Mi querida Eva

Yara Piñón Almanza
Atrabancadas
12 min readApr 1, 2022

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Fotografía por Brett Jordan de Pexels.

Estando en mi casa sin nada que hacer, salí a comprar un periódico en el puesto que estaba a una cuadra de mi casa para buscar empleo. Después de un par de minutos, encontré un anuncio que decía: “Se solicita joven para cuidar a un bebé, que sea fuerte física y psicológicamente”. Me llamó la atención eso de ‘fuerte de mente y de cuerpo’ y no es que yo fuera la persona más fuerte, pero enseguida tomé mi teléfono y marqué el número que venía debajo del anuncio. El teléfono sonó unas cuantas veces y de repente escuché una voz masculina del otro lado del auricular. “¡Buenas tardes!”, dijo aquella voz, “¡Hola, buenas tardes! Llamo para saber un poco más del trabajo que ofrece. Vi el anuncio en el periódico”, dije. “Me alegra que llamara ¡Está contratada! ¿Puede presentarse el día de hoy, por favor?”, respondió el hombre.

Y así sin más, me proporcionó una dirección en la zona más adinerada de la ciudad. Me sorprendió que ni mi nombre me preguntó. “Seguro necesitan a alguien que pueda cuidar a su bebé lo más pronto posible”, pensé. Yo no era niñera, pero había cuidado a los hijos de mi vecina un par de veces, ¿qué tan difícil podría ser?, eso sí, lo más complicado y asqueroso para mí era cambiar pañales, pero podía con eso y más con tal de conseguir dinero.

Ese mismo día tomé el camión y me dirigí a la dirección que me había mencionado aquel hombre. Cuando llegué al lugar me quedé boquiabierta. La casa era enorme. Me sorprendió que en la entrada estaba una fuente con dos Ángeles tocando sus dedos; nunca había visto algo así en mi vecindario. También, había plantas de girasoles en el jardín y de inmediato me enamoré del lugar. Toqué el timbre y esperé un momento. Cuando la puerta se abrió, apareció un hombre. Se veía de unos cuarenta años, se presentó como Damián. Era un hombre alto y tenía un aspecto de tristeza.

Me invitó a pasar. Toda la casa estaba reluciente, tenía una decoración muy a la antigua, pero hubo algo que me llamó mucho la atención; no había ruido alguno, “tal vez porque ya es tarde”, supuse. Pasamos por el corredor principal y pude observar un cuarto de bebé muy equipado. Pensé que no iba a tener ninguna complicación estando ahí. A un lado del cuarto, había una piscina. “¿Una piscina dentro de la casa?, yo muy apenas tengo un cuarto de baño y lo usamos toda la familia”, pensé sorprendida. “¡Por aquí!”, me dijo el señor Damián y enseguida me mostró el camino hacia una oficina.

Ahí tuvimos una charla que duró media hora aproximadamente. Al salir quedé perpleja. ¿En verdad quería ese trabajo? Dudé, pero la paga era sumamente buena y además de apoyar económicamente a mis padres, podría costearme las clases de pintura que tanto quería, pero que, por falta de dinero, no podía tomar. Así que acepté.

Me presenté el domingo siguiente como habíamos acordado para iniciar. Al llegar, me recibió de nuevo el señor Damián, muy cordialmente, y me presentó a Eva, la mamá de Eli (una palabra corta para Elías), el bebé al que iba a cuidar. Era una mujer menuda, con un cabello largo y castaño, pero un poco despeinado. Tenía una cara que se veía muy cansada. Se podían ver sus ojos sumidos en aquellas ojeras, ¿y su sonrisa?, su sonrisa parecía que la manejaba un titiritero, algunas veces tan abierta que mostraba sus dientes descuidados, y algunas otras como la de la Gioconda, muy apenas se podía ver. Era una persona muy buena, se notaba en el brillo de sus ojos. Me trató demasiado bien que hasta llegué a tomarle un poco de cariño en aquel momento. Me llevó al cuarto de Eli. Era enorme, con una cuna casi de oro y los muebles de alrededor eran hermosos. Por un momento imaginé estar en el cielo, con todo aquello color blanco y con pequeños toques dorados.

