Pasaje a la final

Ya va saltar el que diga que solo era una sub 20

Kike Martínez
bolonia
9 min readJul 14, 2020

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Ísola di Capri
Ísola di Capri

Estábamos sentados ante la figura más paternal de todo el viaje. Su postura, en realidad, se acercaba más a la de un profesor recio y nosotros a unos improvisados alumnos. Sacó cinco hojas del cajón de su escritorio y cuatro marcadores de diferentes colores. Quería tener la primera palabra. El tono desafiante y su mirada altanera nos dio la bienvenida.

Las bocinas, los gritos y los motores de las calles parecían una sinfónica urbana desafinada, pero interesante. Ese hastío citadino que a los bichos de ciudad nos hace sentir en casa aunque estemos bien lejos.

A Giovanni no se le movía ni un pelo, entre otras cosas porque no los tenía, y su ceño fruncido aún lograba que mantengamos cierta distancia en el trato. Era local, de Nápoles y del lugar donde nos íbamos a hospedar por los próximos tres días. Antes de llevar nuestros bolsos al cuarto ya nos tenía preparada una clase de turismo con una mezcla de ética barata y bastante postura de campeón del mundo —y ya habían pasado siete años del títtolo azurri en el Mundial—.

Después de marcar el mapa con cuatro colores y una prolijidad obsesiva, decirnos a dónde ir, a dónde mejor no y otras tantas observaciones de guía turístico, el anfitrión nos preguntó cuántos días nos quedaríamos y si pensábamos conocer algo más de la Campania italiana.

Pablo se adelantó e hizo la pregunta. Retórica.

—Giovanni, tenemos solamente un día para pasear cerca de Nápoles. ¿Qué nos recomendás? ¿Ir a Pompeya o Capri?

Lo que parecía obvio para nosotros cinco, era exactamente opuesto para él. Afuera había 40 grados y veníamos de transpirar asfalto incesantemente durante semanas. La respuesta para nosotros era una sola, queríamos ver el mar, usar short de baño y darle vitamina D a nuestras panzas de más de un mes de birra diaria.

—¡Tienen que ir a Pompeya! — gritó Giovanni en italiano, con un gran esfuerzo de mechar alguna palabra en español.

El grito, el tono, el gesto, comunicaron mucho más que sus palabras.

Capri nos recibió con sus playas rebosantes de pleno verano y el Mar Tirreno vestido de celeste. Estábamos descubriendo un lugar nuevo, conociendo un nuevo mundo.

Nos ubicamos en un rincón de la playa donde arribó el ferry y la musicalidad del idioma italiano, multiplicado por cientos de voces se volvió un murmullo de tono amable para dejarme ir entre mis emociones. Me quedé con la mirada perdida y por un instante desconectado del alrededor. Con el paso de los días la ilusión de descubrir nuevos horizontes empezaba a difuminarse, quedaba filtrada por la rutina de cambiar de lugares tan rápidamente. Una sensación rarísima, pero el ejercicio de moverse fugazmente por ciudades desconocidas fue destiñendo de a poco la magia. Y ese día, algo no muy claro me aquejaba.

Llegó la tarde y subimos a la parte alta de la isla, caminamos en busca de conocer otras playas, rincones, olores y aflorar los sentidos. Hicimos unos refuerzos en una esquina con una vista hermosa a la inmensidad del mar y a medida que subíamos fuimos notando que el lugar está armado para viejos millonarios que toman whisky mirando el atardecer, con su remera polo de verano y su esposa al lado. Mucho lujo aparentado. Desentonaba. Desentonábamos.

Se hacía la noche, y nos teníamos que volver. Primero hacia abajo, después a Nápoles. A la hora mágica, cuando los rayos del sol ya escondido multiplican los colores del cielo, nos miramos con Juan y con un gesto nos dijimos mucho. Estaba por empezar algo importante. Uruguay jugaba una semifinal del mundo y nosotros por empezar una travesía de vuelta a lo de Giovanni como si tal evento no nos importase.

