Noches bohemias
Alcancé a percibir su aroma a cigarro mientras me lo cogía. Lo tomé de las manos y justo cuando movía mis muslos encima de él, comencé a gemir muy fuerte. No puedo negarlo, fingir me sale bien.
Al fondo vi nuestra silueta en los espejos, mis piernas lo rodeaban y él sólo estaba ahí tendido.
Mis ojos se cruzaron con su mirada vacía. Él parecía ido, tal vez por los efectos del alcohol.
De sus labios salió un te amo. Me quedé helada.
¡Mierda! Se me acabó el encanto.
—¡Te amo! Eres única — susurraba con miedo de que sus sentimientos volaran lejos de las cuatro paredes que nos rodeaban.
¿Me ama a mí, o a los orgasmos?
Sí, debía regresar a las doce, antes de que la ilusión se terminara.
Descubrí que no era amor, sólo eran mis tremendas ganas de encontrar calor en la oscuridad de nuestros ocasionales encuentros.
Siempre a la misma hora, a solas, a escondidas. No tenía que ser así porque ninguno de los dos estaba en una relación.
Pensaba que él era quien me llenaba la barriga de mariposas, pero era yo la que le adornaba el currículum con rosas; pretendía que era bueno, le minimizaba los defectos y magnificaba sus tintes de bondad, justificaba su indecisión. Estaba confundido; no estaba listo o no tenía tiempo.
La idea de un amor romántico me cegó, y no vi que las visitas eran una línea alternativa de su realidad. Le ayudaba a escapar.
Yo quería volver a mí, me sentía perdida.
Terminamos. Sí, más bien él. Me levanté de la cama y corrí a buscar mi ropa, me urgía salir de ahí, tanto que dejé el sostén debajo de la cama; lo extrañé hasta que me saltaron los senos al pasar por una calle sin pavimentar.
Llegué a casa con todo fuera de lugar, el delineador corrido y las pestañas a punto de caer: estoy bien, todo se puede arreglar con agua micelar. Me vi al espejo y sonreí.
Yo volví, y él se quedó atrás.