Una tarde en las peleas

Mauricio Salvador
Entre las cuerdas
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5 min readMar 15, 2014

Doscientas personas, si acaso, atestiguan cómo la acción se detiene súbitamente dentro del ring. El réferi manda a los peleadores a sus esquinas y deja que uno de los seconds suba al ring para revisar a su peleador.

La música se reanuda. El público lanza chiflidos pero al cabo de unos momentos se desentiende y guarda un moderado silencio, en parte porque un grupo de edecanes llama su atención y en parte porque el ambiente es mayormente familiar, compuesto por la parentela que ha venido a apoyar a cada uno de los peleadores.

En la esquina roja el muchacho que toma asiento sobre el banquillo parece agradecido por el descanso que la fortuna le ofrece. Después de haber perdido con certeza los dos primeros roundsse sienta y da una mirada a su alrededor, pensativo como todo adolescente que valora los pros y los contras de su situación. Hubo un momento en que su mirada mostró vivamente que prefería estar en cualquier otro lugar antes que en ese ring, pero el hecho ineludible de encontrarse ahí es algo que acepta, para bien o para mal, y en su banquillo tiene tiempo para concentrarse en su propia respiración y en el sudor que cae a chorros por sus antebrazos. Suspira y su cuerpo se relaja. Estira las piernas, recibe un sorbo de agua de mano de su entrenador. Es un muchacho de catorce años y sus padres se encuentran entre el público o de otra manera no podría estar peleando en el ring.

Lo que sucede es que la careta de protección de su contrincante ha sufrido un desperfecto en la tira de cuero de la barbilla. Y teniendo en cuenta que esta es solo la segunda pelea, y que faltan cinco más por llevarse a cabo, un sentimiento de pánico se apodera de jueces y organizadores porque se supone que para las peleas restantes, de peso minimosca a mediano, debe usarse el mismo equipo disponible, dos caretas de protección y dos pares de guantes de boxeo estilo olímpico. Al tanto de que la careta estropeada puede dar al traste con el resto de la función, los organizadores anuncian por micrófono un ligero receso y enseguida se dan a la tarea de buscar una careta nueva o una forma de coser la tira de cuero.

En la esquina azul el muchacho que aguarda sentado sobre su banco no tiene muchas ganas de hacer caso a lo que pasa a su alrededor. Minutos antes, mientras apabullaba a su oponente conjabs a la nariz e izquierdas desbocadas sobre la oreja, su cuerpo no era el de un esmirriado adolescente sino el de un consumado boxeador. Uno tiene que observar a dos peleadoresamateurs en sus primeros combates para comprender lo difícil que es controlar el propio cuerpo y la propia personalidad. Así que cuando un boxeador amateur es capaz de dominar su desbocamiento natural y de defenderse con lo que ha aprendido en el gimnasio, uno sabe que se encuentra ante un futuro prospecto.

En la pelea anterior el público pudo divertirse ante la ingenuidad de los boxeadores. En más de una ocasión, cuando el réferi los separaba para continuar el combate, ambos permanecían en la esquina descansando los brazos sobre las cuerdas e indiferentes ante el hecho de que la pelea debía continuar. «¡Box!» gritaba el réferi pero ellos parecían estar a gusto en medio de su descanso improvisado, incapaces de asimilar que su objetivo era conectar golpes sobre su oponente. En cada ocasión el réferi tenía que ir por ellos, llevarlos al centro del ring y dejarles claro que si los separaba no era para descansar sino para seguir peleando. La cuestión es que quizá muy pronto comprendieron que semejante deporte simplemente no era para ellos.

Es una tarde de peleas como cualquier otra.

Como el objetivo es muy diferente al de la brutalidad profesional, contemplar a los amateurs es contemplar las motivaciones de los muchachos que están en un ring ejecutando un acto de valor. Es muy raro que haya un episodio de aguda violencia, una nariz rota o una cortada, o incluso un nocaut. Las reglas son diferentes, los guantes absorben el impacto antes que ayudar a hacerlos más efectivo y el réferi siempre se mantiene al tanto de la salud de los peleadores, saltando incluso para separarlos y comenzar la llamada cuenta de pie.

Al cabo de unos minutos el público se impacienta. No puede solucionar el problema con la careta y los muchachos se enfrían. Finalmente un hombre experimentado les explica que sólo es necesario pasar un cordón por las orejeras de la careta y luego amarrarlo debajo de la barbilla. Así lo hacen y entonces la pelea puede continuar. Los peleadores reciben las últimas instrucciones de su entrenador.

Una parte del público recomienza sus gritos de ánimo. Sólo falta un round pero es un round que los muchachos se toman en serio. Se lanzan golpes desde todos los ángulos; uno incluso llega a lanzarse cabeza adelante hacia el estómago de su oponente porque a esas alturas el cansancio y el calor (estas peleas se celebran en la costa) les impiden mantener el balance y una postura digna. Un golpe conecta accidentalmente sobre la nariz. Una línea de sangre mana hasta la camiseta blanca. El réferi detiene la acción y comienza un conteo de seguridad para el muchacho herido. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…»

«¿Estás bien?», pregunta. Y no recibe respuesta.

«¿Estás bien?», repite y esta vez escucha palabras inconexas del muchacho, palabras ahogadas entre una repentina falta de aire.

«¿El qué?». El réferi se acerca para escuchar mejor y cuando por fin comprende lo que el chico dice lanza un manotazo al aire seguido de una maldición, todo evidentemente dirigido a la esquina del chico herido.

«¡El protector, por el amor de Dios!», grita, «¡se les olvidó ponerle el protector!»

El entrenador salta al ring y le coloca a su pupilo el protector bucal. La afición acompaña los últimos segundos del enfrentamiento. Llueven golpes por todos lados hasta que suena la campana y entonces ambos contendientes se dan un abrazo infantil y regresan desfallecientes a su esquina.

Comienza la música.

Es una tarde de peleas como cualquier otra y como en cualquier función debe haber un ganador y un perdedor. El réferi toma las papeletas de manos de dos jueces y las lleva a un tercero, que hará la suma. Luego toma por las muñecas a ambos peleadores y se colocan junto en el centro del ring, a la espera del veredicto. Cuando este llega el réferi alza la mano del boxeador de la esquina azul y luego los conmina a darse un abrazo y mostrar su respeto a las esquinas contrarias. Lo hacen. En seguida bajan las escaleras del ring y salen muy campantes, casi felices, como si no hubieran estado en una pelea de verdad, sino en una fiesta donde ellos eran los protagonistas y vuelven a ser dos muchachos delgados y casi desnutridos. Salen por la parte trasera y después de ellos aparecen dos nuevos contendientes, nerviosos y casi solemnes, que avanzan hasta el pie del ringdonde un ayudante limpia con una toalla el sudor y la sangre que ha quedado en las caretas y los guantes. La música se apaga. El público anima.

Originally published at www.dulceciencia.com on March 15, 2014.

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Mauricio Salvador
Entre las cuerdas

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