Matemáticas para olvidar el miedo

El descubrimiento de Sophie Germain

Myriam Barnés
Alendeia
9 min readJun 11, 2024

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Sophie estaba ayudando a su madre a doblar la ropa recién lavada cuando se escucharon disparos en la calle. Ambas se miraron con preocupación y volvieron a sentir disparos más cerca y el estruendo de cristales rotos. Desde el dormitorio lloraba el hermano más pequeño de Sophie y su madre fue a consolarlo. Sophie abrió la ventana y se asomó con mucho cuidado:

—¡Libertad! — escuchó gritar.

Se veía humo al final de la calle. Obreros y campesinos, armados con piedras, palos y algún arma corrían por aquella calle de París.

—¡Libertad para el pueblo! — gritaban.

—¡Abolición de los privilegios!

—¡Libertad, igualdad y fraternidad!

De pronto, más tiros.

—¡Sophie! — la riñó su madre que acunaba en sus brazos al más pequeño de los hermanos — ¡Cierra corriendo la ventana! ¡Echa las cortinas!

Sophie obedeció a su madre y no solo cerró esa ventana, sino todas las de la casa. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a las rendijas de luz que se colaban por los bordes de las gruesas cortinas.

—¿Qué está pasando, mamá?

—Es la revolución de la que hablaba tu padre. Ha empezado.

—¿Y papá cuando llega?

—Espero que pronto, hija — contestó su madre asomándose por el rabillo de una de las cortinas.

El padre de Sophie, el señor Germain, era un importante comerciante de seda en París. Burgués e intelectual, llevaba tiempo hablando de aquella deseada revolución. Sophie lo sabía porque después de cada viaje, su padre siempre dedicaba una tarde a invitar a sus amigos que fumaban y bebían junto a los libros de la gran biblioteca de casa. A Sophie le encantaba leer y su padre la dejaba elegir entre casi todos los libros de aquella biblioteca. Además, aunque solo tuviera 13 años, le permitía estar en aquellas reuniones siempre que no los molestase. A Sophie le encantaban esos momentos en lo que, sentada sobre la alfombra, admiraba a aquellos hombres elegantes que discutían con pasión de literatura, política y ciencia. “¡Es el siglo de las luces! ¡La época de la racionalidad! ¡No podemos seguir permitiendo faltas tan graves a la dignidad de los hombres! ¡Todos debemos tener los mismos derechos y deberes!”

Aquella tarde, Sophie, sentada en una esquina de su casa en la oscuridad de las cortinas cerradas, recordaba aquella frase. “¿Qué sería aquello de las luces y de la racionalidad? ¿Conseguirían los amigos de su padre la dignidad e igualdad deseada?”

En la calle, el ruido de los disparos se sucedía. La mayor parte del tiempo era un sonido lejano, pero otras veces parecían estremecer las paredes de su casa. También se oían los gritos de la gente, que no solo pedían libertad e igualdad, sino también muerte y venganza. Todo aquel ruido se le metía en el cuerpo a Sophie y la aterrorizaba, no podía dejar de pensar qué pasaría si alguna bala atravesaba una pared, o si mataban por error a alguno de los amigos de su padre, ¡o a su padre volviendo a casa! ¡incluso a ella misma!

Para despejar aquellos pensamientos decidió meterse en la biblioteca. Las paredes llenas de estanterías atiborradas de libros parecían amortiguar el sonido de la calle. Sophie se acercó primero a sus estantes favoritos. Se sabía de memoria los cuentos de Perrault y El enfermo imaginario de Molière. Sin embargo, pensó que necesitaba algo nuevo, algo que le atrapase la mente para olvidar el miedo que tenía a la guerra. Ojeó algún libro de poesía (demasiados florida) y tuvo en sus manos libros de política (demasiado aburrido) y ciencia (demasiado técnico). Nada de aquello le apetecía lo suficiente. Hasta que observó las pastas duras de un libro en varios tomos: Historia de las matemáticas de Jean-Baptiste Montucla. Aquel libro tal vez podría explicarle porqué los amigos de su padre decían que estaba en el siglo de la racionalidad y cómo habían llegado hasta allí. Cogió el primer tomo de la estantería, se sentó en la mullida alfombra y se puso a leer.

Aquella tarde, protegida del ruido de la calle, Sophie leyó la historia de Arquímedes: uno de los científicos más importantes de la antigua Grecia. Se enteró que había propuesto una nueva magnitud: la densidad, es decir: la proporción entre la masa de un objeto y su volumen.

