Apuntes sobre el duelo

Azul Corrosivo
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4 min readMar 20, 2023

Paula Vázquez escribía en Las estrellas: “En la muerte hay un tiempo que cesa: el tiempo del contacto físico, el de una voz que responde en el teléfono, el de la presencia que te recibe al llegar o que te cocina y sirve la comida con la que creciste. La muerte deja atrás esos modos inmediatos de acceder al otro. Lo que se abre es la profundidad”.

Mi madre murió hace 18 días y aún no había podido escribir esas palabras. Estoy transitando el dolor, la ausencia y la profundidad de la que hablaban todos los libros que he leído en los últimos años intentando prepararme para esto. Es curioso volver a ellos y releer las partes que en su momento subrayé casi teletransportándome al futuro. Ha llegado el momento temido y ya tenía este trabajo hecho, ya había leído todo lo que había podido sobre la pérdida de un ser querido.

Ahora qué.

Todas las autoras coinciden en un sentimiento aniquilador: las oleadas de tristeza. Lo desarrollaba especialmente Joan Didion en El año del pensamiento mágico: “Durante ese período indeterminado que denominamos duelo, es como si estuviéramos en un submarino, en silencio sobre el lecho oceánico, sintiendo las cargas de profundidad, a veces cercanas y a veces lejanas, que nos azotan con recuerdos. El dolor por la muerte de un ser querido es otra cosa. Carece de distancia. Viene en forma de oleadas, de paroxismos, de premoniciones repentinas que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y cancelan la normalidad de la vida”.

Paula Vázquez lo describe como “una isla cubierta de niebla, una mente confusa y errante atada a un peso de hierro en una zona sin respuestas”. Porque mientras tu vida tal y como la conocías se desmorona, hay que seguir poniendo lavadoras. Mientras el cerebro vive en un estado de regresión narcótica, con esas oleadas implacables de tristeza profunda que atacan en cualquier momento del día, hay que seguir fichando en el trabajo. Lo verdaderamente aterrador es la certeza de que la vida sigue aunque todo esté patas arriba.

La trascendencia de una muerte que toca el alma es un pulpo de ocho patas que lo abarca todo: no puedes hacerte la cena, entrar en una reunión o tomarte un café con alguien sin experimentar las consecuencias de la alteración. Te reconoces en algunos destellos, pero a la vez ya no eres tú ni sabes si alguna vez lo volverás a ser. Esta nueva etapa es como volver a aprender a andar.

De ese repentino y primario sinsentido que lo inunda todo escribía también Delphine Horvilleur en Vivir con nuestros muertos: “Nadie sabe hablar de la muerte, y puede que esta sea la definición más precisa que se pueda dar de ella. Escapa a las palabras porque rubrica precisamente el fin de la palabra. La del que se va pero también la de quienes lo sobreviven y que, en su estupefacción, siempre harán un mal uso de la lengua. Pues las palabras, en el duelo, han dejado de comunicar. A menudo solo sirven para expresar hasta qué punto nada tiene ya sentido”.

A mi madre le encantaban las plantas y las flores, pedir siempre lo mismo en el único restaurante al que nos dejaba llevarla, el punto fino y la viscosa, los tacones incluso en las zapatillas de estar por casa, el eyeliner azul (solo en la línea de agua, nunca en el párpado) y los gestos de amor fugaces e improvisados que evitaban lo cursi. Era muchísimas cosas además de mi madre, y desde luego era mucho más que su enfermedad y ahora es mucho más que su muerte.

Cuando el corazón se recomponga lo suficiente como para no llorar pensándola, intentaré honrar todo lo que fuimos y los 32 años que nos conocimos. Echo de menos escribirle cómo me ha ido el día, mandarle vídeos de Galleta comiendo fruta y agarrarnos del brazo andando por la calle. Espero que sepa que nunca voy a olvidar nada de lo que me ha enseñado ni de lo que hemos vivido juntas. Aunque quisiera mantenerla con vida y siempre conmigo, sé que tenía que parar el dolor y dejarla ir.

Dejar que se convierta en la fotografía en la mesa y en el recuerdo cálido.

A los que nos quedamos aquí nos queda un proceso largo y doloroso, pero los tímidos momentos de lucidez que aparecen intermitentemente cuando abro un armario y veo la falda que tanto se ponía y que he atesorado o miro el jarrón que elegimos juntas, traen algo de esperanza.

“Descubrí que en el mundo hay esperanza, que en el mundo puede haber esperanza, no para mí, o no para mí la esperanza de poder seguir abrazando a mi mamá, tenerla en mis cumpleaños los años por venir, pero puede haber esperanza y eso es algo que se opone a la muerte”.

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Comunicación audiovisual, cultura y gatos. Never not hungry. Antes en BuzzFeed España y BuzzFeed LOLA.