Bullying: la causa del vacío

Biblioteca Humana Ibero
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8 min readMay 6, 2017

Es raro, ¿no? Lo que sucede con esas historias cuando incluso después de haberlas platicado y comentado en cientos de ocasiones, se dificultan a la hora en que se plasman sobre papel. Quizás se deba a la distancia que se impone entre el escritor y su escrito: que mi experiencia deje de ser realmente mía para pertenecer en su lugar a todo quien la lea me genera un poco de (inesperado) conflicto… Se combina también con una sensación parecida al orgullo: haber pasado por todo lo que viví en mi círculo social mientras crecía y haberme convertido en la persona que soy hoy en día, es un mérito que no puedo desacreditar. Si bien estoy segura de que las experiencias que he vivido a la larga me han fortalecido, no puedo negar que se trató de una época difícil… Un periodo que se prolongó incluso más de lo que creía, y que no pude dilucidar realmente hasta que lo miré hacia atrás.

Todo comenzó cuando mi amiga Jannette se fue de México con su familia por el trabajo de su papá. Íbamos en tercero de primaria (hemos de haber tenido alrededor de 9 años), y hasta entonces habíamos sido muy cercanas. Junto con Graciela, Jannette y yo habíamos formado un trío de amigas tan felices como cualquiera, pero cuando Jannette se fue todo cambió. Graciela dejó de llevarse conmigo… Nunca me dijo nada en específico, simplemente se distanció de mí para llevarse mejor con Mónica, Ana y el resto de sus amigas.

Nunca antes me había detenido a pensar en cuál era el “rol” en que me encasillaban los miembros de mi generación. Tenía buenas calificaciones… En realidad, lo de la escuela siempre se me ha hecho bastante fácil. Pero no fue sino hasta que perdí a mis dos amigas que me percaté de que era la niña “nerd” de la generación.

Para 4º de mi primaria mi vida había cambiado drásticamente. Me llevaba ahora con otros dos amigos: Rudy e Iván. Juntos éramos como los tres mosqueteros… Es una amistad que valoro muchísimo hasta la actualidad. A pesar de ello, había un gran vacío en mi vida: me había quedado sin amigas desde el año previo, y no había logrado establecer ninguna relación similar con las demás niñas de mi generación. En realidad no había mucho de donde escoger… Éramos 50 en la generación: 32 hombres y 18 mujeres. De esas 18, 10 formaban una bolita, 5 formaban otra (Graciela, Mónica, Ana y compañía) y 3 quedábamos fuera de este esquema general.

Para mediados de 4º de primaria, las 3 que restábamos nos empezamos a llevar. No me cabe duda de que fue una amistad que surgió más por conveniencia que nada, pero sirvió. Mandy y Valeria empezaron a llenar de cierta manera eso que me hacía falta: ya tenía a quién invitar a dormir a mi casa (con Rudy e Iván eso había sido imposible porque eran hombres), con quién platicar de moda y accesorios, y a mis dos compañeras de cuarto para todo campamento escolar.

A mi mamá no le gustaba mucho que me llevara con ellas. “Son raras” — me decía. “¿Por qué no mejor te llevas con Ana y las demás?”. No podía. Desde que Graciela y yo nos dejamos de llevar, podía sentir las miradas juzgonas de todas sus nuevas amistades. Íbamos a las mismas clases de baile por las tardes, e inevitablemente yo era la última a quien escogían cuando hacían equipos, o la que siempre se quedaba sin pareja para trabajar (ni Mandy ni Valeria tomaban esas clases conmigo). En la escuela no lo percibía tanto todavía, pero cada que volvía a mi casa con esa mochila de los bailes me sentía triste; me sentía mal.

Llegamos a 5º de primaria y la situación seguía bastante gris. Iván y Rudy eran mis amigos preferidos, pero mi relación con Mandy y con Valeria se empezaba a deteriorar. Los comentarios de mi mamá hicieron que notara cada vez más ciertas actitudes de ellas hacia mí que me decepcionaban: casi nunca venían a mi casa, sólo me llamaban cuando querían ayuda en alguna tarea o para estudiar antes de algún examen… De pronto notaba cómo Mandy — sobre todo — cambiaba cada vez que convivíamos con las demás niñas de la generación, alterando la manera en que nos trataba a Valeria y a mí o adoptando actitudes que no eran realmente propias de su personalidad…

No había nada que me chocara más que sentir cómo me hacían de menos, y saber que yo actuaría como si nada después sólo por no perder a esa querida “amistad”. Había veces en la que me sentía tan sola… Como si no tuviera ningún otro soporte más que mis papás.

A mediados de 5º fue cuando pasó lo peor. Mis amistades con Mandy y Valeria ya no se sentían reales; todos los días llegaba a mi casa a llorar. Cuando la situación ya no podía empeorar más, hackearon mi mail. De alguna manera consiguieron mi contraseña y a todos mis contactos les llegó un correo en el que me agredían verbalmente: ‘eres una pendeja’, ‘a nadie le importas’, ‘nos cagas la madre’ y cosas así. Me sentía tan triste y avergonzada que no encontraba ni donde esconder mi cara.

