Remanente

Nix
Atrabancadas
6 min readMar 30, 2022

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Fotografía por Oleg Magni de Pexels: https://www.pexels.com/photo/sakura-tree-2033997/

Los cerezos ya habían retoñado. El aire llevaba consigo el gentil aroma de los pétalos de sakura, el sol era cálido, incluso el cielo estaba teñido de un brillante color azul. La primavera siempre había sido su estación favorita; cuando era joven, solía correr a lo largo de los jardines, siempre de la mano de Azumi. Entre la lluvia de pétalos rosados, todo parecía hermoso, el sonido del viento, las risas, el cantar de las aves… era como soñar despierta. Incluso ahora, si cerraba los ojos, Jin casi podía sentir su presencia, aun cuando ya no estaba ahí, aun cuando no volvería a estarlo.

Jin no podía evitar pensar en esos días, en donde aún podía permanecer a su lado y en aquellos después de su partida. Los ritos mortuorios en honor a Azumi habían transcurrido armoniosamente, incluso los súbditos se concentraron a las afueras del Edo-jo a entonar oraciones y plegarias para que el shogun, que ellos veneraban ciegamente, ascendiera glorioso al firmamento; pronunciaban un nombre que no correspondía como si fueran uno solo, rogando a los cielos que le otorgaran perfecta quietud de espíritu. Esa noche estaba teñida de vetas naranja, cientos de globos iluminando la bóveda celeste, flotando como ígneas luciérnagas que vuelan hacia las estrellas.

El ascenso al poder fue sencillo: la palabra de un deificado shogun y el apoyo militar del clan Ogawa fueron suficientes para silenciar a cualquiera que sintiera dudas sobre la legitimidad de la nueva gobernante. Pero, solitario es aquel que se sienta al trono. Jin se sentía completamente desprotegida, como si no hubiera nadie que pudiera ayudarla a pegar las piezas de todo lo que quedó. Era heredera de los vestigios de un clan extinto, portavoz del legado de alguien que nunca fue, viuda y shogun… nada hubiese podido prepararla para lidiar con la vida que llevaba. En ausencia de la mujer que le había encomendado esta tarea, que ahora debía cumplir en su nombre, Jin luchaba por mantenerse a flote, viviendo de los recuerdos que Azumi le dejó cuando exhaló su último aliento.

Si pudiera ser honesta, soportaba el peso del shogunato solo para honrar su memoria, para preservar esas pocas hazañas, para mantenerla viva a través de sus recuerdos. Si no estaba Jin, no había nadie que evitara que el nombre de Azumi se perdiera en la historia, el único nombre que resonaba en la memoria colectiva era el de su hermano, ante los ojos del pueblo, ella no había existido y el dolor de imaginarla extraviada eternamente era mayor que cualquier otro; por lo menos, en sus recuerdos permanecería a salvo. No obstante, si las circunstancias fueran diferentes, ella hubiera preferido ser incinerada a su lado en lugar de vivir el resto de sus días reuniendo los pedazos de su fracturado corazón. Jin sentía que era como llevar en el pecho una vasija kintsugi; sin importar lo dorado que fuera el polvo o qué tan eficientes fueran las lacas para pegar los trozos, las grietas seguían ahí, en esencia permanecía roto.

Su posición era complicada, su única guía eran las notas y planes que Azumi había dejado, sin embargo, la mayoría estaban inconclusos y esto hacía más compleja la labor; la política era una cosa y las cuestiones militares eran otra… estaba en desventaja, ella no era ningún señor de la guerra. El clan Ogawa buscaba hacer de ella una marioneta para gobernar desde las sombras; desde que prometieron su mano al primogénito de Ishikawa, el plan era obtener mayor influencia militar por encima del resto de los clanes y ahora que ya no era solo consorte, sino líder, los planes habían cambiado drásticamente. Simplemente había dos opciones y no estaba convencida de poder lidiar con ninguna de las dos a largo plazo; permitir que la gobernaran o rebelarse y gobernar, no había otra manera.

Desde su ascenso, había evitado el salón del trono en favor de las armoniosas vistas de los jardines. Con tan solo mirar a Nakigitsune, reposando desenvainada en un soporte a espaldas y por encima del trono, sentía como sus entrañas se revolvían dolorosamente. El aire en aquella sala era denso, casi como si recubriera sus pulmones con plomo a cada respiración. El aroma a metal y aceite de clavo que Nakigitsune manaba, predominaba por encima de todas las cosas, era intoxicante y de cierta manera nauseabundo. Había visto a Azumi pulir aquella vieja katana, del mismo modo que su padre, con tal religiosidad y devoción que era imposible para ella evitar que al menos una lágrima se le escurriera a lo largo del rostro al imaginarse la escena. Sin importar que hiciera no lograba cambiar la realidad, lo que quedaba era simplemente una espada y una mujer rota que se rehusaba a sentarse en el trono.