Descubrió que se puede medir el volumen de cualquier objeto metiéndolo en agua y observando la cantidad de líquido que queda desplazado. ¡El principio de Arquímedes! El libro contaba varias historias de este gran matemático, una de ellas era que Arquímedes había ideado aquel principio dándose un baño, lo que a Sophie le pareció muy divertido. Otra de las historias era la siguiente:

En aquel tiempo, el rey Hierón II mandó a un afamado artesano de Siracusa confeccionarle una delicada pero rica corona de oro, de la que sintieran envidia los mismísimos dioses del Olimpo. Después de meses de espera e insistencia la deslumbrante corona llegó a sus manos. Aquella corona era la más exquisita y bella que se había visto nunca, pero Hierón era un tirano desconfiado y sus primeras palabras al recibirla fueran tres gritos terribles:

—¡Me has engañado! ¡Esta corona no es de oro! ¡Está mezclada con plata!

Aunque el artesano aseguró que la corona era de oro puro, no hubo manera de convencer al rey. La única manera de averiguarlo era intentar separar los metales de nuevo, pero eso es imposible. Entonces el rey llamó a los sabios de Siracusa y pidió su veredicto. Arquímedes estaba entre ellos y, después de pensarlo mucho, realizó el siguiente experimento:

Pesó la corona en una balanza: pesaba 1,08 kg. Pidió que fundieran un lingote de oro del mismo peso. Después, utilizó dos probetas llenas de agua. En una metió la corona y comprobó que desplazaba exactamente 6,4 ml. En otra metió el lingote de oro recién fundido y observó que, aunque pesaban lo mismo, el desplazamiento de agua era menor. Si la corona y el lingote hubieran sido ambos de oro habrían desplazado la misma cantidad de agua. El rey entró en cólera. ¡Lo habían engañado!

A Sophie le impactó mucho el ingenio de Arquímedes en esta historia, ¿cómo era posible que se le hubiera ocurrido esa solución? El padre de Sophie tenía un pequeño laboratorio de alquimia en casa y Sophie sabía que era imposible separar dos metales que habían sido fundidos. ¡Si dos objetos pesaban lo mismo, pero ocupaban distinto volumen, es que no estaban hechos del mismo material! ¡La idea de Arquímedes era buenísima! Sophie decidió ir un paso más allá. En aquel libro no ponía cuánta plata y cuánto oro llevaba realmente la corona ¿sería capaz ella de averiguarlo?

Una idea se le pasó por la cabeza. Dejó el libro en el suelo de la biblioteca y subió las escaleras de la casa hasta el cuarto de sus padres. Su madre estaba ocupada con sus hermanos por lo que no había peligro. De la mesilla de su padre cogió las llaves de su despacho y volvió a bajar las escaleras sin hacer ruido hasta la biblioteca. En una puerta lateral estaba el despacho de su padre.

Ya había entrado otras veces en esa habitación, pero nunca le habían permitido estar allí sola. Las paredes estaban llenas de estanterías como las de la biblioteca, solo que esta vez las atiborraban grandes rollos de tela de seda en lugar de libros. Su padre tenía los instrumentos de laboratorio en una vitrina. Sophie sacó una pequeña balanza y varias probetas. Además, sabía que su padre guardaba los objetos preciosos en los cajones de la mesa de aquel despacho. Se asomó a la puerta de la habitación y comprobó, por si acaso, que su madre seguía ocupada. El corazón le latía muy fuerte cuando abrió el primer cajón y sacó de él varias monedas de plata. En el segundo cajón, en un pañuelo, descubrió pequeñas pepitas de oro. “¡Perfecto! ¡Qué lista eres!” se felicitó Sophie a sí misma.

Llenó las probetas de agua y, con mucho cuidado, realizó el siguiente experimento.

Primero pesó las pepitas de oro: eran 190 gramos. Después las metió en agua y vio que desplazaban exactamente 1 ml de agua.

Hizo lo mismo con las monedas de plata. Pesaban 165 gramos y al meterlas en agua desplazaban 1,5 ml.

Apuntó todo esto y, lo más rápido que pudo, vació la probeta y la secó junto a la plata y el oro con una esquina de su falda. Guardó todo en su sitio con mucho cuidado. Cerró el despacho y devolvió la llave a su sitio. Por fortuna su madre no se había enterado de nada.