Eva, me presentó a su bebé. Lo miraba con tal ternura y amor que por poco se me salían las lágrimas. Yo sólo me limité a observarla y después a mirar la cuna. Así lo hice un par de veces mientras me decía lo mucho que quería a Eli. Me dio instrucciones de cómo debía cuidarlo, las horas en las que tenía que comer y sus horas de baño. Me dijo todo detalladamente, quería que lo hiciera como ella lo hacía. Yo sólo asentía a todo lo que me decía y en ocasiones, llegué a sentirme algo tonta al mover la cabeza y sonreír únicamente por no tener nada más que decir; parecía que el titiritero que movía su sonrisa empezaba a mover la mía.

Así pasaron los días y me acostumbre a la rutina del trabajo. Me iba muy bien económicamente y comencé a tomar aquellas clases de pintura que quería; estaba muy conforme con todo. Un día, me dispuse a ordenar el cuarto de Eli. Al estar acomodando su ropita, vi en una esquina del enorme cuarto, un baúl viejo. Lo abrí y casi al fondo pude ver un álbum fotográfico. Lo tomé y comencé a hojearlo y en la parte de atrás, encontré una fotografía ya manchada y descuidada por el tiempo. En ella estaba Eli en el hospital, recién nacido junto a su madre. Tenía los ojos cerrados y parecía un tomatito de lo rojo que estaba por acabar de salir al mundo. Me quedé unos minutos observando la fotografía cuando de pronto entró Eva, molesta, gritando. “Ese baúl nadie debe tocarlo”, gritó. Traté de calmarla y me disculpé por haber hurgado en donde no debía. Me arrebató la fotografía y salió muy enojada del cuarto. Fui a donde estaba el señor Damián y me disculpé repetidamente. Me dijo que no había problema, pero que debía tener mucho cuidado con las cosas que había en ese cuarto.

Aquel pequeño incidente pasó inadvertido y a la mañana siguiente, todo siguió como de costumbre. Ese día prácticamente no hice nada, porque Eva me pidió estar sola con Eli todo el día. Comencé a recorrer la casa y llegué a una biblioteca enorme que estaba a un lado de la oficina. Tomé un libro que llamó mi atención: “Mini charlas para amar la vida”, y comencé a leerlo recostada en un sofá rojo que estaba ahí. El libro era bueno, pero el silencio que emanaba la casa empezó a arrullarme. Me estaba quedando dormida cuando el señor Damián tocó mi hombro de manera repentina que me hizo dar un salto del susto. Me dijo que si podíamos hablar. De inmediato me incorporé como si nada hubiera pasado y le dije que sí. Nos dirigimos a su oficina y ahí comenzó la primera plática de muchas que tendríamos. Después, me dijo que cada fin de mes tendríamos una pequeña plática como la que acababa de terminar.

Y así pasaron los meses. En cada plática que teníamos me decía que tuviera paciencia, que no fuera a renunciar, que me ofrecería más dinero, incluso si yo lo solicitaba. Mencionó que se sentía muy cómodo conmigo y con mi trabajo. Yo siempre le contestaba que no se preocupara, que mientras existiera Eli, yo estaría ahí cuidándolo y cuidando de Eva también.

Llegó un punto en el que cuidaba más de Eva que de su bebé, Eva parecía el bebé. Todos los días yo le ayudaba a comer, a bañarse, a cambiarse…Algunas veces salíamos al jardín a regar los girasoles, ella me decía que esas flores la ponían feliz.

Había días buenos y días malos. Algunos días estaba muy feliz, contándome lo mucho que quería a Eli y cómo fue su etapa de embarazo. Otras veces la encontraba ausente, le preguntaba alguna cosa insignificante para comenzar a hablar y ella sólo veía al vacío, como si nada existiera. En otras ocasiones prefería estar sola con Eli, pues la presencia de las personas la alteraba. Estos eran los días malos porque ni siquiera mostraba interés por comer o por asearse. Cuando llegaban los días malos, me gustaba mucho peinar su cabello porque ella nunca lo hacía, y este gesto la calmaba. Cuando lo hacía, cerraba sus ojos y comenzaba a tararear aquella canción con la que arrullaba a Eli todas las noches.

Una de las cosas que me sorprendió mucho al estar en aquella casa fue que nadie iba a visitarlos. No recibían a ninguna persona ni llamada alguna. Ellos parecían de aquellas familias que suelen tener muchos amigos de aquellos importantes, sin embargo, nadie pisaba su casa, ni siquiera los vecinos. Una mañana, la vecina de la casa de la esquina, doña Ana, me preguntó cuando iba para el trabajo de una manera muy sorprendida, “¿por qué sigues yendo a esa casa?”. Yo no supe qué responder, simplemente moví los hombros y continué con mi camino.

