La Nanque del 93

Siempre queda picando en el área

Pablita
bolonia
7 min readNov 12, 2020

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Dicen que el fútbol es un álter ego de la vida. Personalmente pienso lo contrario, pero a esta altura ya ni sé realmente. Por eso vivo el fútbol, o mejor dicho la vida, respecto a eso, un ida y vuelta simbiótico en el cual cada cosa es la otra. Cuando veo a alguien que se tropieza en la calle se me da por decir por lo bajo: «¡fuuul!». O cuando me encuentro un billete en el bolsillo, meto un grito silencioso: «¡Qué golaaaazo!». Y en ese mundo no se puede estar ajeno a coleccionar frases o cualquier otra cosa relacionada, porque seamos sinceros, es adictivo. Te busca, te convence y siempre sentís que está picando al borde del área —este es otro ejemplo—. Camisetas, remeras, shorts, gorros, banderas, bufandas, y yo qué sé qué otra cosa más que seguro hay y todavía no lo sé, pero la necesitaré. Siempre me doy maña para convencerme.

Allá por 1993, en plena eliminatoria y con la selección en pésimo rendimiento deportivo —la eliminación era inminente, y el dolor constante— conseguí dos figuritas. Una del Enzo, que la sigo teniendo inmaculada y la atesoro como si tuviese la casaca del Atleti de Forlán, y la otra del Principito Ruben Sosa. Yo no recuerdo otra instancia, pero en esa época se estilaba coleccionar figuritas durante eliminatorias. ¡Señoras figuritas! De cartón duro y con un tamaño considerablemente mayor a los anteriores, no como las industriales de ahora que saca Panini. Acto seguido, y eliminación mediante, me empeciné en conseguir la alineación completa de la selección con la camiseta más linda de USA 94. La sueca y la italiana eran preciosas, y como la sangre tira me decanté por la tana. [Nota de geek: todavía tengo el holograma del enorme golero mexicano Jorge Campos].

Me colgué de la nutria y me fui del tema. En definitiva, y esto es a lo que iba, me resulta muy perturbador cómo todos esos productos te conectan, te transportan y te anclan a determinados momentos o hechos deportivos, se te graban en el disco duro y no hay forma de resetear.

Por aquellos tiempos las camisetas de fútbol no eran lo que son hoy. Ya sea por la tecnología, las telas, la parafernalia que las rodea, el monstruoso aparato de marketing y toda la maquinaria aceitada para que sean un bien de primera necesidad. Hoy hacen diseños a la misma velocidad que un delivery entrega su producto. Por eso, las camisetas de antes tienen ese valor intrínseco, que salvo excepciones, es difícil de obtener, o tal vez, simplemente ya soy un viejo choto que tiene activado el chip que todo tiempo pasado fue mejor.

Allá lejos, tiempo atrás, por la navidad del 95, por fin me tocó. Me regalaron la Nanque satinada amarilla y negra con cuello elástico y once estrellas amarillas tatuadas a su alrededor, cuello que, por cierto, siempre estaba doblado cuál taco mejicano con relleno y era imposible enderezarlo. Era la equipación completa del tricampeonato, la de los goles de Bengoechea y de la felicidad de los lunes en la escuela. El short aguantó vivo un año hasta que se destiñó hacia un color fucsia imposible de usar, inclusive para un daltónico servidor de estas letras. Entonces la casaca quedó solitaria, destinada a ser la representante aurinegra por excelencia de mi única colección, la llegué a usar todos los días, incluso hasta para dormir.

No recuerdo bien, ni cuándo ni cómo la dejé de usar, directamente le perdí el rastro de un día para el otro. Siempre pensé que mi adorada madre había hecho de las suyas una vez más y la había ajusticiado, pero me llevé una sorpresa cuando en vísperas de año nuevo, donde ya de por sí la parafernalia del corazón se hace latente y todo se vuelve más familiar y nostálgico, abrí el placard de mi ex cuarto, devenido en aposentos de vieja jubilada fanática del crochet, el aluminio repujado y adicta a la naftalina. Entre ropa vieja muy bien ordenada, dentro de un cajón, como escondida, pero pidiendo que la rescatara, estaba ella. La divisé descreído, no podía creer que realmente estuviese ahí todo este tiempo, la alcé en brazos con su intacto y satinado número 10 en la espalda.

La camiseta Nanque del 93, la edición del 95 y la figurita del Enzo

La magia fue instantánea. Un conector que me mandó expreso al pasado. Me resultó muy potente como esa tela aurinegra fue capaz de trasladarme a la puerta 14 de la tribuna Olímpica, a sentir el olor del cemento mojado de las gradas y a escuchar al vecino de asiento gritarle algo gracioso al rival de turno. Mi primera camiseta oficial, con el ADN del quinquenio y el olor a chorizo y coca que me compraba mi padrino cuando íbamos juntos al estadio, intactos.

