Una relación difícil

Marissa Vargas Sánchez
Atrabancadas
11 min readFeb 1, 2021

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Marissa Vargas-Sánchez, 2018, Autorretrato a lápiz

Yo pienso en mi cuerpo constantemente: en qué aspecto tiene, cómo lo siento, cómo puedo hacerlo más pequeño, qué debería darle, qué le estoy dando, qué le han hecho, qué le hago yo, qué dejo que le hagan los demás. […] Es posible que la obsesión con el cuerpo sea una enfermedad humana por su inevitabilidad.ー Roxane Gay

La primera noción que tuve sobre mi cuerpo: ser llamada chaparra y cachetona.

La primera sorpresa: observar mis lunares; el que tengo en el lado derecho de la nariz, el de mi dedo índice izquierdo y el que se encuentra en el lado derecho de mi cadera.

Es difícil reconocer la cantidad de tiempo que he ilegitimado mi cuerpo: todas las formas en que lo he rechazado y violentado. Sin embargo, es normal. “No creo conocer a ninguna mujer que no se odie y no odie su cuerpo aunque sea un poquito”, afirma Gay.

Ahora, estoy aquí sola, juntando los pedazos de alguien que yo misma rompí; afrontando las consecuencias de lo que aprendí observando: a odiarme.

El cabello rizado es causado por la forma del folículo piloso y la distribución de los enlaces disulfuro a lo largo del cabello; en otras palabras, la queratina (proteína principal del cabello) se carga más hacia unos lados que a otros. Todo esto es determinado por el gen TCHH o Tricohialina. El origen de este tipo de cabello es incierto; también dependerá qué tipo de rizo tengas en mente pero, por población, el cabello rizado e hirsuto se sitúa en África, mientras que el ondulado o el rizo más abierto hacia el Norte de África, el Mediterráneo y Medio Oriente.

A mí me empezó a gustar mi cabello hace cuatro años, el día en que casi lo hago desaparecer. Irónicamente, quien me motivó a hacerme ese corte fue una mujer con el pelo lacio que recuerdo muy bien: esbelta, blanca, alta, facciones delicadas, pelo lacio y castaño. Totalmente opuesta a mí, que mido 159 cm, tengo mejillas grandes, mi piel es amarillosa y mi pelo había sido ondulado, largo y sin chiste según yo.

Con todo y el temor de que mi cara luciera incómodamente redonda, fui decidida a la estética a despelucarme. La trenza que fue cortada ese día no pudo ser donada de lo maltratada que estaban las puntas.

En ese momento, cortarme el pelo se sintió novedosamente transgresor. A partir de ahí, he encontrado cierta valentía en las mujeres que renuncian a su melena. En todas, menos en mí; a las demás podía encontrarlas con gracia y simpatía, mientras que yo me sentía una copia barata.

El pelo como el mío, ambivalente entre los rizos y las ondas, no lo creía sinónimo de belleza. Un cabello así es rápidamente maltratado, nunca bienvenido. Un cabello así no es ordenado, no es delicado y mucho menos arreglado; no es fácil de controlar ni de predecir.

Desde luego, el desorden no entra en las reglas para ser mujer.

Hoy en día, me gusta mi cabello así, libre y natural, porque entendí que justo así es como no quieren que sea.

Al tipo de nariz que tengo se le dice aguileña. En realidad, no recuerdo a alguien diciéndome narizona, pero concebí mi nariz como desagradable por observación: si a quienes se les dice que tienen una nariz bonita es porque es recta y respingada y la mía es opuesta a eso, la mía debe ser fea; si quienes se operan la nariz son las personas que naturalmente tienen un tabique alto como el mío, entonces mi nariz es indeseable.

A la nariz aguileña también se le dice nariz de bruja. Si haces una búsqueda rápida, te saltarán opciones para operarte con imágenes de antes y después para que te convenzas de que hay una solución a tu horroroso perfil.

Las narices deben ser pequeñas y sutiles, especialmente en las mujeres; entre menos espacio ocupemos, mejor. Entre menos presencia tengamos, más cómodo para el mundo. Una nariz aguileña es lo peor, porque es grande y no puede ser ignorada.

