El año que cambió mi vida

Biblioteca Humana Ibero
Biblioteca Humana Ibero
8 min readApr 24, 2017

Identificar el comienzo de todo me resulta tan imposible como identificar el principio del universo. Esto es lo que sé: me marcó el divorcio de mis padres (tenía 12); algo se apagó dentro de mí en esa época y a partir de entonces el discurso que me di de mi vida fue el de ir siempre cuesta arriba. Pero lo cierto es que resulta una mera suposición decir que ahí comenzó mi depresión. Es un trastorno crónico el que tengo y si no empezaba ahí, iba a empezar después: tarde o temprano iba a tener que lidiar con ella. Nació conmigo.

Sin embargo, la crisis que detonó todo fue, como es siempre de esperarse, el amor. Nada como un corazón roto para liberar una depresión y alimentarla. En noviembre de hace dos años se rompió.

Me salí de la universidad, no quería saber nada del mundo, de mis deberes, de mis responsabilidades (después de todo, qué responsabilidad tenía yo si no vivir al máximo mi desamor); nada de mi familia, de mis amigos, de otros peces en el mar, de clavos sacando más clavos, nada. Quería alejarme de todo; y lo hice, aunque no como tenía planeado hacerlo.

Iba a irme del país durante un semestre. Me iba a ir en enero a descifrar mi vida quién sabe a dónde. Europa sonaba bien. Pocos saben que no estuve lejos de irme sin decirle nada a nadie. Sólo desaparecer (dejando una nota, por supuesto). Pero por azares del destino acabé en un psiquiatra recibiendo el diagnóstico de un trastorno mental -distimia, un tipo de depresión- viendo cómo mis planes se disolvían en el aire.

La salud es primero, luego puedes viajar, no te vas a ir hasta no estar mejor, no te apresures, tarda un poco en que el doctor te ajuste la dosis del medicamento. Pinche doctor se tardó meses. Y recaí. En abril recaí. Y tenía planeado irme en abril. Pues no. Hasta junio me fui. Pero me fui. Y no me fui seis meses, me fui poco menos de dos, pero me fui. Y créeme, haberme ido en el estado en el que estaba fue un logro equiparable a ganar el Nobel. Conseguir algo que para mí era tan grande con una voluntad tan pequeña, cosa de locos. La depresión hace eso: absorbe la voluntad.

Y me fui.

Y fue un viaje increíble.

Y lo único que me molestaba era cómo una experiencia así no encajaba con mi historia. Era como si un chick flick hubiera invadido mi drama psicológico. Pero fui feliz, no obstante. Claro que no me transformé y me volví otra persona; mis retos eran mis retos, pero estaba allá y eso me hacía más grande, más valiente. Y gané algunos, perdí otros, pero competí. Participé del mundo. Sentí, me atreví, y desperté. Regresé otro.

Quería girar mi vida, quería, quería.

Claro que no esperaba mantener el nivel de emoción con el que regresé de mi viaje, pero sí me decepcioné con la rapidez con la que se disipó. El poco a poco de siempre volvió, y poco a poco volvía a hacer un cortocircuito. Hubieron destellos. Picos. Muchas crestas. Y valles y más valles.

Mi vida se volvió un sube y baja. Picos cortos, altísimos pero cortos. Valles cada vez más prolongados y pronunciados. Y los picos poco, aunque algo, pudieron hacer ante la consistencia de los valles.

El balance poco a poco fue de blanco a negro. Y el blanco brilla mucho más frente al negro, pero el negro nunca es más oscuro que cuando se come una luz.

Contrario a lo que uno supondría, mis pensamientos suicidas llegaron cuando el panorama ya no era tan oscuro. Encontré que el suicidio no es una respuesta a la falta de luz. El suicidio en mi caso no surgió de la oscuridad.

La primera vez que me lastimé fue por ahí de noviembre. Estaba en mi cama, llorando. No sé por qué. Por desesperanza supongo. En ese entonces era un sentimiento recurrente en mí. Nada va a mejorar. Qué caso tiene vivir. A quién complazco viviendo. Vivir era un castigo. Una penitencia.

No fue una buena combinación con una navaja que tenía en mi buró. Estaba vieja. Sucia. Fue un regalo de navidad de hacía mil años que nunca había usado. Nunca se había presentado la ocasión. Sobra decir que no me pude dormir. Me esperé a que todos estuvieran dormidos y me bajé con la navaja a la sala de tele, en el piso de abajo. Lloré mucho más. Dudé. Me tardé en atreverme. Amagué y amagué. Y cuando me di cuenta mi muñeca era como una pintura de Jackson Pollock. Ese ataque creativo que tuve fue como una droga. Y he aquí algo que por mucho tiempo me avergonzó: lo disfruté, me alivió.

No pasó a mayores, si es que eso no son mayores. Me convencí de que necesitaba ayuda, desperté a mi mamá, me vendé y me dormí. Los días siguientes los tengo nublados. No sé qué pasó. Sé que le dije a mi papá, aunque no recuerdo cuándo ni cómo. Tal vez fue esa misma madrugada. O la mañana siguiente. No sé más. Y no tardé demasiado en reincidir.

Pasó dos o tres veces más. Con una navaja diferente cada vez, pues cada una era inevitablemente confiscada. No se podía esperar otra cosa, claro, pero me resultaba tan ridícula esa medida que sólo accedía para aparentar que funcionaba.

Hoy puedo hablar ya de la manipulación que representaba cada uno de esos cortes. Todo se trató de mí en ese entonces, y castigué impecablemente a mi familia por todas y cada una de las veces que me callé mi dolor. No era culpa de ellos, claro. Probablemente de saber que me lastimaban cuando lo hacían habrían cambiado algo, pero yo me guardé todo. Me volví una bomba de tiempo.