Unos días antes habíamos recorrido no menos de veinte bares romanos para ver el partido de cuartos de final. Nos adueñamos de varios controles remotos, preguntamos por AlJazeera Sports porque alguien en el camino lo había señalado como el indicado y hasta Cristian se animó a parlar bastante italiano que aprendió en el liceo. No hubo chances. Terminamos haciendo unos fideos Barilla con tuco y escuchando radio por internet. Gritamos el cabezazo de Avenatti y la clasificación celeste por los pasillos del hostel como si fuese lo que realmente era. Uruguay volvía a estar entre las cuatro mejores selecciones del mundo. Ya va a saltar el que diga que era Sub 20 y que a nadie le importa: Uruguay semifinalista. Esos gurises vestidos de celeste un poco más chicos que nosotros eran, sin dudas, aquellos que alguna vez soñamos ser.

La sensación de incomodidad que me había acompañado durante el día, era justamente proyectar la imposibilidad de ver a Uruguay en una semifinal del mundo. Porque viajar en grupo tiene ciertas reglas tácitas importantes para poder seguir adelante sin mayores inconvenientes. Digámoslo así: no se puede modificar un paseo novedoso para todos, con el objetivo individualísimo de ver un partido por televisión que se estaba jugando en Trebisonda, una pequeña ciudad de Turquía a orillas del Mar Negro, entre las selecciones juveniles de Uruguay e Irak.

En Capri ya no había gente en las calles, mucho menos en las playas. Un pequeño ómnibus de línea nos trasladó a la zona portuaria, solo restaba esperar la hora de salida del barco que nos devolviera para adentro de la bota italiana. En la última caminata por las callecitas de la Marina Grande, mientras hacíamos tiempo, visualizamos a lo lejos una pantalla verde. No era un croma, era una televisión pasando fútbol. Una heladería de luces bajitas, a medio cerrar y con dos empleados limpiando dentro, tenía en pantalla un partido de fútbol.

¿Por qué en un punto perdido del Mar Tirreno íbamos a encontrar lo que se nos había hecho esquivo en grandísimas ciudades? La desconfianza estaba intacta y la idea que sería un partido de la Euro juvenil o un amistoso de pretemporada era la opción más firme de nuestros comentarios mientras nos acercábamos hacia la cortina industrial a media asta. En el rack que colgaba de una de las columnas del negocio nos esperaba una buena y una mala. Estaban pasando a Uruguay; estábamos perdiendo contra Irak. Todavía quedaba media hora de fútbol. Las camisetas celestes estaban radiantes y era imposible no reconocerlas. A pesar del resultado la alegría nos invadió y, como si estuviésemos en el patio de nuestra casa, nos sentamos en el piso afuera del local para que el ángulo nos permitiese ver la TV hacia arriba a pesar de las cortinas semicerradas. Y por ese instante no nos importó nada más, ni la tortícolis, ni la calle, ni el último ferry que cruzaba esa noche.

Gonzalo Bueno, Uruguay
Gonzalo Bueno | FIFA.com

Un bochazo al área de Diego Rolan, lo bajó Felipe Avenatti con precisión, apareció Gonzalo Bueno y sacó un zurdazo a la red a solo tres minutos del final. Nos paramos, gritamos y festejamos en la soledad de la isla. Pero la alegría empezaba a tener un toque de preocupación, había alargue y la vuelta estaba marcada en media hora.

Mientras no empezaba el tiempo suplementario investigamos con las pocas personas de la zona de dónde zarpaba el barco que nos devolvería a Nápoles. Nadie sabía, nada era claro.

A esa altura la limpieza de la heladería ya estaba terminando, y lo folclórico de ver a cinco uruguayos tirados en el piso mirando a su selección juvenil no era argumento suficiente para convencer a los dos tanos que terminaban su jornada laboral. Lógico. El alargue continuaba en empate, pero los que empezábamos a perder de nuevo éramos nosotros. El ferry, la vuelta y el partido. Uno de los laburantes entró las últimas mesas, unas sillas y una de esas máquinas que poniendo una moneda te dispara una bola tamaño pelota de futbolito que se hace llamar chicle. Los ataques eran del rival, ya no teníamos como defendernos. Cara de pocos amigos y cortina industrial baja. Aquella ilusión convertida en plasma de 29 pulgadas se cerraba por completo, y con ella se abría nuestra incertidumbre.