Hace alrededor de un año vi una colección de fotos de narices aguileñas de famosas bailarinas y cantantes. Hasta ese momento entendí que mi nariz cuenta con una tradición y con ancestras; que no sé si algún día llegue a ser el retrato de alguien para otra chica con una nariz como la mía.

Hoy en día me gusta mi nariz así, notoria, porque entendí que justo así es como no quieren que sea.

Y porque me da miedo el quirófano.

Y porque mi trabajo no enriquecerá a los cirujanos plásticos cuando mi nariz funciona perfectamente.

Hubo un periodo en secundaria en el cual usaba faja debajo del uniforme. Era una faja que mi mamá me había pedido no creo que con mala intención. Era caliente, gruesa y blanca. No fui de las compañeras que molestaran por gorda, pero tampoco era de las flacas y, como nos han dejado claro, siempre es deseable ocupar menos espacio.

Una vez un compañero me tocó la cintura y se dio cuenta de que traía algo debajo de la camisa. Hizo algún comentario, lo negué. No quería ser la clase de mujer que usaba faja; sin embargo, sí era la clase de niña que usaba faja.

No solo buscaba que mi abdomen se aplanara, también mis pechos. Los sentía demasiado grandes y pesados. Me avergonzaba ir fajada a la escuela porque creía que lo resaltaba más, por lo que terminaba encorvando mi postura creyendo que sería menos obvio; esto sin mencionar el dolor en la espalda que te causan los sostenes.

Los pechos grandes son sinónimo de vulgares y, siempre, siempre, es deseable ocupar menos espacio.

Hoy, honestamente, no sé qué tan en paz estoy en mi propia carne.

Parafraseando a Roxane: esta no es una historia de triunfo, es una historia verdadera.

Mi cuerpo está manchado por hombres pasando cerca para susurrarme, por mujeres dándome consejos que no pedí.

Mi cuerpo está manchado por hombres gritando sus opiniones frente a más hombres, por mujeres enumerando los rincones que me han notado.

Mi cuerpo ha sido violentado. Por mí y por otras personas.

Esta afirmación no tiene nada de extraordinario. Si estás leyendo esto, seguramente el tuyo igual, puesto que no hay humano que no haya experimentado o ejercido algún tipo de violencia en su vida.

A los quince años comencé a preguntarme si alguna vez había sido abusada de alguna manera. No recuerdo qué me llevó a eso, pero ahí estaba la pregunta y la respuesta siempre era no.

Por supuesto, en ese momento no lo recordaba, porque sí lo he sido.

En el camino de la secundaria a mi casa solía pasar frente a donde vivía el fotógrafo de mi primaria. Él solía estar afuera en una mecedora, leyendo. Siempre evitaba voltear a ver ese lugar, manteniendo la mirada al frente o hacia mi mamá al volante. La casa era verde turquesa, de dos pisos, sin portón, creo que simétrica, con un pequeño porche al frente.

No sé los raros mecanismos del recuerdo, ni sé con exactitud el momento en que reconocí el abuso. El punto es que ya lo reconozco como tal. Estaba en cuarto de primaria, parada del lado izquierdo del salón donde había una ventana que daba hacia la calle. Ahí había una mesa que tenía fotos de nosotros, asumo de fin de curso. Alrededor de esa mesa estábamos la mayoría del grupo viendo las fotos. Yo estaba ahí rodeada de los demás y ese señor detrás de mí. Apoyó sus manos sobre mis hombros, que luego bajaron hacia los costados de mi torso, debajo de mis brazos, que luego acabaron tocando los pechos que apenas comenzaban a crecer. No dije nada, pero sí me retorcí e intenté zafarme.

Sé que moví mis brazos y con mis codos lo empujé. Sé que él insistió y siguió tocando. Sé que, dentro de todo, fingí que no pasaba nada, porque estaba rodeada de otras niñas y niños y supongo que mi maestra no estaba ahí (porque si hubiera estado eso no habría pasado, ¿verdad?). Sé que después de eso lo evité dentro de la escuela. Sé que sí sentí cierto alivio cuando salí de la primaria. Sé que actualmente él está muerto. Sé que solo se lo he dicho a una amiga y fue muchos años después. Sé que no se lo he dicho a mis papás, ni a mis hermanos, ni a nadie más porque ¿para qué? Pero lo escribo ahora porque estoy haciendo memoria de mi cuerpo.

