Los hilos del mago

El Herrero
BAMcomunicacion
Published in
6 min readMar 16, 2020

A los trece años fui amigo de un brujo. Tenía mi edad y su formación autodidacta se la debía a textos raros, acceso a internet y (creo) contacto con otros brujos. Lo cuento esto desde la neblina de los recuerdos. Pero con el desahogo de contar lo que no se olvida.

En una ocasión, el mago me mandó a buscar un fruto. Lo llamaré deilomna (un anagrama de su apellido). Me advirtió que esa “ramita de olor agridulce” serviría para protegerme. ¿De qué? Pregunto ahora. ¿Por qué necesitaba meterme en algún monte cercano a mi casa, en las faldas de un cerro, para recoger un fruto extraño?

Esa tarde, como todas las tardes, me dediqué a dormir. La intranquilidad provocada por su advertencia no bastó para levantarme. Al día siguiente le inventé que había buscado el fruto en el monte que está frente a mi casa. No encontré ni madre, le dije. El pequeño brujo sonrió y de su mochila sacó el deilomna y me le entregó. Guárdalo, me dijo. Pero no dejes que cambie su olor. Es mala señal. Cuídalo. Si cambia su olor es como si se pudriera, y entonces valiste verga.

Y ahí permanezco: sentado en el salón de la secundaria, hipnotizado ante las enunciaciones de otro puberto que dice ser mi amigo. Aunque su mueca me hace dudar que lo sea. Luego revivo las noches de viernes gastadas en su casa: escuchando Black Sabbath, fumando Marlboro. Y observando las flamas de las velas colocadas en las puntas del pentagrama, que con cinta dibujó en el piso de su cuarto. Le acepto el regalo.

Puse el deilomna en un frasquito con agua. Lo escondí en el patio detrás de un boiler inservible y oxidado. Todas las noches checaba el fruto: si olía diferente, si tenía otro color. Nada sucedió durante tres semanas. Lo descuidé. Una noche fui al patio y el deilomna olía distinto. La rama no parecía podrida, pero tenía un olor rancio. Recordé la mueca del brujo y su sentencia: “si se pudre…”.

Pinchazos. Fue como si me clavaran alfileres en el cuello, entrepierna, pecho, espalda. La sensación duró apenas unos segundos. Pero fue suficiente para ahogarme en incertidumbre. No es mi amigo capaz de maldecirme. O sí. Nunca me dio explicaciones. ¿De qué mierda hablaba? ¿Por qué necesitaba yo un amuleto?

Salí de mi casa con el deilomna. Caminé algunas cuadras como animal perdido. Las calles de mi colonia tienen nombres de escritores. Pasé por Salvador Novo y Manuel Acuña. Ojalá hubiera pasado también por otros más lejanos: Rosario Castellanos, Albert Camus. Llegué a un baldío y tiré la pinche ramita tan fuerte como pude. La vi hundirse entre la maleza. Mantuve el secreto. Y del brujo no supe más cuando el término de la secundaria nos separó.

No es mi intención acusar a ese mago. Su devoción a la magia era seria, pero conmigo muy probablemente nomás se divertía. Es solo que la anécdota me parece un síntoma. Un patrón que me persigue:

*Cuando nací, mi mamá escribió un acróstico con mi nombre. Desde que era adolescente ella me habló de metafísica; de manifestaciones, decretos, la mente. Y varias de esas teorías que asociamos –con justa razón– al new age y la charlatanería. Ella consultaba de vez en cuando con un brujo de “magia blanca” recomendado por una de mis tías. Mi hermano y yo llegamos también a consultar con él.

*A los veintitantos tuve una suegra que estudiaba, entre otras cosas, astrología; hablaba de ciclos, de energías. Me dio una terapia de reiki luego de que sufrí un episodio dramático que los doctores calificaron como ataque de pánico. También me obsequió una piedrita que llevé un mes en mi pantalón a modo de talismán.

*Hace dos años, buscando en internet soluciones para cierta cuestión, llegué al canal de un canadiense que estudió filosofía y ahora es un conferencista reconocido. Le he puesto atención desde entonces. Últimamente habla de niveles y tipos de energía que se transmiten entre cuerpos (visibles y no tan visibles).

