La soledad en tiempos del coronavirus
El tiempo ya no es lo que era antes. Ahora es un ente irregular que varía caprichosamente, incapaz de establecer un patrón claro y definido. Resulta difícil llevar la cuenta en circunstancias como esta, pero si el cálculo no me falla, acabo de pasar la marca de las nueve semanas encerrado en casa. Comencé este confinamiento unos días antes de que el gobierno español anunciara la medida oficialmente. Podía ver que las cosas se estaban saliendo de control y que el COVID-19 andaba jodiéndonos la vida a todos.
En esos primeros días el miedo y la paranoia hicieron un pequeño campamento en mi cabeza. Tomé la decisión de faltar a la última clase presencial que tuve porque la universidad se había convertido en un espacio anti sanitario y peligroso, sobretodo por las puertas. Elisava, la universidad en la que estudio, está ubicada en el antiguo centro de Barcelona. Es un edificio de cuatro pisos lleno de corredores y aulas, cada uno con una puerta y cada puerta con una perilla que era manoseada por quién sabe cuántas personas. Apenas tocaba una, mi mente entraba en un espiral descendente que repetía constantemente una sola pregunta: ¿será que esta vez lo llevo entre los dedos? El miedo se tornó tan real que incluso dejé los capuchinos que religiosamente compraba en una máquina dispensadora del tercer piso.
En casa, por el contrario, estaba completamente aislado. Adriana, mi esposa, regresó a Lima en febrero y hacia mediados de marzo, justo antes de que pudiera volver a Barcelona como teníamos planeado, el virus pasó a tener categoría de pandemia y el mundo se inmovilizó de un momento a otro. Los aeropuertos cerraron sus puertas, 17 mil aviones quedaron varados en los hangares y pistas de aterrizaje. Un día después de que España decretara el confinamiento obligatorio, el Perú también lo hizo. Ambos países cerraron sus fronteras inmediatamente y con ellas la posibilidad de estar juntos de nuevo.
El panorama, por otro lado, era desolador. Los contagios aumentaban por millares y las muertes por centenas. Los hogares para ancianos trasmutaron hacia morgues de facto. Los fallecidos desbordaron la capacidad de las funerarias, así que empezaron a apilarlos en fosas comunes, sin que sus familiares tuvieran la posibilidad de darles el último adiós. En medio del caos varios personajes públicos, sobretodo políticos, contrajeron la enfermedad, lo cual aumentó la sensación de inseguridad. Nadie parecía estar a salvo.
Alrededor del mundo las cosas iban de mal en peor. Estaba muy preocupado por cómo el virus afectaría a mi país, Perú, donde el sistema de salud público es muy pobre y era seguro que no se daría abasto. En Guayaquil, una ciudad ecuatoriana muy cerca de nuestra frontera norte, el virus golpeó tan fuerte que en las calles empezaron a aparecer cadáveres tendidos sobre el asfalto y las veredas, creando escenas que parecían sacadas de una auténtica película de terror.
Durante casi veinte días mi aislamiento fue total. No puse un pie fuera del departamento hasta que las alacenas se vaciaron y tuve que salir para hacer compras. Cuando finalmente pisé la calle Barcelona era otra, una con menos gente, el aire enrarecido y un enemigo invisible al acecho. La mayor amenaza, por supuesto, eran otros seres humanos. Bajo la lupa obnubilada del coronavirus todas las personas que cruzaron por mi camino eran algo así como alienígenas asesinos, cada uno un potencial contaminador con la capacidad de esparcir miles de pequeñas gotitas que podían quitarte la vida. En esa primera incursión, además, aún no tenía mascarilla y de repente fui muy consciente que el problema no sólo eran las puertas de la universidad, sino cualquier objeto al alcance de mis manos, desde los botones del ascensor hasta la manivela del carrito del supermercado.