No obstante, a pesar de la repulsión que sentía por aquella fría sala, Jin percibía la necesidad de entrar, de tomar su lugar en el inmenso espacio que su esposa había dejado para protegerla de todo mal, aun si no podía estar a su lado como siempre había hecho. Dentro de Jin nacía una débil convicción, crecía un sentimiento de reciprocar el amor de Azumi, de proteger su legado como si ella misma hubiera nacido en el clan Ishikawa. Quería ser una digna heredera, aún si su corazón permanecía hecho añicos el resto de su vida.

Entonces, se decidió. Volvió a entrar al estudio donde Azumi, pasaba incontables horas planificando su reinado. Se sentó en aquel polvoriento escritorio y comenzó a trabajar en sus propios planes usando todo lo que tenía a disposición. Su shogun había elegido que ella guiaría a la nación en su lugar y así lo haría. Su esposa deseaba que tuviera el control de su vida del modo que ella no pudo, quería que ejerciera su libertad como ella jamás hizo. Era el momento de cumplir la promesa que le había hecho. De esta manera, durante días, se mantuvo encerrada en la residencia del shogun, asegurándose que todo estuviera en orden. Entrenaba del modo en que su esposa lo hacía, leía los textos antiguos del clan, escribía las directivas que seguiría durante su mandato, se preparaba no solo para soportar ver a Nakigitsune sino también para poder blandirla, en caso de que fuera necesario, incluso, en contra del clan Ogawa si así lo requería la situación.

Finalmente, dentro de la sala, se aproximó al trono, para llevarse a Nakigitsune en mano. Ceremoniosamente se sentó en el tatami y se dispuso a dar mantenimiento a la katana, comenzando por retirar el aceite viejo. Con cuidado empezó a dar ligeros golpecitos sobre la hoja con el uchiko desde el habaki hasta llegar a la punta de ésta, metódicamente usó nuevamente el papel de arroz para remover aquel polvo de su reluciente superficie y con delicadeza la ungió con aceite, retirando al final el excedente con otro trozo de papel. Cuando terminó, volvió a enfundar a Nakigitsune en su saya y sobre el oscuro lacado que la cubría trazó el nombre de Azumi con pintura infusa de oro. Así la depositó nuevamente en su soporte sobre el trono.

Esta vez, al sentarse a solas en ese lugar, con el aroma del clavo impregnando sus manos, dejó de sentir inquietud por primera vez en mucho tiempo. Ahora, con aquel nuevo grabado, la katana daba la impresión de que fungía como un ojo en el cielo, observando cómo se preparaba para recibir a los señores feudales que había convocado. Inhaló profundamente, el olor del metal y el aceite le llenaban los pulmones. Llamó a los soldados, ordenándoles que permitieran entrar a los daimyos, entre ellos su padre, para que pudieran sentarse a escuchar sus decretos.

Los ojos del líder del clan Ogawa se abrieron incrédulos al ver a su hija, sentada como todo orgulloso Shogun se había sentado ante sus subordinados durante generaciones. Vestía un lujoso junihitoe en tonos lilas y rosados como pétalos de sakura, con estampados bordados en hilo de oro. Como nunca antes, Jin verdaderamente daba una apariencia de firme realeza. Uno a uno, los daimyos reverenciaron a su nueva shogun antes de tomar asiento frente a ella, con expresión atónita.

Dispuestos a escuchar, los señores de las regiones posaban la vista sobre aquella resplandeciente mujer. Ante la mirada de cada orgulloso señor feudal, Jin habló entonces para negar el nombre de su padre del modo que se niega a la sangre, el sonido de su voz viajaba a través de la habitación del mismo modo que hacen los truenos a lo largo del cielo. Por fin, aquel hombre se veía despojado del poder que poseía en contra de ella. Y ante los murmullos, alzó la voz nuevamente para tomar el apellido del shogun que la precedía. A partir de ese instante, no solo asumía verdaderamente el poder tal cual Azumi lo hubiera esperado, se convertía en otro shogun que resguardaba una larga dinastía, se autodenominaba la sola remanente del clan Ishikawa y se transformaba en la figura que prevalecería a lo largo del tiempo para guardar una leyenda entre las líneas de su historia.

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