Reconozco que he dudado de mi propia memoria. Al final, luego de muchas dudas, tengo certezas. Sé lo que pasó.

En resumen: estaba en cuarto de primaria, él era de la tercera edad, estaba rodeada de niñas y niños, dentro de un salón de clase. Por si te importa mi vestimenta ese día: falda a la rodilla, camisa de algodón (abotonada), calceta a la rodilla y zapato escolar.

Si alguno me ve después de leer esto, por favor no lo traiga a conversación. A nadie le gusta ser víctima.

Mi cuerpo ha sido violentado y hay ratos en los que sana.

Siendo amado por la persona adecuada.
Mi cuerpo siendo el único medio real para alcanzarlo.
Mi cuerpo para poder abrazar, tocar y besar el suyo.
Mi cuerpo siendo abrazado, tocado y besado.
Mi cuerpo siendo añorado.
Mi cuerpo siendo hogar de alguien.
Mi cuerpo como lienzo.

La primera vez que fui con mi ginecóloga actual lloré mientras me ponía la bata en el baño del consultorio. Hasta ese momento nadie había visto mis genitales. Me calmé, me postré sobre la cama, levanté las piernas. Era menor de edad aún. Fui porque tenía una bolita blanca en uno de mis labios vaginales.

El miedo era parecido a como cuando crees que estás embarazada porque tarda en bajarte a pesar de que llevas meses con períodos regulares y sin relaciones sexuales: ¿será esta obra del espíritu santo? Cuando esa vez fue algo como: ¿tendré alguna ETS sin haber tenido ningún tipo de relación sexual? Qué joda, ¿será un caso extraordinario?, ¿y si es cáncer, a tan corta edad?

Era un grano. Una pinche grasa, en el lugar más inconveniente. Mi madre pagó seiscientos pesos para que me ordenaran bañarme con agua tibia.

La verdadera primera vez que fui a una consulta ginecológica quien me atendió fue un hombre. Quiero pensar que allá afuera hay ginecólogOs profesionales y éticos, pero hasta ahora me cuesta verme yendo con alguno.

Fui porque mi menstruación llevaba interrumpida tres o cuatro meses; muy desde el fondo de mi corazón, estaba comodísima con ese hecho. Por supuesto, no es normal, ni sano (maldita sea). Llevaba tiempo con una dieta vegana que yo mismita armé muy irresponsablemente, llena de soya y carbohidratos procesados. Había perdido mucho peso y mucho cabello. Las personas notaban mi delgadez y me lo decían a modo de cumplido. En mi cabeza tenía el balance perfecto entre bienestar (la delgadez, mejor dicho) y mis valores con la naturaleza.

Posteriormente fui con nutrióloga pero, en principio, asistí con ese ginecólogo. Mi mamá entró conmigo, le explicó mi situación. Él sonrió y respondió que seguramente estaba embarazada. Le dije que yo no había tenido relaciones sexuales. No me creyó. Incluso si hubiera querido tener sexo en ese entonces no habría podido porque me la pasaba pegada a mí mamá. No me creyó. Hizo algunos chistes, se rió. Sí mencionó cosas de la dieta y al final me aconsejó ir con una nutrióloga. No se molestó en revisarme ni mandarme a hacer ningún tipo de análisis.

Recuerdo que estaba enojada. Escribo esto y continúo enojada, porque mi palabra de niña no fue suficiente. Y ahí, mi madre pagó seiscientos pesos para que el señor se despidiera diciendo “nos vemos en tres meses”.

Una vez mi papá me dio una lección. Supuestamente.