Todo esto, mezclado con la soledad, conformaron un cóctel perfecto que tuvo consecuencias en mi estado de ánimo. Pocas veces me he sentido tan pequeño e indefenso. El mundo entero parecía ir en una dirección de la que debía protegerme a toda costa porque estaba solo y si pasaba algo –si llegaba a contagiarme– no tenía idea de qué pasaría conmigo. Mi punto más bajo llegó el día que solté unas cuantas lágrimas mientras escuchaba Lucha de Gigantes, una canción de Antonio Vega tan genial como oscura, pero que reflejaba perfectamente la fragilidad que sentía en ese momento.
Monstruo de papel
No sé contra quién voy
¿O es que acaso hay alguien más aquí?
Me di cuenta que estaba hundido en una zanja y que debía hacer algo para salir de ella. La primera decisión que tomé fue dejar de ver tantas noticias y concentrarme en las que consideré realmente importantes. En ese proceso descubrí que había millones de personas en el mundo que la estaban pasando infinitamente peor que yo. La facilidad extrema que tiene el COVID-19 para multiplicarse presionó a gobiernos de todo el mundo a decretar el confinamiento como la única medida posible para frenar su expansión. Sin embargo, estar encerrado entre cuatro paredes sobreviviendo en base a ahorros es un lujo que 4 mil millones de personas, dos tercios de la población mundial, no se puede permitir. Para ellos, informales que sobreviven de lo que pueden generar cada día, el confinamiento ha sido una condena directa al hambre sencillamente por el hecho de que si hoy no ganan, mañana no comen. ¿Cuánta miseria había sido escondida debajo del tapete y que ahora, en solo cuestión de días, se deslizaba entre los vacíos generados por la ilusión del consumismo?
En el Perú, por ejemplo, muchos migrantes que históricamente dejaban el campo para ir a la ciudad –una tendencia demográfica que ocurre desde hace 80 años–, están buscando volver a sus pueblos de origen, huyendo ante la falta de trabajo y del miedo al contagio. Familias enteras duermen en medio de las calles, entre telas que amarran a los árboles, a la espera de su turno para entrar en los transportes que puedan acercarlos a sus comunidades, pequeñas aldeas sumergidas en medio de los Andes o el Amazonas. Para algunos el costo del viaje es tan alto que han tomado la decisión de hacer el éxodo a pie. Están dispuestos a recorrer cientos de kilómetros y, en muchos casos, sobrepasar los 5 mil metros de altura que exige el viaje con tal de escapar.
Estas historias lograron que pusiera las cosas en perspectiva. Vine a Barcelona con la idea de hacer algo que ayude a cambiar el status quo, ese en el que la pobreza existe sencillamente porque sí. Decidí entonces que debía concentrarme en mi proyecto de la maestría, el cual estoy desarrollando justamente para dar una solución al problema de la vivienda en sectores de ingresos muy bajos.
Recuperar ese propósito me llenó de energía. Pasé días enteros frente a la computadora pensando y diseñando. Desde entonces mi concepto ha dado un giro inesperado. Ataca el mismo problema, pero de una manera diferente. Es irónico, pero el aislamiento que tanto me había afectado en esas primeras semanas me ayudó a lograr los mayores avances para perfeccionar mi idea y hacerla más viable, más relevante.
Oliver Sacks, un gran neurólogo inglés, escribió que las enfermedades y los desórdenes mentales “pueden jugar un rol paradójico al tener la capacidad de despertar poderes que hasta entonces parecían dormidos”. Se refería a cómo las mismas limitaciones que nos impone la naturaleza pueden ser el combustible que se necesita para lograr cosas que de otra manera parecen imposibles. Creo que esto es verdad también en situaciones de crisis. ¿Mi proyecto habría progresado de la misma manera si no hubiese estado encerrado? Es difícil de predecir, pero la respuesta más probable es no. La creatividad, en gran medida, es generada por el contexto, por los obstáculos con los que nos encontramos y que debemos sobrepasar.
En todo caso lo que sí puedo decir con total seguridad es que queda mucho camino por recorrer para llevar este proyecto a la realidad. Sé también que no faltarán inconvenientes y otros tropiezos a los que me tendré que sobreponer. Sin embargo, siento que voy en la dirección correcta y la intuición, lo tengo claro, es el origen de las certezas.