No sé si lo sabía en ese entonces. No me era completamente desconocido el pensamiento, pero creo que nunca me vi como tal. Tuve poca fe en mi inevitable explosión.

Lo siguiente que pasó fue similar al viaje del verano. Me salí de mi casa. Y crecí, y me dio valor y me dio fe en un incierto futuro. Un futuro que, para ser honesto, no sabía si estaría vivo el tiempo suficiente para ver, pero un futuro al fin. Volví a soñar después de meses. Y fue asombroso ver que repetí la hazaña: con una voluntad completamente mermada conseguí uno de mis mayores anhelos en ese entonces.

Soñaba con salir, con hacerme independiente. Sí, con tomar distancia de mi familia. Era un ambiente que no me hacía bien, parte responsabilidad de ellos y mucho más mía. Y lo logré. Encontré un buen lugar cerca de la universidad y aquí sigo. No sin antes entrar en mi época más turbia.

Me cambié en enero. Y como siempre el principio fue rosa. Y la vida aquí lo sigue siendo, pero la vida en mi cabeza es otra cosa. Seguía sin encontrarle sentido a vivir. Seguía padeciéndolo, cumpliéndolo cual condena. Lo único que me detenía era el daño que sabía que le iba a hacer a mi familia. Cómo los iba a marcar, y cómo, siendo todos tan malos emocionalmente, los iba a destruir.

Enfermo y todo, pero así pensaba.

Llegó una época de ¿balance? Al menos más que antes. Pude llevar una vida normal. Iba a clases, llegaba, cumplía, trabajaba, cumplía. Y todo se volvió rutinario.

Y en esa rutina, en ese aburrimiento, con el sentimiento de que nada nunca iba a ser suficiente, sabiendo que quien estaba mal era yo y mi percepción, en medio de un panorama gris, más que negro, quise más que nunca suicidarme.

Era abril. Y decidí suicidarme. Tenía un plan. Durante una semana quise ver a todas aquellas personas de las cuales me quería despedir. Y lo hice, entre lunes y jueves logré ver a todos con pretextos diferentes. Ir por cafés, a comer, acompañarlos a hacer algún mandado, visitarlos en su casa, etcétera. Vi amigos, familiares. Y todo se volvió incontenible el jueves.

Tenía ya mi suici-kit. Investigué qué pastillas tenía que tomar, qué combinación era la más efectiva. Tenía ya alguna experiencia con pastillas, y durante la semana me las arreglé para comprar más que suficientes para sobredosearme. Y nunca me había sentido tan mal como ese jueves. El plan era llegar al domingo y hacerlo entonces, pero de no haber fumado marihuana en mi departamento, no hay manera de que hoy estuviera vivo. Necesitaba más que nunca escapar de mí, de mi cabeza y pensamientos. Y la mota ayudó.

Desde que me diagnosticaron, un año atrás, me prohibieron estrictamente la droga y el alcohol, y había cumplido con lo de la droga.

Con el alcohol, en la época en que me corté, también me puse una serie de borracheras de aguamielero. Varias veces salí a la calle, me escondí en una banqueta y me emborraché con anforitas compradas en la innegablemente bien llamada tiendita de conveniencia entre mi casa y esa determinada banqueta. Fue una época autodestructiva.

Sería una tontería decir hoy por qué lo hacía: hoy no pienso como pensaba en ese momento, y cualquier razonamiento hoy sería artificial y solamente arrojaría más sombra ante los verdaderos sentimientos que me impulsaron a hacerlo. Eso suele pasar con los recuerdos borrosos.

En fin, ese jueves me drogué y nunca antes había entendido tan bien lo que significaba escapar. Escapé. Por un breve rato, pero escapé. Al día siguiente volví a escapar.

Llegado el fin de semana mi convicción había disminuido. Fueron dos días de verdadera incertidumbre. Sabía que hasta antes del domingo en la noche no lo iba a hacer. No podía hacerlo sin antes ir el domingo a escuchar cantar a Camila. Canta en una misa los domingos en la noche y no hay nada más hermoso que Camila cantando. Siempre fue y será, para mí, un ángel.

Finalmente no lo hice. No por la solución lógica que sería decir que el canto de Camila me devolvió la esperanza en la vida. Simplemente no estaba seguro. Y siempre habría un siguiente domingo.

De a poco se calmó todo. Ni siquiera le dije a mi psicólogo o a mi psiquiatra de esto hasta mucho después.

Mi rutina me ayudó. Logré dejar atrás esta crisis, la más severa que he tenido sin duda, y poniendo mi atención en otras cosas (el trabajo, la escuela, el canto, entre otras), dejando por un tiempo de escribir al respecto, pude retomar un nivel de vida funcional. Qué palabra tan horrible. Pero en ese entonces lo era.

Ya después he conseguido cambiarlo por normal. Me falta todavía mucho por recorrer, pero he revivido cierta emoción por la vida y eso no sucedía desde hace mucho. No sé cuál será la conclusión de este relato. Hay tantas cosas que he aprendido en el trayecto y que no sé poner aquí que me siento incluso irresponsable.

Pero no puedo hacer más. Al menos no para este ejercicio. Quiero cambiar mi dialéctica. Quiero dejar de ser una víctima. Y lo he logrado, aunque sigan habiendo residuos del rol.

2 años después

A dos años de haber comenzado todo, hoy me han quitado la última medicina que todavía tomaba para tratar mi depresión. Oficialmente he sido dado de alta por mi psiquiatra.

Contra cualquier pronóstico que pude haber hecho hace unos años, aquí estoy. Y estoy bien.

--

--