La caja

Yara Piñón Almanza
Atrabancadas
6 min readMar 22, 2022

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Fotografía por Ryanniel Masucol de Pexels

Desde hace un año y medio me mudé a otra ciudad. Todo este cambio fue muy duro para mí pues tenía que dejar todo atrás. Las razones por las que me mudé no fueron muy buenas. Demasiadas noches lloré, pensando en lo injusta que era la vida conmigo y extrañando a mi fiel enamorado, con el que no podía estar, mi amor eterno.

Lázaro había sido mi novio por más de dos años, pero siempre lo mantuvimos en secreto por temor a lo que la gente diría. Hasta que un día nos vieron por accidente cuando nos despedíamos, y fue ahí en donde todo se vino abajo. Nuestros padres se enfurecieron, pues eran muy conservadores y pensaban que lo de Lázaro y yo era algo malo. No soporté tantas burlas y comentarios negativos y fui yo el que decidió terminar todo por el bien de los dos. Lázaro me suplicó que no termináramos, pero después de darle tantas vueltas al asunto, decidí mudarme para no causarle más daño.

Hasta la fecha, no logro perdonarme lo que le hice a Lázaro y espero algún día entienda la razón por la cual lo hice.

Llevaba ya dos semanas sin salir de mi nuevo departamento, un lugar pequeño pero cómodo, con grandes ventanas que me dejaban ver lo solitaria que era la ciudad. No me apetecía salir, ni siquiera en las mañanas a la cafetería de la esquina para tomar el café negro con esas rosquillas que tanto me gustaban. Estaba desconsolado, sin ánimos de seguir.

El encierro y la soledad me había llevado a la locura y a tener pensamientos muy malos, así que una noche decidí salir a despejarme, antes de que mi mente me llevara a cometer actos de los que temía, me pudiera arrepentir. Me puse mi abrigo negro y largo y abroché mis botas. Tomé mi paraguas azul, pues estaba lloviendo, y me introduje en las calles de aquella ciudad, mi nueva ciudad. Era una noche fría y oscura. Las calles estaban vacías pues ya eran altas horas por la noche; el único movimiento que se observaba era el de las luces de los semáforos cambiando de rojo a verde y de verde a amarillo.

Caminé unas cuantas cuadras sin destino alguno. Mi mente vagaba en recuerdos y momentos a cada paso que daba. Lázaro siempre en ellos. Y quería volver a mi antigua ciudad, dejar a un lado los comentarios de los demás y enfrentar mi destino, pero no era tan valiente como pensaba. Cuando me di cuenta, no tenía idea de donde estaba. La calle no me parecía familiar, pero tenía la certeza de que no andaba muy lejos de mi departamento. A lo lejos, logré reconocer un anuncio de publicidad de comida que alguna vez vi a través de mi ventana y me fui ubicando poco a poco. Mire a mi alrededor; no había nadie en las calles. Comencé a sentir un poco de miedo y de inmediato quise regresar a mi departamento. Al caminar por las calles vacías, pasé cerca de un callejón, oscuro y mugroso; sólo se asomaba una luz proveniente de una ventana que se encontraba a lo alto de un segundo piso, a un lado del callejón.

Seguí mi camino sin voltear a ver hacia el callejón. ¡Hey!, escuché de repente de entre las tinieblas. Me detuve y dos cosas pasaron inmediatamente por mi cabeza: seguir mi camino aprisa para llegar a mi departamento e ignorar lo que había escuchado, o voltear para ver qué o quién había pronunciado aquella palabra. La segunda opción fue más tentadora e interesante, por una vez en mi vida quería parecer valiente, así que hice a un lado mi paraguas para enfocar mi vista en aquella misteriosa oscuridad del callejón y al instante pregunté: ¿Quién está ahí? ¿Puedo ayudarte?. No escuché ninguna respuesta, sólo escuchaba el sonido de las gotas caer sobre mi paraguas.

