Iscariotes, primera parte: el número 12

Apuntes de Rabona
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4 min readJul 20, 2016

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Por Daniel Sefami

El tiro de esquina es ejecutado de modo brillante, el balón toma una delicada comba y obliga al portero a tirar un manotazo que evite el gol olímpico. Hay corner desde el otro lado. De pronto el vacío: los jugadores se han ido y la cancha se inunda de silbidos. El estadio que vibra alberga la lluvia y un estrépito sobre la tierra trepidante. Sobre la grama mojada hay envases de Coca-Cola, papeles, una botella de whisky. En la esquina opuesta, diminuta, como naciendo desde el pasto, una cabeza de lechón: el hocico supino, los dientes breves, los ojos hundidos. La pálida muerte ha tornado la piel rosácea en un tono cruento. La cabeza de puerco, la traición.

El fotograma corresponde al 2002, Figo regresaba al Camp Nou y se disponía a cobrar el tiro de esquina. Su transferencia al Real Madrid dos años antes fue, en ese momento, la más costosa de la historia. El balón de oro llevaba cinco años siendo una estrella culeré, parecía que los colores de la camiseta estaban grabados en su piel, a tal punto que ya se había granjeado la cinta de capitán (por cierto, la bandera de Cataluña). Ninguna traición parece haber sido más representativa: perder a un ídolo significaría un dolor inmenso para la afición, verlo con el equipo rival sólo podía desembocar en el odio más profundo, y 60 millones de euros (o 30 monedas de plata) no justificarían una felonía de tal índole.

Aquélla no fue la primera vez en que hubo una transferencia directa entre el Barcelona y el Real Madrid: a mediados de los noventa Luis Enrique pasó de ser merengue a blaugrana, no obstante las circunstancias fueron muy distintas: al asturiano no quisieron renovarle el contrato, su salida del Madrid fue como la de cualquier otro jugador despreciado por la directiva y el único encono de los blancos radicaba en tener que soportar su error al ver un talento desperdiciado (Luis Enrique hizo formidables temporadas con el Barça; hoy es su entrenador). Michael Laudrup, el exquisito media punta danés, figuraba entre los mejores jugadores del mundo y destacaba con el Barça de Cruyff. Poco a poco fue perdiendo la titularidad. Romario, Koeman y Stoichkov eran inamovibles y el escandinavo tuvo que acumular minutos, horas y meses en la banca.

Una simiente de cólera se albergó en su ánimo y su relación con el entrenador se volvió áspera. Tras la estrepitosa derrota del Barça en la final de la Champions del 94 contra el Milán, el danés se marchó. El caso de Laudrup fue considerado una traición terrible, pero su lealtad ya había sido fisurada tiempo atrás y el deterioro de sus relaciones con Cruyff no podía sino anunciar un final parecido. Lo de Figo fue distinto. El portugués era querido, brillaba, fascinaba.

Figo era el número 7, cuando pasó al Real Madrid, seguramente por la imposibilidad de adquirir ese número (Raúl estaba en su apogeo), fue investido con la 10.

Figo debió ser el número 12.

El jugador número 12 es una metáfora sencilla que se entraña en casi cualquier mitología futbolera, alude a un elemento que está fuera de la cancha, que no participa del juego bajo la normatividad y, sin embargo, tiene una poderosa ingerencia. El 12 es una presencia abstracta y colectiva, el aliento plural, el grito multitudinario, la afición. El 12 es el hombre masa compuesto de gritos, cánticos, bengalas y papeles; un lienzo gigantesco con colores específicos, la vibración simultánea de cinco mil animales brincando. En Argentina, la hinchada más importante del Boca, su barra brava, es conocida como “la Doce”, ese otro jugador que no está en la cancha pero que pesa más que un portero prodigioso, un contención que aterra a los contrarios con sus tacos de aluminio o un crack capaz de inventar espacios al entrar al área. Figo ha transgredido la metáfora, ha resignificando el número en el imaginario futbolero. Como Judas, Figo es el jugador número 12, su talento desbordante lleva el rostro de la felonía.

Si la vida fuera futbol, si la hipérbole fuera justificable, si me fuera permitida la ficción, Luis Filipe Madeira Caeiro hubiera nacido en otra época.

Hubiera llegado a la mesa de los pares de Carlomagno en lugar número doce, hubiera sido culpable, sus extremidades hubieran sido tiradas por caballos raudos, y así, desmembrado, hubiera vaciado su sangre sobre la hierba verde, donde ahora yace una cabeza de puerco.

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