Shogun
Nadie realmente entendía lo pesada que era la responsabilidad que caía sobre los hombros de un Shogun. Eran incontables las noches que pasaba en angustia, esperando el momento en que sucediera, en que alguien se diera cuenta de la verdad. Era una farsa completa, muy a pesar de que fuera de carácter diligente y cuidadoso; nadie se percataba de que no solo llevaba a cuestas a una nación entera y las ilusiones de su pueblo, sino también la verdad sobre su identidad.
Era Ishikawa Yasuo de día y por las noches, a solas, Azumi.
Gemelos… decían los rumores, Yasashiku los silenció todos por la fuerza. El verdadero Yasuo jamás recibió una sepultura ceremoniosa, su deceso era más bien un secreto a voces; había fallecido con tan solo un par de años, a causa de una enfermedad. Azumi tomó su lugar, creció como si hubiera sido el primogénito, como si hubiera sido siempre su destino liderar al pueblo y las tropas del mismo modo que los patriarcas del clan. Sin saber lo que su fortuna le traería, ella tomó fácilmente el lugar y las promesas que no le correspondían por derecho sino por designio.
Cuando llegó a la madurez, se entregó a una jovencita; estaban comprometidas desde antes de nacer, puesto que, ante los ojos del mundo, ella no era ella sino su hermano. Llegado el momento, contrajo matrimonio con la primogénita del clan Ogawa, supuestamente obedeciendo, como siempre, al deber que correspondía a Yasuo con una sonrisa en el rostro.
Aunque en apariencia era un engaño, Ogawa Jin sabía de sobra que no desposaba al hijo, sino a la dulce heredera de Ishikawa. ¿Quién pensaría que una joven aristócrata estaría dispuesta a mentirle a todos en la cara? La realidad es que no mentía por ambición, Jin estaba ciegamente movida por el amor. Habían crecido juntas, por lo cual a ella no le importaba el nombre ni las apariencias: estaba innegablemente enamorada de Azumi, siempre lo había estado, y Azumi también la amaba con fervor. Era evidente, todos se regocijaron cuando se convirtieron en el matrimonio ideal bajo la protección del shogunato de Ishikawa Yasashiku.
La vida parecía sencilla en ese entonces, su padre se encargaba del estado, de la política, de librar las batallas, de guiar al pueblo durante las guerras, y ella solo tenía que pretender como siempre lo había hecho. Parecía que Azumi tenía todo el tiempo del universo para consagrar a su amada consorte. Ambas pasaban cada minuto una al lado de la otra, entre caminatas a lo largo de los jardines del este hasta los confines más oscuros del Edo-Jo. Pasaban las horas, entre corredores, explorando a besos la eternidad que se habían jurado, robándole al tiempo los segundos, recorriendo con la boca y las manos sus pieles desnudas. Transcurrían los días como un solo ser, siempre entrelazadas, jadeantes, protegidas por la oscuridad que las engullía; se amaban a cada instante, en cada rincón, en cada pared.
Pero la felicidad no es eterna, y el sueño tenía que terminar. Yasashiku cayó enfermo de cólera y al tercer día, falleció, dejando sola a su heredera con la labor de prepararse para lo que estaba por venir. Al cuarto día se cantaron los sutras y se quemaron inciensos para darle descanso al hombre que había dejado de ser. Una vez que los ritos fúnebres en honor a su padre culminaron y que las últimas llamas de la pira funeraria se apagaron, Azumi ascendió al poder.
El clamor del pueblo era ensordecedor. Todos gritaban al unísono por el príncipe que se convertía en el nuevo shogun, en el líder que preservaría la gloria del honorable clan Ishikawa del mismo modo que sus antecesores habían hecho por generaciones. Azumi escuchaba horrorizada como a sus pies bramaban el nombre de Yasuo, esperanzados de que se cumplirían los juramentos que ella había heredado a la fuerza. Ahora era su deber marchar a la guerra en lugar de su padre, tenía que culminar el sueño de Ishikawa Yasashiku porque así lo demandaba el pueblo. “Seii Taishōgun, Seii Taishōgun, Seii Taishōgun…” entonaban con fuerza ante los dioses, poniendo a sus pies la katana que había pertenecido a su padre; sus voces unidas cantaban una melodía bélica que helaba hasta los huesos. Era una sentencia de muerte, los días del nuevo shogun estaban contados.
Azumi le rogaba a los cielos que le obsequiaran un poco más de tiempo, no estaba lista para sostener por sí misma esta pesada responsabilidad. Si tuviera elección, ella escogería el exilio junto a Jin, elegiría el deshonor, el desdén de su clan si eso le permitiera permanecer a su lado un poco más. Pero los preparativos ya habían comenzado, sus sirvientes ya estaban puliendo la armadura que su padre había dejado para ella. El tiempo se había agotado.
