba con el canto de los pájaros en su habitación, y al atardecer los escuchaba una vez más. Los pájaros volando hasta perderse entre las ramas, así los evoca.
Más de una vez vio un nido vacío en el suelo. Y en una ocasión halló uno con un ave muy pequeña. En la mente de un niño estos encuentros expanden su universo: el árbol, el nido, el ave tienen un valor que agranda la realidad de un hogar. Así, la vida se sobrepasaba a sí misma.
La higuera de la esquina alimentaba a los perros de la calle acostumbrados a apoyarse en dos patas para alcanzar el fruto más bajo. Eréndira sólo tenía que estirar la mano para coger un higo. Las flores del colorín alimentaban a los insectos. Y de esa manera la calle tenía más vida, más color, una constitución distinta.
Dice Eréndira que la calle se encogió cuando perdió sus árboles, que es más pequeña ahora, sin su bóveda de hojas y ramas; lo mismo podría decirse de su casa, sin el pino y el eucalipto. El camino a la casa, la casa misma, y la intimidad, se achicaron, quedaron despojadas de otros valores, y se volvieron inmediatas: tránsito, habitación, vida cotidiana.
¿Cómo habitamos las ciudades? ¿Cómo vivimos las casas, cómo las humanizamos para que ellas vivan también? ¿Qué cosas agrandan el mundo familiar y qué cosas lo despojan y lo vuelven una realidad material, fría? Quizá en el fondo la pregunta es: ¿Cómo habitamos el universo?
4)
Amados por tristes, por blandos, por bellos.
por su aroma, aroma de una inmensa flor,
por su aire de monjes, sus largos cabellos,
sus savias, ruidos y nidos de amor.
Rubén Darío
Eréndira veía algo más que un árbol. Como todos los niños, habitaba un mundo propio, no muy diferente al nuestro, pero lo suficiente para percibirlo de una manera más íntima. Ese mundo era su casa, su primera morada en el universo, en una empinada calle del Camino Real a Toluca. Y ese árbol se trata ahora de un recuerdo: un ser en parte vegetal y en parte memoria y ensueño.
Con los ensueños ocurre lo siguiente: no recuerda con precisión si era un día caluroso, o si las nubes bajas colmaban el cielo; pero Eréndira nunca se olvidará de quienes la acompañaron: su abuelo Ricardo, su abuela Cristina, su tía Leticia y su madre Marta Patricia. El aroma del eucalipto fue el motivo por el cual decidió llevárselo.
No sólo se trataba de su árbol, de verlo crecer a la par que ella adquiría conciencia del mundo, de la calle, de sí misma. Ese componente aromático es lo primero que despierta su memoria: su abuelo se encargó de sembrarlo afuera de su casa.
Su abuela cuidaba los rosales, las plantas en las macetas, las aves en sus jaulas, el pino y el eucalipto. De ella aprendió que las cosas que crecen necesitan cuidados. Eréndira regaba su eucalipto por las tardes al volver de la escuela, o cuando salía a pasear con su abuelo. En esa época había más árboles en su calle que era mucho más colorida que ahora, especialmente en primavera. El pino. El eucalipto. Un colorín con cuyas flores jugaba. Una jacaranda que florecía dos veces al año. Había también una higuera, que cuando maduraban sus frutos simplemente los arrancaba, como le enseñó su abuelo.
5)
Los árboles: no todos nacen de igual manera,
propáganse no pocos con espontaneidad:
el sauce, la retama, el chopo, la mimbrera,
son de estos y pululan doquier que hay humedad.
Virgilio
El eucalipto creció como lo hacen los de su especie: rápido, con una sed infinita que los alarga hasta el cielo, como si quisieran beber de las nubes.
