Iscariotes, segunda parte: el otro rostro (Figo visto por Runeberg)

Apuntes de Rabona
Apuntes de Rabona
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3 min readJul 21, 2016

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Por Daniel Sefami

En el 2004 mi padre se presentaba en una obra, La Cabra de Edward Albee. Fui a verlo en más de una ocasión, el escenario era sencillo y formaba un círculo que permitía ver a los espectadores de enfrente. Aún tengo presente alguna plática con el director, en la que comenzó explicándome los efectos del escenario y terminó molestándose por mi mofa tras la victoria en cuartos de final de los Pumas contra el Atlas. La obra me gustaba mucho, pero recuerdo que la tercera vez que fui, comencé a poner atención en las reacciones del público. Normalmente, las personas pasaban la primera parte de la obra entre risas nerviosas, juzgando como algo cómico la relación zoofílica que sostenía el protagonista con una cabra (la cabra, naturalmente, nunca aparecía). Cuando se percataban de la inminencia de lo atroz, cuando se daban cuenta de que tal abyección no ameritaba risas sino horror, se les descomponía el rostro y les quedaba una mueca de espanto por el resto de la función; el protagonista se volvía objeto de su desprecio y una sensación de náusea se anegaba en su espíritu. Mi padre hacía un personaje menor, era el delator que anunciaba a la familia lo que estaba sucediendo, el delator que exponía el oprobio: ese tufo a mierda se debía al sexo con la cabra. Desde la primera función, yo despreciaba a mi padre, lo despreciaba más profundamente que a ningún otro personaje: el zoofílico era un enfermo, mi padre era un traidor. Nada más ignominioso que la traición.

Edward Albee Foto: Huffington Post

En ese mismo año, la final de la Eurocopa de Portugal se disputó entre el equipo anfitrión y Grecia, dirigida por el “Rey” Otto Rehhagel, un equipo rústico, de disciplina militar, fuerza y contundencia aérea. Salvo el primer partido (que, por cierto, le ganó a Portugal), Grecia sólo anotó un gol por encuentro. Cuando el partido estaba terminando y la condena del 1–0 se volvía inexorable para los lusitanos, un aficionado entró a la cancha, corrió hasta el medio campo y arrojó una bufanda azulgrana sobre el rostro de Figo. El portugués no reaccionó, pero en su cara podía verse el cúmulo de la derrota y la culpa de la traición. Recuerdo haber celebrado el gesto del aficionado, pues en el momento me parecía un castigo merecido. El rostro desencajado de Figo, sin embargo, parecía contener cierta resignación, una extraña calma que me desconcertó un poco y a la que ahora intento dar otro sentido.

En Apuntes de Rabona escribí la primera parte de este texto, Iscariotes. Deliberadamente puse el título en plural, la idea original era poner otros ejemplos, retratar otros futbolistas que hubieran traicionado sus colores; sin embargo, una idea me ha estado visitando estos días. Hace un par de semanas, el director de Apuntes de Rabona, Pedro González, me dijo: –-Daniel, ¿cuándo me mandas a otro Iscariote?–-. Durante algunos días estuve meditando sobre otros ejemplos pero ninguno me resultaba significativo, y es hasta hoy que escribo esto (y que, por cierto, entregaré con un penoso retraso), que se me ha revelado el asunto. ¿Por qué no pensar que la pluralidad es una, que la significación diversa de Figo puede adquirir distintos rostros? Una idea poco convencional ha comenzado a agitarme, algún flujo agnóstico ha permeado mi espíritu:

¿Y si la infamia era necesaria? ¿Si Figo debía traicionar? ¿Cómo concebir la sublimación del Barcelona sin un pasado doloroso?

El traspaso de Figo al Real Madrid estaba prefijado, la casualidad no tuvo que ver en el orden perfecto de las cosas. El portugués no se fue para conformar la pléyade de los “Galácticos”, no se fue para que Rivaldo brillara con los catalanes. Figo se fue para sacrificarse y redimir el futbol. Ahora entiendo la misteriosa calma de su rostro ante la humillación: Figo se creyó indigno de ser bueno.

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