El árbol de la vida

Victor Abarca
Blog de Victor Abarca
4 min readJan 26, 2012

Aunque presumiblemente El árbol de la vida no logre ninguna de las tres estatuillas a las que está nominada en los próximos Oscar (mejor película, director y cinematografía), que parece que irán a parar, como tantos otros premios, a la celebrada The artist, el solo hecho de estas nominaciones es un síntoma de buena salud para el cine, una excelente noticia que alivia el profundo pesar que ha dejado la recepción de la película en la audiencia de medio mundo.

No nos engañemos, El árbol de la vida no es una cinta fácil de ver y mucho menos de digerir. No está narrada de forma tradicional y exige del espectador un esfuerzo notable por adaptarse a un universo tan, tan particular que, en ocasiones, uno tiene más la sensación de estar viendo una mezcla de documental sobre naturaleza y evolución o recital bíblico y no tanto un drama familiar, que es lo que “se supone” que es. Quizá en estos tiempos de tanta palomita fácil y superhéroe en mallas, pedirle al público que aguante dos horas y media de reflexión sobre la vida, la familia y el sentido de la existencia es como exigirle al sol que salga por las noches; un imposible que, no obstante, sí ha encontrado un público y, sobre todo, una crítica que ha sabido reconocer las numerosas virtudes de la última obra de Terrence Malick.

La película cuenta la historia de una familia, los O’Brien, en diferentes épocas de su historia. La principal de ellas está situada en los años 50, y relata la infancia de los hijos bajo la dura mirada de su padre (un soberbio, contenido y pleno de matices Brad Pitt) y el único consuelo de una madre coraje (Jessica Chastain, en una interpretación sobrecogedora). Diez años después, hay espacio para el anuncio de la muerte de uno de los hijos, cuando tenía solo 19 años, y el estallido de dolor que provoca en la familia y que genera, en último término, el drama que sirve de base a la obra; un tercer momento nos lleva, por último, a la madurez en una época presente del hijo mayor de los O`Brien, Jack, interpretado por Sean Penn con su habitual talento. Sin embargo, la historia está contada con una sucesión de flash-backs y flash-forwards que impiden un seguimiento cronológico o tradicional de la trama, que en ocasiones se aleja tanto de la historia de la familia como para lanzarnos, ni más ni menos, al origen del universo y de la vida en la tierra o, ya al final, del mismo fin de todas las cosas.

Todo esto explica que aparezcan, entremezcladas con profundas reflexiones de la madre tras la muerte de su hijo, imágenes del espacio, supernovas e incluso dinosaurios, y remite en definitiva al título de la película, ese concepto según el cual toda forma de vida, pasada, presente y futura está íntimamente entrelazada como si fueran las ramas de un inmenso árbol. Una metáfora que encuentra respuesta en los paralelismos, hábilmente mezclados, de imágenes espaciales con el interior de un útero, algo que dicho así suena horrible pero que, sin embargo, funciona.

Y es que todo este material, que quizá en otras manos se hubiera convertido en un verdadero desastre, aquí, en las de este director, no lo es en absoluto. Al margen de la excepcional selección de actores que interpretarían la historia, Malick se rodeó de un equipo artístico fabuloso, con apuestas tan arriesgadas como Douglas Trumbull, un especialista en efectos visuales que llevaba 30 años alejado de Hollywood y que aceptó la propuesta de un director que le pidió, casi en forma de súplica, que no convirtiera su cinta en un batiburrillo digital. Dicho y hecho: Trumbull se dedicó, entre otras cosas, a verter leche por un embudo en un recipiente estrecho, grabándolo todo con una cámara súper rápida equipada con unas lentes especiales, y con recursos como este logró algunas de las imágenes espaciales más impactantes de los últimos años. A talentos como este se sumó el de Emmanuel Lubezki en fotografía, que convierte cada imagen en pura poesía visual, y el del omnipresente Alexandre Desplat en la banda sonora, que compone un monumento musical a la altura de la película.

No obstante, el mérito mayor de todo este conjunto de talentos recae en Malick, que logra atrapar al espectador en una fascinante conjunción filosófica, religiosa y mitológica donde, por encima de todo, se produce ese canto al amor maternal, al vínculo inquebrantable entre padres e hijos, entre hermanos o entre cualquiera que pueda llamarse ser querido y cuya presencia retumba en los recovecos de la memoria durante toda una eternidad. La atención por el detalle, las ventajas de rodar toda la cinta con luz natural y cámaras de mano y el cuidado exquisito en cada plano hacen de El árbol de la vida un auténtico festín audiovisual, una experiencia renovadora que, más allá de la catarsis final de sus personajes, provoca el deseo de que los cineastas sigan tomando decisiones tan arriesgadas como esta, porque siempre habrá un público esperándolas para salir de la notable mediocridad cinematográfica en que nos encontramos. (Sí, a Los descendientes y su incomprensible encumbramiento me remito, entre otros muchos desmanes).

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