El señor Damián era una persona de pocas palabras, parecía que la angustia y la preocupación eran sus mejores amigas. Nunca lo vi feliz. Algunas veces lo veía llamando por teléfono y después de colgarlo, salía por ahí. Decía que necesitaba despejarse. Después de un tiempo ya no lo vi hacerlo, sólo se limitaba a rondar por la casa. Una tarde, me contó cómo había sido que se enteraron que iban a ser padres. Ofrecieron una fiesta en donde todos sus amigos estuvieron presentes. “Fue uno de los mejores momentos de mi vida. Recuerdo cuando todas aquellas personas que solían llamarse mis amigos estaban aquí y ahora no queda nadie”. Y su semblante cambió de inmediato.

Duré en ese trabajo poco más de un año y me fui. Me fui por la simple y sencilla razón de que aquello que habíamos platicado aquella vez que me contrató, aquello que no queríamos que pasara, pasó.

Recuerdo que fue un martes por la mañana. Ese día llegué y busqué a Eva por toda la casa para contarle que había pintado un girasol para ella. Después de un par de minutos comencé a preocuparme porque no la encontraba. Había estado muy al pendiente de ella porque parecía muy decaída y su estado de ánimo me preocupaba. Dejé el cuadro en el piso y seguí buscándola. De pronto, escuché un tarareo el cual provenía del cuarto enorme en donde estaba la piscina. Ella se encontraba dentro del agua desnuda y con una sonrisa que no había visto en ella antes, se miraba extraña. Me acerqué un poco y me dijo que Eli había aprendido a nadar; y apuntaba con su dedo flacucho al centro de la piscina. Recuerdo haberle dicho que era un logro muy grande para Eli el haber aprendido a nadar tan pequeño y le ofrecí una toalla para que saliera de la piscina. Obtuve un rotundo “no” por respuesta. Me sorprendí demasiado, nunca me había contestado de esa manera. Recuerdo su rostro mirarme seriamente y de inmediato decirme que me metiera en la piscina así sin más, que saltara. Me lo ordenó. “¡Ahora, entra ya! Y mira cómo Eli nada, ¡ayúdalo!”, y no tuve más remedio que entrar. Eché un salto hacia el interior de la piscina y nadé al lado opuesto de donde estaba ella, “mira como nada, míralo”, me dijo refiriéndose a Eli.

Como era de esperarse, no había nadie, nunca hubo un bebé a quien cuidar. Eli había muerto tres años atrás y parecía que finalmente Eva se había dado cuenta de eso.

Todos aquellos momentos en que yo cuidaba de Eli en realidad eran momentos en los que atendía a Eva. Elías había muerto el día de su nacimiento. Eva sólo tuvo la oportunidad de besarle su mejilla rosada y de tomarse aquella foto con él. Después de eso, los doctores notaron algo raro en el bebé: no estaba respirando. Dicen que rápidamente lo arrebataron de los brazos de Eva y procedieron a hacer todo lo que pudieron, pero ya no hubo nada que salvara la vida del pequeño. En ese momento, cuando Eva se enteró de todo, tuvo una crisis y la tuvieron internada durante un tiempo. Ella no lo podía creer, se rehusaba a aceptar que su bebé, Elías, había muerto. Esta idea siguió en su cabeza después de este suceso y siguió así durante los siguientes años.

Eva había deseado tanto tener un hijo y a raíz de lo que sucedió, cayó en una depresión y en un estrés postraumático tan profundo que seguía pensando que su hijo estaba vivo. Después de aquella desgracia, ella comenzó a tener un comportamiento diferente. Todos pensaron que eso pasaría cuando asimilara lo sucedido, pero eso nunca pasó. Con el tiempo dejó de tener amigas y sus conocidos ya no la frecuentaban. Decían que Eva ya no era la misma, que era una pérdida de tiempo estar cerca de ella porque sólo quería hablar de su hijo; su hijo que ya no existía, y cuando estos le decían la verdad, Eva se molestaba tanto que comenzaba a tirar todo lo que tuviera a su alrededor y a maldecir. Todos se empezaron a fastidiar de ella y de sus actitudes.