Soledad, tristeza y un sinfín de sensaciones mezcladas. Habíamos podido ver un rato del partido, pero a esa altura yo creo, y lo digo con sinceridad, hubiésemos preferido nunca habernos cruzado con esa tele disfrazada de ilusión.

Los once pibes celestes seguían corriendo tras la idea fija de llegar a una final del mundo. Nosotros, los cincos uruguayos varados en una isla italiana éramos pateados por la bota, como pifie de zaguero en área propia.

A unos pocos metros, Rodrigo encontró un pequeño café que seguía abierto. Pidió la contraseña del Wifi y ahí empezó el relato radial. La igualdad se mantenía e íbamos directo a los penales, pero cómo hacíamos para decirle al capitán del barco que nos espere. Y lo más importante a esa altura, o no, cuál era el punto exacto de donde debíamos salir. Todo era oscuridad.

Muchas opciones no había. A la distancia visualizamos a unas cinco cuadras un ferry parecido al que nos había trasladado en el inicio del día. El segundero del partido parecía correr más lento que el de nuestro reloj, según indicaba el pasaje nos separaban solamente tres minutos de la salida.

Pasaje de ferry
Pasaje de ferry de vuelta a Nápoles

Por desconocimiento e incertidumbre la situación nos superó y nuestro equipo, el de los viajeros, se dividió. Sentí un impulso de responsabilidad y salí corriendo tras aquel barco. Las chancletas rotas sonorizaron el triste camino de la derrota. Dejé atrás al resto del grupo, incluso a Pablo, el menos futbolero de todos, que arrancó a correr unos metros detrás mío. Llegamos hasta la entrada de un muelle larguísimo y empezamos a transitarlo. En el momento que nos estábamos acercando al viejo ferry varado en el agua nos pararon dos carabinieri de poco humor.

— ¡Ragazzi, dove vai! — gritaron.

Una parada de carro universal que la hubiésemos entendido en cualquier idioma. Señalamos el barco e intentamos explicar que teníamos pasaje para irnos ahora mismo, incluso ya estábamos unos minutos atrasados.

—¡No! Cinque da matina —entendimos.

Nuestra cara se transfiguró. Nuestro ferry no podía haberse ido. Estuvimos frente a la bahía durante horas sin ver ningún barco.

—La nave parte da lí —nos dijeron señalando hacia el mismísimo lugar donde habíamos empezado a correr.

Allá dónde habíamos visto a Uruguay de celeste, a metros de la conexión Wifi que nos anoticiaba de la definición por penales, allá, donde todavía estaba la chancleta sana.

—Ancora non ha arrivato de Napoli —dijeron casi en coro los policías.

Volvimos sobre nuestros pasos cabizbajos, como esa caminata eterna por el túnel del estadio retornando al vestuario después de una derrota. A lo lejos vimos cómo los tres restantes corrían a nuestro encuentro. Cristian venía con la tablet debajo del brazo y el bendito buffering permitió escuchar unos metros más de lo que la conexión alcanzaba, pero a esa altura ya nadie podía dejarse seducir por la tecnología. Pateaban ellos, gol de Irak. 5 a 5, cuenta el relator entrecortado arrastrando las letras digitalmente. La ruedita quedó girando y el cartel conectando. Yo advertí que no tenían que renovar nuestras ilusiones.

Sin más señales, mientras caminábamos al supuesto lugar de salida, divisamos a lo lejos un pequeño grupo de viajantes. Recién ahí nos dimos cuenta que esa sería la terminal y que el barco, en efecto, no había llegado aún.

Nos olvidamos un instante sin olvidarnos. Nos quisimos olvidar.

Uruguay finalista del Mundo
Uruguay finalista del Mundo | FIFA.com

En medio del silencio cómplice, a una baja velocidad de bits escuchamos unos gritos lejanos que empezaron a emitirse entrecortados. Era Martín Rodríguez, el relator, festejando y gritando: “¡Uruguay a la final del mundo!”.

El barco llegó a puerto y nosotros a lo de Giovanni. Ya era tarde, entramos sigilosamente y al abrir la puerta estaba ahí, sentado en el escritorio, semidormido.

—¿Qué les pareció Pompeya? —preguntó acomodándose en la silla.

—Mágica — le respondí.

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