Es una camiseta, pero mañana es un disco, libro o figurita, que me deja en modo prueba de fallos, reviviendo lo que se apoderó de mi cabeza, en este caso, de mi verde gramado, mi estadio mental.

Este talle S de 1995 que tengo en mis manos, y que estuvo vaya uno a saber cuántos años doblada esperándome, fue la sucesora del modelo de 1993. Es curioso, y me pregunto varias veces, por qué la Nanque del 93 me quedó tan grabada a fuego, incluso por encima de mis camisetas posteriores (¡ojo que no tuve muchas eh!). Será porque no la pude tener o que por esos años entré finalmente en la conexión definitiva del ser hincha, no sé, realmente no logro dilucidarlo. Lo que sí tengo clarísimo, es que en mi entorno más cercano la Nanque del 93 solo se la había visto al Pelu. No tengo la firmeza necesaria para saber cuándo fue la primera vez que se la vi puesta, pero yo no tendría más de 16 años, y después ya le perdí el rastro.

Lo más llamativo es que esa camiseta, la del Pelu, al día de hoy la puedo describir de memoria, como esos veteranos que recitan a quien lo pida en un bar la alineación titular del Peñarol campeón de América del 66. De izquierda a derecha: manga larga, el número 8 de Gustavo Rehermann tatuado en la espalda, un negro furioso y un amarillo sufrido (para un daltónico es complejo describir colores, pero está más que corroborado lo que mis ojos me decían ver), en los brazos tenía latiendo en loop el logo de la marca y como broche final a semejante belleza, una tela increíblemente sexy.

Nunca le pregunté, pero tengo la idea, o así me quiero convencer, que él sabía perfectamente el tesoro que tenía en su poder, y por eso, la usaba poco, de forma estratégica y calculada. Porque si no, no me explico cómo carajo la tuvo inmaculada durante tantos años. ¡Una belleza!

Un enero mucho más cercano en el tiempo aterrizó en tierras tetra campeonas del mundo, producto de sus merecidas vacaciones, otro hermano de la vida y también aurinegro: La Golfa. Y quiere la vida que estos dos, el Pelu y la Golfa, se hicieran amigos, producto del tiempo, las relaciones interpersonales, Peñarol y todo un entramado de situaciones que no hay necesidad de aclarar.

La verdad, ahora que lo pienso, no sé el motivo, pero el Pelu un buen día decidió regalarle su única camiseta aurinegra. Sí, esa misma. La Nanque del 93. Esa seda amarilla y negra pasaba de un amigo a otro, por amor y sentimiento mutuo, y a mí eso me pareció glorioso.

Como en la canción de La Renga, El Final es donde partí. Una cosa me llevó a la otra y me disparó una pregunta fulminante: ¿será que todavía se podrá conseguir esa edición que tanto me gustaba, me gusta y me gustará?

Encontrar una camiseta de 1993 en 2020 es una gesta compleja, pero sobre todo presumiblemente cara, muy cara. Empecé suave, como haciendo ejercicios precompetitivos y me acerqué al aliado más fácil. En una famosa página de compraventa llegué rápidamente a la conclusión inequívoca de que los años se hacen valer en pesos en las buenas camisetas. A esta altura, ese modelo es un objeto de colección.

La búsqueda al final terminó en un juego. Ni loco pago lo que piden, soy fanático pero no boludo. Encontré unas cuantas y cuál de todas más caras. Y es ahí que la perseverancia, o los buscadores, o los algoritmos o la suerte tal vez, me dejó de cara al gol.

Hace dos meses me crucé con una publicación promocionando el modelo, era una réplica, pero era ella. En ese momento no dudé, estaba para mí, no podía creer cómo la pelota me caía redonda para llenarme el empeine de gol. Ahí nomás cerré el círculo, y por más que sea una réplica, nadie me quita la alegría de tener La Nanque del 93.

La suma de las cosas genera un sinfín de historias. No sabemos dónde va a parar ni qué efecto mariposa estamos creando. Tal vez, y solo tal vez, sea la vida misma y nada más. Una sucesión de hechos, una cosa que nos lleva a la otra, nos cruza, nos entrelaza y así sucesivamente.

Al final terminamos dentro del área sin saber mucho cómo llegamos, tomamos la referencia de marca, y quién te dice, en una de esas, la pelota te queda servida, ahí boyando, sin decir nada, como quien no quiere la cosa.

Y el resto; el resto solo depende de cómo estés perfilado.

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Pablita
bolonia
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Livewire, Monkeylearn, Locutor, escribo ideas que siempre llegan…a nada. Coso coso, viru viru.