*Hace una década, encontré por casualidad un libro que expone la decadencia de la civilización moderna. Un capítulo del ensayo se enfoca en campos magnéticos y vibraciones. El autor, un erudito con títulos académicos y músico de profesión, declara que el ser humano ha estado siempre influenciado por fuerzas superiores, que en el presente han quedado relegadas al reino de la fantasía.

*Hace varios años, descubrimos muchos clavos oxidados dentro de dos macetas que están en la puerta de mi casa. Nadie de mi familia nos explicamos cómo o porqué llegaron ahí.

*En las noches que oigo a mi tío –un paciente siquiátrico– rezar en su cuarto, medito una frase de la escritora de televisión Jane Wagner: “¿Por qué cuando le hablamos a Dios se le llama rezar, pero cuando Dios nos habla se le llama esquizofrenia?”

En este 2020 siguen acechándome las casualidades.

Recién di –otra vez, sin querer– con un libro titulado Real Magic: ancient wisdom and modern science. Su autor, Dean Radin, científico senior en el Instituto de Ciencias Noéticas, argumenta que muchos de sus colegas son seducidos por temas paranormales. Sin embargo, lanzarse a estudiarlos propiamente significa dispararse en el pie. Radin ha arriesgado su reputación y su carrera al analizar fenómenos como: premonición, telepatía, sincronicidad. Radin ha estudiado rigurosamente –desde una perspectiva científica– estos y otros fenómenos similares durante 40 años; trabajo que le ha valido para publicar numerosos libros al respecto.

Para Radin, la “magia real” cabe en tres categorías:

I. Fuerza de voluntad (influencia mental en el mundo físico)

II. Adivinación (percepción de eventos distantes en espacio y tiempo)

III. Teúrgia (lo que los griegos denominaban El Trabajo de los Dioses)

Radin expone con detalle los resultados de sus estudios. Y además ofrece técnicas para aplicar la Fuerza de voluntad y un poco de Adivinación. En la Teúrgia recomienda mejor no adentrarse para evitar experiencias desagradables o hasta catastróficas. Su conclusión es tajante: la magia existe. No a la manera excéntrica en que la presenta el entretenimiento, pero sí de una forma más sutil y misteriosa. Y a ese misterio le sobra terreno para explorar.

Este año se conmemoró un suceso importante –mágico si se quiere– de la industria musical. Se cumplieron 50 años del disco debut de Black Sabbath. Y en días de apocalipsis, con el futuro como amenaza y no como promesa, es un soundtrack ideal para el principio del fin.

Una de mis rolas favoritas de la banda es Planet Caravan. Ozzy Osbourne, el Príncipe de las Tinieblas que de una mordida le arrancó la cabeza a un murciélago, canta con voz distorsionada, robótica, estos versos que me conmueven cuando los escucho en melodía:

We sail through endless skies

Stars shine like eyes

The black night sighs

The moon in silver trees

Falls down in tears

Light of the night

Pongo la canción en repeat y me asomo por la ventana al teclear esto. Afuera está oscuro, no hay gente. La imagen sombría evoca otra inusual experiencia que tuve hace pocos meses.

Iba en el carro con mi hermano a las tres de la mañana: cielo opaco, luz mercurial, calles desoladas. Unas cuadras antes de llegar a nuestra casa, junto a un terreno baldío, vimos a una señora de unos 60 años; sola, con vestido blanco y algo en la mano. Parecía que había salido del monte. Pasamos a su lado y en el segundo que duró nuestro encuentro intercambié miradas con ella. Yo sentí escalofríos, ella permaneció quieta. Sobre lo que llevaba en la mano solo puedo decir que parecía un manojo de cebolla.

No estoy asegurando que conocí a La Llorona. Pero a quien no le resulte por lo menos extraña la escena, que me invite a sus tertulias, deben de ser interesantes. Elijo fantasear que conocí a una de mis Moiras (divinidades femeninas que según los griegos hilaban el rumbo de los hombres al nacer) y que sentenció un destino próspero para mí. Un destino que a veces siento como si me lo quisieran arrebatar.

Por eso en los momentos en que repaso el acróstico que escribió mi mamá, cargado de expectativas hermosas; en las jornadas de insomnio, en mis profundos dolores, en mis sábados negros, pienso: ¿en qué momento sucedió todo? Y en esos asaltos a la conciencia es cuando me dan ganas de levantarme y correr hacia un monte de los que abundan en este cerro. Y hallar la suerte que a los trece años me advirtió un brujo que iba a necesitar.

--

--