Desde el fondo de mis entrañas supe que Graciela y Mónica habían sido las responsables, pero nunca lo pudimos comprobar. Estábamos en el 2005, así que por más que lo intentamos nunca conseguimos descifrar quién había sido responsable del hack. Mis papás me ofrecieron cambiarme de colegio. Yo no accedí; supongo que tenía un cierto cariño por mi escuela (era la misma a la que había ido toda mi familia antes de mí), pero también había cierto miedo escondido de que en cualquier otro lugar la situación fuera igual a la de allí.

Nuestros maestros hablaron con toda la generación respecto a lo que había sucedido. Recalcaron la importancia de que todos nos tratáramos bien, pero que sobre todo mantuviéramos una interacción basada en el respeto. Hablaron también con los padres, y supongo que de todo eso algo sirvió.

Mis papás me llevaron un par de veces con una psicóloga: me hacía dibujar y platicarle diferentes cosas… Y nunca faltaba el premio que me llevaba de regalito al final. Recuerdo que le comentó a mis papás que no tenían nada de qué preocuparse… Que simplemente me había tocado la mala suerte de estar en una generación gacha; que era una niña buena — demasiado buena, quizás — y que sólo era cuestión de que pasara esta mala racha. Me incitó a escribir un diario, y me enseñó algo que nunca olvidaré:

“Tu corazón es como una bolsita de piedras preciosas” — me dijo. “Ahorita es una bolsa transparente, de esas que tienen hoyitos… Todo puede pasar. Pero ahora imagínate si la envolvemos con la armadura del metal más resistente del mundo. Tú puedes elegir cuando quitarla y ponerla, pero ahora solo tú tienes el poder de decidir lo que llega a ese contenido precioso que está dentro de tu corazón.”

Para 6º de primaria, la dinámica de las niñas de mi generación había cambiado. Las 10 que formaban una de las bolitas seguían siendo buenas amigas, pero mi trío había desaparecido y la bolita de 5 amigas se disolvió. 3 de ellas se incorporaron con las otras 10 niñas, pero Mónica y Graciela no. Para entonces yo me había decidido a pasar casi desapercibida ese último año de primaria: ponerme la armadura y proteger mi corazón. “Más vale sola que mal acompañada” — decía. Pero no estaba sola: tenía a Rudy y a Iván.

Recuerdo bien el día en que Mónica se acercó a mí para pedirme una disculpa. Fue a principios de aquél año: me pidió que nos sentáramos a hablar durante el recreo, y yo accedí. Me pidió lo que a mi juicio fue una disculpa sincera: me explicó que todo había salido mal, y que nunca debieron de haber actuado de esa manera. “Una última cosa” — me dijo. “Ten cuidado con Mandy, porque ella es la que nos venía a contar todos tus secretos a Graciela y a mí”.

Me sentí desgarrada. Ya hacía tiempo que mi amistad con Mandy se había deteriorado; incluso tenía mis sospechas de que ella hubiera sido quien me había traicionado. Sin embargo, la confirmación de Mónica se sintió como un tremendo golpe bajo.

Casi en lágrimas, opté por confrontarla. Le dije que de su amistad ya no quería nada; que solamente me interesaba externar mi tristeza y compartirle mi decepción: “Tú eras mi amiga… Yo había confiado en ti… Traicionaste esa confianza” — recuerdo haberle dicho con palabras de una niña de 12 años de edad.

Estadísticas, detección y prevención.

Pasó el tiempo y la situación empezó a mejorar. Mi relación con Mandy acabó siendo cordial, pero ya nunca de amistad. Con Mónica me llevé durante una época, pero después se cambió de escuela y de ella ya no supe mucho más. Seguí coincidiendo con Graciela incluso hasta después de la prepa, pues teníamos muchísimas relaciones en común… Sin embargo, nunca logramos tener nada más que una conversación cuasi-amistosa. Iván y Rudy siguen siendo de mis amigos más cercanos, y espero que así se mantengan durante muchos años más.

El título de esta historia menciona que el bullying es la causa de un gran vacío… Una sensación de que algo te falta para que la gente te pueda aceptar; un cuestionamiento incesante acerca de lo que uno como víctima está haciendo mal… La realidad es que rara vez se encuentra la respuesta. Hay personas que simplemente son viles de pequeñas porque quieren pertenecer, al igual que todos los demás. Quizás sienten la necesidad de engrandecerse a cuestas del otro, y necesitan de esa seguridad que proviene de sentirse poderoso sobre alguien más.

Sólamente se requiere de una persona para poder marcar la diferencia en la vida de alguien más.

Si puedo encontrarle un lado positivo a todas las experiencias que viví en la primaria es que sin duda me han ayudado a convertirme en una persona más fuerte y segura de sí misma; alguien que jamás haría daño o menospreciaría a nadie más. Con los años, ese vacío que sentía se ha ido llenando: me he rodeado de personas que genuinamente valen la pena; de amigos y familiares que sé que para siempre ahí estarán. Quizás esa sea mi moraleja… No importa cuán obscuro sea el camino, siempre habrá una luz hacia el final.

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