De vuelta en la biblioteca se puso a resolver el problema: ¿cuánto oro tenía exactamente la corona que el artesano fabricó para Hierón II?

Sugerencia de resolución guiada

¡Aquella solución tenía sentido! ¡Había descubierto ella sola la composición de una corona antigua!

El libro también contaba la siguiente historia sobre Arquímedes:

Era el año 212 a.C. y la paz amenazaba con acabar en la ciudad de Siracusa. Los soldados de Marcelo la invadían sin piedad y encontraron a Arquímedes ensimismado en sus pensamientos dibujando sobre la arena. Los habitantes de Siracusa habían huido ante el estruendo de las espadas o se hallaban escondidos en los más secretos escondrijos. Sin embargo, el sabio anciano seguía allí, sentado sobre el suelo. Absorto en sus cavilaciones no había sentido las grandes voces de los soldados, ni el ruido de sus pisadas, ni el chocar de sus armaduras.

—¡Viejo! — lo interpeló un soldado sacudiendo la tierra — ¿Qué hace usted aquí?

Arquímides apartó al soldado con mirada furiosa:

—¡No me toque usted los círculos!

El soldado lo mató sin miramientos y cuando Marcelo se enteró del destino de tan venerable sabio…

—¡Sophie! — la voz de su padre despertó a la chica de su lectura — ¡Es muy tarde! ¿Qué haces aquí?

Igual que Arquímedes con el problema que lo llevó a la muerte, Sophie estaba tan concentrada que no había escuchado llegar a su padre. Había estado tan ensimismada aquella tarde leyendo y resolviendo problemas que no se había dado cuenta que era de noche. Observó con sorpresa que, en todo ese rato, no había escuchado disparos, ni gritos ni cristales rotos.

Su padre le aparto el libro de las manos, la abrazó y la aupó como siempre hacía.

—Pensaba que no llegarías… — le dijo Sophie abrazándose a su cuello.

—Es muy tarde. ¡Están cambiando las cosas, Sophie! — su padre la miró a la cara emocionado — . Acabaremos con los estamentos. Conseguiremos la dignidad que nos merecemos los franceses. ¡Habrá libertad, igualdad y fraternidad!

Sophie observó las botas llenas de polvo de su padre, el chaleco abierto y la camisa amarillenta y sudada. Su padre había estado en la calle y le dio pánico poder perderlo. Sabía lo importante que era aquella revolución, pero ella solo era una niña, solo podría esperar en casa a que la revuelta terminara. En la calle sonó una explosión y ambos se encogieron instintivamente. Su padre la abrazó. Sophie decidió que, para olvidar el miedo, esperaría a su padre cada tarde metida en los mundos de las matemáticas.

Aquella revolución fue la Revolución Francesa de 1789 y, a pesar de su éxito, la libertad, igualdad y fraternidad deseadas en ningún momento alcanzaron a las mujeres.

Sophie Germain vivió en esta época. Nació en 1776 en París y empezó a interesarse por las matemáticas leyendo libros de su padre para huir de la violencia de la revolución. Tanto la cautivaron las matemáticas que, aunque sus padres no lo consideraban una vocación adecuada para una mujer, ella persistía. Llegaron a quitarle la luz, las mantas y las estufas; desistieron cuando se la encontraron dormida sobre los libros con la tinta congelada.

Wikipedia

Sophie quiso estudiar en la universidad, pero no lo tenía permitido. Consiguió apuntes a través de un amigo y, haciéndose pasar por un hombre, entabló relación con los matemáticos franceses más importantes de su tiempo: Lagrange fue su mentor y se carteó con Gauss (¡el príncipe de las matemáticas!) que dijo de ella que tenía una valentía notable, un talento extraordinario y un genio superior.

Solo tuvo acceso a las matemáticas de manera informal, todo lo que aprendió fue de forma autodidacta y, a pesar de ello, hizo aportaciones notables a la Teoría de Números (con la demostración de un caso particular del teorema de Fermat) y la Teoría de la Elasticidad (explicando matemáticamente los diagramas experimentales de Chladni, lo que le valió un premio de la Academia de las Ciencias). También escribió de historia, química, geografía y filosofía.

Murió en 1831 a causa de un cáncer de mama y el funcionario que certificó su muerte escribió: mujer soltera sin profesión. A pesar de todo su esfuerzo, la sociedad no estaba preparada para el talento precoz de una mujer tan genial.

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Myriam Barnés
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Mathematician, writer and designer. | Stories rule the world. ✨