Las tropas estuvieron listas al caer el alba. Azumi se alzaba al pie del palacio, cubierta con aquella purpúrea armadura, recién lustrada, y empuñando una saya negra que resguardaba a la katana llamada Nakigitsune. Antes de partir, solo pudo echarle una mirada a Jin por encima del hombro, esperando que con este gesto pudiera recibir la silenciosa promesa que le había hecho; volvería, regresaría a sus brazos a toda costa. Entonces la shogun dio la orden, el mar de soldados se partió en dos, y ella avanzó adusta hacia la entrada, cabalgando en un corcel de pelaje negro como el abismo.
Esos días transcurrían dolorosamente lento, pocas noticias llegaban del frente al palacio. Jin solo podía mantenerse al tanto de la situación por medio de los rumores que se esparcían entre murmullos a lo largo de los pasillos. No recibía cartas, solo escuchaba las historias acerca de su bravura, de su fuerza para pelear, las odas que entonaban acerca del shogun siempre blandiendo a Nakigitsune con valentía contra los enemigos de la nación; alababan a Azumi, ignorando que nunca sería el Yasuo que veneraban. Por otra parte, el clan Ogawa se impacientaba, la guerra era infame, no perdonaba a nadie. Los shogunes ascendían, se perdían en batalla constantemente y aún no había un heredero que cimentara su posición al poder, y no lo habría, Jin lo sabía de sobra. No quedaba nada más que esperar por su regreso.
Las pérdidas habían sido inconmensurables para ambos bandos, el aire tenía un aroma a metal, a putrefacción y la sangre había teñido los pastizales en el campo de batalla. Hasta donde la vista podía alcanzar se podía vislumbrar el mar de samurai caídos, aún con sus katanas en mano. La vista era trágica, cientos de guerreros perdidos en nombre de la conquista, un cúmulo de orgullosos sobrevivientes, gritando con fervor el nombre de su shogun y de rodillas, Azumi, luchando por recuperar el aliento para volver.
Pronto llegaron noticias al Edo-jo, la guerra había terminado, el shogun regresaba victorioso del campo de batalla. Aunque las noticias eran alegres, olvidaron mencionar la condición en la que volvían, no querían que el pueblo perdiera la fe. Habían herido al shogun y la enfermedad le respiraba en la nuca, las tropas marchaban sin descanso, cada uno de ellos, con la esperanza de salvarle la vida al líder que los condujo a la gloria. Azumi no había permitido que nadie le curara las heridas, se habrían dado cuenta de la verdad y ya era demasiado tarde para elegir la deshonra sin que las consecuencias fueran monumentales, finalmente el peso de ser Yasuo ante el mundo empezaba a ser demasiado para sus hombros, lo único que quedaba era que regresara con vida al palacio.
Finalmente, cuando las tropas arribaron a la entrada principal, la guardia personal del shogun llevaba en una camilla medio destartalada el cuerpo de Azumi, aún respiraba pero a duras penas. Uno de ellos llevaba un pergamino firmemente apretado en el puño izquierdo y la instrucción de conducir al shogun hasta los aposentos de su consorte y entregarle el pergamino, ella sabría qué hacer. Abrieron las puertas de una patada y Jin la recibió en sus brazos, aquel joven le entregó el pergamino, todos hicieron una reverencia y se marcharon sin decir más. Azumi abrió los ojos por un instante, débilmente llevó su mano a la mejilla de su esposa y musitó trabajosamente que había vuelto, que la amaba y pronunció su último deseo. Jin escuchaba con atención, las lágrimas corriendo silenciosas a lo largo de su cara, obedecería, aun si su corazón se rompía en mil pedazos, cumpliría con esa última petición. Entonces con un último beso, se selló su destino, Azumi exhaló por última vez entre los brazos de la mujer que amaba.
Poco después se hizo público el último decreto del shogun, “Yasuo” había abdicado en favor de su esposa antes de morir. Jin sería, por primera y quizás última vez, la única mujer en convertirse legítimamente en Shogun. Ahora ella heredaba los sueños, las promesas, las responsabilidades y los secretos del ahora extinto clan Ishikawa, pero, los aceptaba, los abrazaba fuertemente en su pecho; ella gobernaría en su nombre, ella viviría por las dos hasta que los dioses les permitieran unirse una vez más. Y aunque el mundo solo recordara el nombre de su hermano, mientras Jin viviera, siempre habría alguien que conocería su verdadero nombre y su historia.