Las dueñas de la pelota

Buenas de verdad

Valentina Ronqui
bolonia
5 min readSep 23, 2020

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Foto: Centro de Fotografía de Montevideo (CdF)

Siempre me hizo ruido la supremacía del fútbol en el patio del recreo. Una mezcla de opiniones y sentimientos encontrados, casi opuestos.

Aquel año era maestra de tercero y me había tocado una clase con muchos varones recontra futboleros. Comentaban partidos permanentemente, opinaban como si fueran panelistas de La hora de los deportes y me preguntaban insistentemente de qué cuadro era hincha. La verdadera respuesta era que de ninguno, pero para no quedar en offside les decía de Liverpool y les contaba la primera vez –y única– que mi padre me llevó a Belvedere a cambio de comprarme un CD de Shania Twain. Esa contestación tan inesperada, más allá de sorprenderlos no generaba ningún tipo de polémica para sus interminables tertulias en torno a los bancos de clase. Para peor ese año se jugaba el Mundial, con partidos de Uruguay en horario escolar que tendríamos que ver juntos, así que escapar del asunto era imposible.

El patio era muy chico para la cantidad de alumnos que se reunían en el recreo, entonces los partidos de fútbol no estaban permitidos durante ese momento, a lo sumo patear unos penales o jugar un Mete gol entra. Pero después del almuerzo había un descanso de media hora y en ese momento eran muchos menos niños. Mis alumnos enseguida vieron en ese patio despoblado del mediodía una oportunidad. Entonces, comenzaron a suplicar, rogar, rasgarse las vestiduras para que habilitara los partidos como actividad oficial. Yo dudaba, pero en mi cabeza resonaba la voz de mi esposo, para quien los mejores recuerdos de su infancia estaban todos relacionados con el fútbol y cuando le contara, si les decía que no, me tildaría de una absoluta amarga.

Cedí, pero ya que era la maestra les puse condiciones. El artículo Nº1 del reglamento señalaba que todas las niñas que quisieran participar podían hacerlo, sin ninguna restricción.

—Por supuesto —dijeron rápidamente cada uno de los integrantes del grupo de varones notables.

Pregunté a las niñas quiénes querían jugar. Levantaron la mano dos. Entonces mi segunda condición fue que la pelota para jugar la tenía que traer alguna de ellas. Se sabe que el dueño o la dueña de la pelota tiene poder y control sobre la situación. Ese fue mi primer intento por subsanar la desigualdad que creía que sufrirían las niñas en el cemento del fondo del patio. Así fue que empezaron los partidos todos los martes al mediodía con dos pioneras, que luego fueron sumando nuevas jugadoras.

Pero claro, no tardaron en llegar los conflictos. Cuando estaban ellas, los varones empezaron a jugar más suave y se lo recriminaban abiertamente a pesar del reclamo de las niñas para que lo hicieran como siempre. Las niñas no podían elegir el puesto que querían en la cancha y encima no les pasaban la pelota, a pesar de que era de ellas.

Nada de esto pasó inadvertido, las niñas reclamaban poder de decisión y se armó un debate en la clase. Paulina, una de las principales abanderadas en esta causa los increpó sin dudar.

—¿Por qué no nos pasan la pelota? ¿Es por qué jugamos mejor que ustedes? —preguntó con la tranquilidad de saberse superior.

Silencio.

Ellas eran realmente muy buenas y probablemente hayan dado en la tecla. En el final de la conversación los varones terminaron aceptando lo bien que jugaban sus compañeras, pero no que eran buenas para ser niñas, buenas de verdad.

Me gustaba mucho la actitud de mis alumnas y su pasión por el fútbol despertó un repentino interés en mí. Entonces, un día en el recreo les pedí que me enseñaran a jugar. Con mucho entusiasmo y paciencia me empezaron por patear la pelota, cómo le tenía que pegar para dirigirla hacia donde yo quisiera, los efectos y la potencia. No sabía que existía tal técnica, era realmente muy mala, pero ellas me festejaban cada logro como yo lo hice cuando aprendieron a dividir.

Llegó fin de año y en el paseo de cierre de cursos se armó tremendo partido. 3º Aº contra 3º B. Ahora sí, con una cancha de verdad, como la que soñaron durante todo el año. Las maestras fuimos convencidas para integrar los equipos, y yo ya distendida por la época del año y motivada por mis lecciones previas no dudé en aceptar. Cada vez que tocaba la pelota mis alumnas me alentaban como si fuera una crack con la 10 en la espalda de la túnica. Eso incrementó mi entusiasmo, me fui soltando, metiendo en el partido, quería ganar. La pelota pasó cerca mío y fui con todo hacia ella, pero un alumno de la otra clase también. Nos caímos y en la caída no pude evitar que mi rodilla impactara contra su cabeza.

El partido se paró. El niño lloraba tirado en el piso. Yo le preguntaba si estaba bien, le pedía disculpas insistentemente. Lo llevé a ponerle hielo y atenderlo. Se fue tranquilizando y el golpe ya no parecía grave, pero en un momento me miró y me dijo incrédulo.

—Nunca pensé que una maestra me podía pegar.

Mi primera incursión en el fútbol no fue una experiencia memorable. Me dije a mí misma que no era lo mío y no me di más oportunidades de jugar.

Bajó la tarde y el paseo estaba llegando a su fin. Volviendo en el ómnibus Camila me empezó a contar entusiasmada el golazo que hizo para ganar el partido, que yo me perdí por estar poniendo hielo en la cabeza del lesionado. El cuento estaba cargado de detalles y emoción, le brillaban los ojos al llegar al momento que todos se le tiraron arriba para festejar. Entre los abrazos quedó abajo del todo y algún golpe recibió, pero no le importó.

Y en ese momento, como un conductora de un programa deportivo, cambió repentinamente a la sección de polémicas y me preguntó si me sentía mal por haberle pegado a un alumno. Le dije que sí.

—No te preocupes Vale, no fue a propósito. Son cosas del fútbol —me consoló con tal naturalidad que rápidamente volvió su mirada hacia la ventanilla.

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Valentina Ronqui
bolonia
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Maestra. Magister en Psicologia Educacional. Doctoranda en Psicología. Escribo sobre educación y gastronomía.