Entradas agotadas
Una azotea al servicio de los desplazados
Estaba lejos de casa, pero más aún de la cancha. El Google Maps me indicó un camino que, ni bien doblé a la derecha, me di cuenta que no me iba a llevar a mi destino, y si lo hacía iba a demorar el doble que por la ruta asfaltada. Entre la tierra que levantaba el paso rural, dos campesinos arreaban sus ovejas. La tecnología y su algoritmo testarudo no entienden de pastoreo, de cruzar alambrados, ni tampoco que el campo no descansa los domingos. Me di la vuelta y volví por donde venía.
Todavía faltaban 70 km para llegar, pero el gps decía que mi hora estimada de arribo sería en 90 minutos. Lo justo para escuchar el pitazo inicial del partido. Ese día jugaban en Guayaquil el clásico del astillero Emelec y Barcelona, desde la mañana que veía camisetas azules y amarillas por cada urbanización que pasaba. Pero yo, iba camino a Santa Ana de Vuelta Larga, un pueblo de 10.000 habitantes a ver un partido de la Serie B de Ecuador. Jugaban Portoviejo y Colón, un clásico de la provincia de Manabí. Determinismo nomenclátor mediante, demoré más que lo planificado en llegar al pueblo y todavía más al estadio Baltazar Guevara que me esperaba vestido de fiesta.
Las arterias centrales de acceso transmitían mucho. Autos estacionados armando una mesa de dominó, motos y bicicletas arrinconadas donde hubiese un espacio para dejarlas. Gente caminando apurada y tensión en el ambiente. En el momento que vi el estadio noté una sensación que me resultaba conocida, un escenario universal de frustración que yo no quería confirmar hasta acercarme a una ventanilla para comprar las entradas. La gente se empezó a agolpar alrededor de los muros buscando agujeros que le permitan observar lo que pasaba del otro lado de los ticholos de cemento. Mi negación encontró su límite al ver una hoja de papel pegada a los barrotes de una ventanilla casi tan chica como la A4 que anunciaba con lapicera azul: Entradas agotadas.
En ese momento sentí arriba mío las 6 horas al volante, un flashback interno me mostró la playa que había dejado atrás para encausarme en este proyecto frustrado y bien rápido se coló la idea de tener que volver a subir al auto para manejar otras tantas vueltas al reloj. Y todo eso sin haberle sentido el olor al pasto ni poder ver cómo el 10, de medias bajas y rodete en el pelo se retrasaba unos metros para arrastrar a su defensor y con ese solo movimiento dejarle espacio al delantero para quedar mano a mano con el arquero. Todo en mi cabeza, todas imaginaciones de lo que no pudo ser. O al menos no pude ver.
Cuando me di media vuelta para volver a caminar hacia el auto, mi mirada se elevó hacia donde aún no había observado. Abrí los ojos sorprendido, por un momento me olvidé de mi frustración egoísta y me maravillé con lo que pasaba justo en la acera de enfrente. Una tribuna urbana abarrotada de gente, una azotea al servicio de los desplazados. La envidia más grande de todos los estadios de la nueva normalidad. Decenas de personas veían el partido a pesar de haberse encontrado con los portones grises cerrados para poder acceder a las gradas.
El partido terminó 0 a 0, y seguro que muy pocos lo recuerdan. Pero yo hace días que pienso, y no dejo de pensar en él, porque nunca me imaginé que iba a extrañar la sensación de encontrarme con un cartel de entradas agotadas, pero sí, en este mismo momento me pasa.