Juan Rulfo, el (in)mortal
Me gusta pensar que todos los escritores que admiro fueron tan humanos como yo. Quiero creer que amaron, odiaron, sufrieron y se emocionaron como cualquier persona en el mundo. A veces tenemos la certeza que los escritores nacieron en cuna de oro o tocados por alguna especie de mágico don que les dio la facilidad de palabra o el talento para escribir esos libros que tanto nos emocionan. Uno de mis autores favoritos es el jalisciense Juan Rulfo, a quien hoy recordamos a 102 años de su nacimiento en Apulco; sin embargo, esta vez no hablaré de su obra literaria, sino de su vida en Guadalajara como un tapatío más.
Todo el que haya recorrido el Centro de Guadalajara, con su olor a donitas, con sus fuentes que refrescan en tiempos de calor, con ese ruido constante del tráfico en la avenida Juárez y las construcciones viejas que conviven con la modernidad, sabe del Café Madoka, ubicado a unas calles del Parque Rojo. Lo que pocos saben (espero equivocarme) es que Rulfo solía frecuentar esta cafetería que parece resistirse al paso del tiempo y busca salvarse del olvido. Tuve la oportunidad de conocer a la señora que fue la mesera encargada de atender al escritor. “Juan Rulfo solía llegar a las nueve de la noche, se sentaba en aquella mesa (señaló un lugar cercano a las ventanas del Madoka) y ordenaba un café espresso y una Coca-Cola”, aseguró la dama y afirmó que al autor de Pedro Páramo y El Llano en Llamas no le gustaba que lo abordaran, pues era huraño.
Pero en Guadalajara Juan Rulfo se enamoró de Clara Aparicio cuando ella tenía 13 años y él, 24. La diferencia de edad no fue impedimento para que el escritor le (nos) regalara a su amada bellas cartas de amor durante siete años, mostrando el lado más romántico del autor de El Gallo de Oro; para muestra, unas líneas: “ayer también me acordé de que aquí habías nacido y bendije esta ciudad por eso, porque te había visto nacer”. Más tarde, fueron los hijos del matrimonio quienes derrumbaron la imagen de hombre hosco de su padre y lo describieron como un hombre que al entrar en confianza no lo detenía nadie, amable y jovial.
Así, me gusta entrar al Café Madoka y pedir un café mientras miro el lugar que era de uno de los escritores más grandes que tiene México. Pienso en qué pensaría Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno si viviera en la Guadalajara de 2019, donde sus letras aún tienen lugar, donde se le respeta como a un padre literario, como maestro del realismo mágico, donde podríamos besarle los pies con tal de que nos dejara acercarnos a platicar con él. Soy una cursi y me gusta creer que detrás del escritor que nos demostró que con pocas obras se puede pasar a la historia de la literatura universal había un tapatío de pura cepa, un jalisciense que amó a Guadalajara más que cualquiera de nosotros.