El señor Damián seguía saliendo con los pocos amigos que le quedaban, pero siempre fuera de la casa. Les comentaba cómo iba la situación con Eva y ellos le decían que la llevara a un hospital psiquiátrico, ahí donde los especialistas trataban casos como el de su esposa. Como él quería mucho a su esposa y le dolía verla de esa manera, se negaba a llevarla a ese lugar, siempre decía que él podía cuidarla. Cuando se le ocurrió la idea de traer a alguien para que le ayudara a cuidar a Eva, y fingir que su hijo seguía vivo, se lo contó a sus amigos. Él esperaba su apoyo incondicional, sin embargo, se rieron a carcajadas y le dijeron que era una idea demasiado loca. El señor Damián, muy decepcionado, hizo caso omiso a lo que pensaron sus ‘amigos’. Fue al periódico a poner el anuncio y después me contrató a mí. Y él también se quedó solo, sin un amigo que le diera algún consejo o simplemente que le hiciera compañía en esta etapa por la cual estaba pasando.

La situación de Eva iba de mal en peor, veía a su hijo en todo momento y platicaba con él. Tomaba almohadas, peluches, o algún objeto y le tarareaba canciones, lo alimentaba, siempre pensando que eran su hijo y a mí me hacía hacer lo mismo. Por eso, el primer día que fui a aquella casa, dudé en trabajar ahí. En aquella plática que tuvimos la vez que me contrató para este trabajo, me explicó todo. Me dijo que era a Eva a quien tenía que cuidar y no a su bebé.

Después de que Eva me dijo que mirara a Eli nadar, comenzó a llorar. Lloraba tan profundamente que nadé hasta el otro lado de la piscina y la abracé. Mientras la abrazaba, comenzó a decirme que su hijo le había contado que ya no existía. Me dijo que después de lo que le había dicho Eli, ella corrió a la cuna y vio que no estaba y fue ahí cuando recordó todo.

Luego de haberme dicho todo aquello en la piscina, traté de tranquilizarla, pero no lo hizo así que la ayudé a salir del agua y de inmediato le puse la toalla: estaba temblando. Le grité al señor Damián y este llegó a toda prisa. Observé su cara de tristeza al ver a su esposa en aquellas condiciones. La recostamos un poco en su cama, pero no logró tranquilizarse. Tratamos de todo y ya que se nos agotaron los recursos, le dije que teníamos que llevarla al hospital; ya no había nada por hacer de nuestra parte.

Han pasado ya algunos años desde aquel episodio que desgarró mi corazón y el de Eva. A pesar de que ya no trabajo para ellos, seguimos en contacto. Ahora tengo una pequeña tienda en la que vendo artículos para pintar y mis propias pinturas. Aún tengo ese cuadro del girasol que le pinté a Eva y que no pude darle colgado en la entrada de mi local. Ya muchas personas me han preguntado por el precio de ese cuadro, pero mi respuesta siempre es la misma: “No está a la venta, este cuadro ya tiene dueña”. Afortunadamente me ha ido muy bien, me dedico de lleno a mi tienda pues me apasiona mucho. De alguna forma, Eva y el señor Damián me ayudaron a construir todo esto, y estoy muy agradecida con ellos, por haberme enseñado muchas cosas y, sobre todo, a ser fuerte y a conocer el significado del verdadero amor.

Eva, hasta la fecha, está en un hospital psiquiátrico en donde la tratan muy bien. No logró recuperarse después de aquel día, de lo contrario, su enfermedad avanzó más y más, al grado de que ya no sabía quién era.

Algunas veces voy a visitarla. Para mi desgracia, ella ya no me recuerda. Siempre que la visito le llevo un ramo de girasoles porque parece recordar que estos la ponían feliz. Yo me quedo ahí, observando cada movimiento que hace porque lamentablemente ya no podemos entablar una conversación. Sigo teniendo aquel gesto de peinar su cabello y ella sigue disfrutándolo mucho, algunas veces hasta se queda dormida. Y aquel titiritero que movía su sonrisa se cansó de su trabajo y se marchó, nadie sabe a dónde. Ahora, Eva, ya no sonríe, ni siquiera lo intenta. Necesitamos poner un anuncio en el periódico que diga: “Se busca titiritero”, para ver si alguien quiere apiadarse en mover nuevamente la sonrisa de, mi querida Eva.

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Yara Piñón Almanza
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“Words are, in my not-so-humble opinion, our most inexhaustible source of magic. Capable of both inflicting injury, and remedying it.” — Albus Dumbledore