También creció Eréndira. Una ocasión, mientras caminaba a unas calles de su casa, se quedó mirando un eucalipto que, sin tocar la casa, se inclinaba sobre ella como si tratara de apoyarse en el techo. En el suelo, bajo sus pies y alrededor, había cantidad de hojas, algunas más verdes y otras secas y enrolladas en sí mismas. Levantó dos y las partió por la mitad. Luego las talló entre sus palmas y, haciendo una especie de cuenco con las manos, aspiró tan fuerte como pudo.
Después de la lluvia salía a jugar con sus primos. En el suelo había hojas de pino y eucalipto. Las juntaba y las tallaba en sus manos para llenarse de sus aromas. Luego se dedicaba a hacer travesuras. A veces consistían en juntar las hojas del pino, que parecen agujas, para echárselas en la espalda a alguien desprevenido.
Desde la sala, en el segundo piso, una ventana dejaba entrar el sol. Eréndira imaginaba que el pino crecería por encima de la casa, y que el eucalipto llegaría más alto aún, bloqueando de esa forma la casa de enfrente, los cables, el poste de luz y el cielo.
Las ventanas, lugar por el cual el mundo, en su imagen, entra a las vidas de sus habitantes, y por el cual las casas se humanizan, con sus luces, sus cortinas, sus siluetas. Si Eréndira tuviera que dar cuenta de cuán fértil era su mundo interior, de la importancia de su eucalipto, por ejemplo, tendría que hacerlo en relación con sus espacios y sus afectos.
Esa ventana le prometía la visión de un mundo que ya había crecido en su interior desde que vio a su abuelo sembrar su eucalipto. Sólo era cuestión de esperar a que los árboles alcanzaran el mismo tamaño que ya tenían en su imaginación.
6)
Estremecidas como naves
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida
yo miro yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso
Eugenio Montejo
En La tierra y las ensoñaciones del reposo Bachelard dice: «un árbol, con todas sus armonías, nos inspira no sé qué veneración religiosa». Por ello Plinio dice que los árboles fueron los primeros templos de los Dioses. Las casas también fueron templos de los dioses. Habitación compartida por los hombres y sus antepasados; en cualquier casa que tuviese la suerte de albergar dentro de ella un árbol, se podrá imaginar la casa dentro de la casa, un mundo pleno de dioses, de ensoñaciones.
La imaginación de Eréndira, sin estar al tanto de la opinión de Plinio, pues a su corta edad las opiniones no cuentan, hormigueaba en ensoñaciones de crecimiento. El mundo no humano tiene esa extraña capacidad de mostrar el crecimiento lento, sostenido, casi inagotable de las cosas que se renuevan una y otra vez. Los árboles, las hojas, las ramas, los frutos, los nidos. Y todo ellos en la mente de una niña adquiere dimensiones inmensas o diminutas.
El árbol de Eréndira tomaba todas las formas soñadas, todos los árboles imaginados por los poetas. Todavía hoy evoca la felicidad de ver crecer su árbol, como si en él pudiera verse ella misma creciendo.
¿De qué otra manera se explica que conforme el eucalipto crecía, lo hicieran sus ensueños de verlo habitado incluso por koalas? Por aves invisibles que a veces parecían vivir dentro de su casa. O por insectos tan pequeños y escurridizos que apenas se puede decir que han estado ahí, aferrados a las estrías del tronco.
«Es uno de los recuerdos más coloridos que tengo», dice Eréndira, y ofrece su sonrisa inquietante. Está mirando, desde el sillón, hacia la ventana, que separa la ciudad del interior de su casa; alguien podría pensar, si la viera, que esa ventana es todo lo que separa su mundo interior, su recuerdo, de una realidad estrujante.
Cuando la tarde termina, ella sigue en el sillón, viendo la calle apagada, el vacío que ocuparía su eucalipto, las casas como muertas, sin luces, y el cielo cada vez más parecido al pavimento mojado: gris acuoso, mientras el tiempo parece haberse detenido.
Árbol, siempre en medio
de todo lo que te rodea,
árbol que saborea
la bóveda entera del cielo.
R. M. Rilke