Él solía llevarme todas las mañanas al bachillerato. En esa época, yo estaba en rondalla y llevaba mi guitarra en la parte trasera del coche. Un día de ensayo cargué con el instrumento. Llegamos, me bajo, cierro la puerta, y cuando estoy a punto de abrir la otra puerta para sacar la guitarra, él arranca. Le hago señas, le grito, le marco, no contesta, me quedo parada ahí con la esperanza de que haga algún retorno cuando se de cuenta de que se llevó mi guitarra. Al final, ese día no tuve cómo ensayar.

Ya en la tarde que termino clases, me recoge y le cuento lo mismo que acabo de contar. Él, con suma tranquilidad, me dice que no es cierto: yo olvidé la guitarra en la casa. Estoy segura que no. Le repito la historia; él persiste, yo persisto, pero él persiste más. ¿Estoy segura? Claro que me hace dudar. El camino en el coche era de treinta minutos y fueron treinta minutos llenos de dudas sobre si todo me lo imaginé. Llegamos a la casa, voy directo a la sala y veo a mi guitarra encima del sofá de la sala. “Estoy en la dimensión desconocida”, de eso sí estoy segura.

Luego viene y me dice que yo tenía razón, que todo era una prueba para ver qué tan segura estaba de los hechos. Hazme el chingado favor. Me dice que la lección es que a partir de ahora tengo que estar segura de todo lo que hago y recuerdo para no dudar de ello a pesar de lo que me digan.

Las opciones son:

a. Mi papá (o los hombres) tienen una mente retorcida,

b. Solamente se le olvidó y su forma de enmendarlo es darte una lección sacada de la manga (que te deja traumada de por vida tanto que lo escribes en este ensayo); o,

c. El gaslighting en todo su esplendor.

Hace poco le recordé todo esto y lo negó; o es irónico, o es otra prueba. Esta vez no persistí porque no tengo que convencerlo para tener certidumbre.

No estamos locas: nos hacen locas. Nos quieren locas porque les conviene.

No obstante, sé lo que pasó ese día y sé lo que le ha pasado a mi cuerpo. Sé que ya no puedo permitirme dudar porque si no confío en lo que yo misma me digo, estoy perdida y sujeta a lo que los demás quieran hacer de mí.

Nos quieren locas, locas seremos. Si ya reivindiqué mi cabello salvaje y mi nariz de bruja, puedo reivindicar mi locura de niña.

No quiero tomarme más fotos para sentirme validada. A veces quiero atención, al igual que el resto del mundo, pero me gusta más la idea de que la gente me ponga atención para que así vean las cosas a las que yo pongo mi atención.

Sé que las violencias a las que mi cuerpo ha estado sujeto no son enteramente mi culpa. Sé que hay a quienes les conviene que me desprecie. Sé que es un tema político porque entre más me violente más poder podrán ejercer sobre mí. Sé que no nací odiándome, ni deseando una faja o una rinoplastia, pero sé que los cuerpos vendidos como éxito no se parecen al mío; que nuestros cuerpos, los de las mujeres, son noticia y moneda de cambio. Sé que mi cuerpo no soy toda yo, pero atraviesa mi experiencia completa de vida. Sé que mi cuerpo respira, se mueve, me sostiene, me informa cuando algo va mal, me da placer, me transmite emoción y me hace sentir amada. Sé que mi cuerpo no es el centro del universo entero, pero a veces es el centro de mi propia vida. Sé que la humanidad pasa mucho tiempo absorta en los cuerpos.

Al final de esta historia, no hay cuerpo nuevo: nada más imposible. Estoy desechando y generando células. A través de estas palabras, intento verme con otras lentillas un poco más amables y justas.

Esta es una memoria de mi cuerpo hasta ahora, no es una historia de triunfo: no es sobre pérdida de peso, ni ahorré para buscarme el cambio que quería, ya fuese una operación o un planchado permanente; no me he reducido los pechos, ni me he quitado la papada ni los cachetes.

Por encima de todo, no le he hecho grandes transformaciones a mi cuerpo. En términos patriarcales/comerciales, esta no es una historia de triunfo, aunque creo ya será hora de reivindicar eso también.

Marissa Vargas-Sánchez, 25 de mayo del 2018, Autorretrato a lápiz de color

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