Después de unos segundos, volví a preguntar: ¿Puedo ayudarte? Inmediatamente me respondió una voz. Deduje que era un hombre por su voz ronca. Yo no distinguía a nadie, entonces aquella valentía que me invadió al principio se desvaneció rápidamente al ver el callejón: ya no quería averiguar nada. Di la vuelta y al querer dar un paso para echarme a andar, aquella voz volvió a hablar: Tengo mucha hambre, dijo, no he comido desde hace algunos días. Te lo doy lo más preciado que tengo a cambio de algo de comida o algunas monedas, por favor. Una silueta se formó repentinamente sobre el suelo. A la luz, apareció una caja de cartón. La sostenía unas manos velludas y descuidadas, con unos dedos largos y flacuchos que al final de ellos tenían algo que parecían uñas. Sentí lástima y miedo a la vez, no podía no brindarle ayuda a quien estuviera en aquellas condiciones. Hurgué entre cada uno de los bolsillos de mi abrigo sin pensarlo. Afortunadamente pude encontrar una barra de chocolate que había guardado el día anterior y algunas monedas. Temeroso, me acerqué un poco y los dejé en el suelo. Aquellas manos tomaron rápidamente lo que dejé y arrastraron hacía mí, la caja. La tomé cuidadosamente y salí de ese lugar en cuanto pude. No tuve el valor de esperar para ver qué pasaba después.

Sin mirar atrás, caminé apresuradamente de vuelta a casa, pasando por las mismas calles que transité cuando salí de mi departamento a diferencia de que ahora, mi brazo derecho sostenía una caja, y no tenía idea de qué venía en el interior. Por las palabras de aquella voz, era algo de mucho valor.

Faltaban unas cuantas cuadras para llegar cuando de pronto, me dio la impresión de que algo dentro de la caja se había movido y por un instante pensé que la caja caería al suelo. Afortunadamente, mi inercia no me traicionó pues rápidamente maniobré para que la caja no cayera de mi brazo. Y así fue que mis ansias y nervios se despertaron y se pusieron alerta ¿En realidad algo se había movido? ¿Fue sólo mi mente la que estaba creando esos pensamientos?

Seguí mi camino. Me apresuré. Pase por la cafetería y después unas cuantas casas y en un santiamén, ya me encontraba justo enfrente de la puerta de mi departamento. La abrí, dejé el paraguas entreabierto en el piso, me quité el abrigo y las botas, y corrí velozmente hacía mi cuarto. No me molesté en encender la luz, pues la brillante luna iluminaba todo mi cuarto. Me senté sobre la cama con los pies cruzados y puse la caja justo en frente de mí. Dudé en abrirla. Mis manos temblaban. Mi mente divagaba en un sinfín de cosas que podía encontrar en el interior. No podía esperar más para saber que había adentro así que la abrí.

Tic, tac, tic tac, el reloj marcaba las 3:30 de la madrugada. Al instante, un estruendoso relámpago iluminó aún más mi habitación e hizo que perdiera mi concentración. La ventana se abrió y me levanté a cerrarla. Me incorporé nuevamente en mi cama y al voltear a ver la caja, quedé petrificado. No podía creer aquello que mis ojos estaban observando. Me quedé viéndola un rato fijamente mientras un escalofrío recorría todo mi cuerpo. Quise meter la mano, pero un miedo imprudente me invadió. De pronto, llegaron las dudas. No sabía si deshacerme de ella o quedármela, así que me levanté de un salto y comencé a caminar de un lado al otro por la habitación, mordiéndome las uñas. Pensaba y pensaba, pero no lograba tomar una decisión ¿Qué pasaría si me la quedaba? ¿Sería buena idea tenerla en mi departamento? Después de unos cuantos minutos, así sin más, decidí quedármela…

Han pasado dos años desde que llegó a mí la caja, esa que cambió mi vida desde que me la entregaron en aquel callejón oscuro. Me ha costado mucho acostumbrarme. Todas las noches despierto a la misma hora, 3:30 de la madrugada, y aquel sueño es constante: yo en el callejón tomando la decisión de no traer la caja conmigo, y de inmediato me levanto a ver si sigue ahí.

Y ya no me siento tan solo, pues ya no soy sólo yo en la habitación. Hay noches en las que el miedo me invade, pero he aprendido a controlarlo, he aprendido a ser valiente. Poco a poco se convirtió en algo esencial para mí, algo necesario. Es lo único que no me ha abandonado. Me escucha cada que le cuento algo y me acompaña en mi soledad, en mis momentos de cordura. Algunas veces he pensado en regalarla, o en volver a aquel callejón para devolverla pues sé que era de mucho valor para el dueño de aquella voz ronca, pero esos pensamientos se desvanecen al instante, soy muy egoísta y quiero quedármela por más tiempo, el tiempo que sea necesario para sanar o para armarme de valor y volver al lugar donde fui feliz.

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Yara Piñón Almanza
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