Imitar a otros para encontrar el estilo propio
TAM: Me quedó colgada tu mención a Once tipos de soledad, el libro de Richard Yates, en el newsletter anterior. Es un libro que leí muchísimo, básicamente porque en el libro de cuentos que mandé al concurso Ficciones (nota de autor de newsletter: mandé un libro a un concurso, le puse Nadie vive tan cerca de nadie, así que creo que el “homenaje” se puede leer bastante explícito) lo que intenté fue copiarlo. No sé si está bien o no pero para mí copiar, reversionar, a la hora de escribir, es una técnica invaluable: básicamente porque igual no te va a salir, así que no hay verdadero riesgo de plagio, y porque uno aprende mucho a mirar copiando, como la gente que dibuja. Una vez hice una nota con una bailarina que estaba ensayando un papel que todavía no sabía si le iban a dar, y me dijo que además de ensayar con los maestros pasaba su tiempo libre en casa mirando videos de otras versiones. Yo le tiré alguna perogrullada del tipo “y después le ponés lo tuyo, ¿no?” y ella medio que me miró con cara de nada y dijo “sí, no sé, tampoco es que lo intento la verdad, no puedo evitar ponerle lo mío, lo estoy haciendo yo”, y me di cuenta de que era una genialidad lo que me acababa de enseñar. Copiar te libera de la obsesión con la originalidad, con “poner” tu estilo. Tu estilo sos vos, va a salir solo. Tenés que ir en otra dirección, justamente, para que pueda aparecer.
Me quedé pensando en todo este tema de la originalidad y la copia, vivimos en un mundo donde proliferan por un lado la búsqueda de originalidad todo el tiempo y por otro el reciclaje y la nostalgia. Nunca sé qué pienso del tema. A mí Stranger Things me encanta, pero entiendo que fue creada por un algoritmo para mi felicidad y que si todo se produjera así nunca habría cosas nuevas. Aunque tal vez la originalidad se produce incluso a pesar de la copia y el diseño. Y por otra parte, ¿importa? ¿El arte siempre tiene que producir algo nuevo? ¿Vos qué pensás?
LUCHI: Estoy re de acuerdo con todo. Me gusta pensar en el arte como en un gran sistema de referencias. Como una gran conversación, consciente o inconsciente, por rechazo o por admiración, con lo que se produjo en el pasado y también en el presente. Siempre estás creando algo nuevo y algo viejo a la vez. (Un gran ejemplo, y tema interesantísimo para estudiar, es el universo meme). Me pongo romántica y pienso en las implicaciones de esa idea, de la gran construcción humana. Pero sí, también tengo esa sensación de que el algoritmo como base absoluta de la creación deja afuera el factor de lo impredecible, del riesgo y de algo que podemos llamar “inspiración”.
El fin de semana vi Coco, la nueva película animada de Pixar y Disney. Me gustó mucho pero me pasó algo raro. Me dio la impresión de que iba muy rápido, y de que era a propósito para no perder la concentración del público ni generarle un segundo de frustración. Un ejemplo sin demasiado spoiler: en un momento, Miguelito -el protagonista, un chico mexicano que quiere ser músico en una familia donde la música está prohibida- necesita entrar a una fiesta bastante VIP. Pensé: obvio que va a entrar, pero se vienen veinte minutos de idas y vueltas hasta que lo logre. Bueno, no: al minuto ya lo había conseguido y estaba adentro. Y así todo el tiempo. La película es una cadena de conflictos y soluciones -obviamente enmarcados en un conflicto y solución macro- que se resuelven casi de manera inmediata. Capaz que estoy equivocadísima, pero me cuesta pensar que ese ritmo no está hecho a la medida de chicos híperestimulados y acostumbrados a entrenerse en Internet. Tampoco quiero ser injusta con los chicos: a mí, adulta, también me dio cierta satisfacción que no hubiera momentos lentos y me ayudó a atravesar la fiaca que me genera dedicarle dos horas de atención a algo.
Me sé de memoria Toy Story, debe ser la película que más veces vi, y me acuerdo de ese momento en el que Woody estaba atrapado en la casa de Sid, el vecino malo, con los juguetes mutilados que daban miedo. La luz y la escala de colores eran distintas en esa parte de la película. Me generaba esa sensación de encierro y pesadez de cuando se está haciendo de noche y todavía no prendiste las luces de tu casa. Aunque sabía de manera exacta cómo se iba a resolver y cuándo, atravesaba la angustia y la impaciencia cada vez que la veía. Eran parte de la película y la elevaban. No quiero ser conservadora y no pienso en absoluto que todo tiempo pasado fue mejor (y Coco está muy bien, posta), pero sí me parece que está bueno ejercitar la paciencia y la frustración, saber lidiar con ellas, sobre todo si la recompensa es una obra de arte como Toy Story.
Me hago acordar (¡con horror!) a un profesor de la secundaria que criticaba el (entonces flamante) iPod mini porque decía que abusábamos del shuffle y no escuchábamos discos enteros.