Cuento de Tinieblas: Hasta las sombras temen la Oscuridad.

Brasil In The Darkness
Brasil na escuridão
9 min readJun 27, 2020

By Porakê Martins | English version |Versão em português

Art by Alyne Leonel

Hélvia Guacho era una cainita muy peculiar. Aunque era una asesina experimentada, una miembro renombrada y especialmente despiadada de la Inquisición del Sabbat, el cine ejercía sobre ella una fascinación irresistible.

En el ojo del huracán de caos que el Sabbat hacía emanar desde la Ciudad de México, una y otra vez, era posible disfrutar de una engañosa tranquilidad. En noches como ésta, cuando no había ninguna demanda urgente por parte de los tediosos monseñores de la “Espada de Caín” y ella tenía la suerte de encontrarse con tiempo libre en su amada Ciudad de México, Hélvia podía darse el lujo de asistir a la última sesión en una de las salas de los Cines de la República, que ella frecuentaba desde hacía décadas para apreciar el espectáculo ilusorio de luces y sombras que se desvelaba ante sus ojos fatigados por su larga existencia.

En el pasado las historias se contaban alrededor de hogueras en los patios exuberantes de las acrópolis impulsadas sólo por la imaginación. Pero ahora, la magia de la modernidad permitía elevar a un nuevo nivel el viejo arte de contar historias. Bastaba sólo con recostarse en las butacas gastadas y dejarse llevar por el torrente de imágenes y sonidos que invadían sus ojos y oídos ansiosos. Por algunos momentos era posible vivir mil vidas, visitar tierras distantes, que incluso pies experimentados como los de ella jamás habían pisado, y verse en la piel de personas que jamás se imaginaría que existían.

Para ella era una experiencia trascendental, casi religiosa. Después de todo, Tezcatlipoca, el Señor de la Luz y de la Oscuridad, Dios de la Noche y de la Magia, ciertamente se manifestaba en aquel recinto de noche eterna, donde luces y sombras encantaban a incontables legiones de mortales — e incluso algunos inmortales menos tontos que la mayoría. — Poder vestir otras pieles de manera tan profunda había resultado ser un ejercicio extremadamente revelador e inadvertidamente útil.

Esta noche, el tradicional letrero en la fachada del edificio había avivado su curiosidad al anunciar: La Mexicana. En el cartel, en el hall de la taquilla, una joven y hermosa pareja intercambiaba caricias y los nombres de las estrellas hollywoodienses estaban impresas en letras mayúsculas. Parecía un romance empalagoso, pero decidió correr el riesgo. Sería bueno ser sorprendida, hacía mucho tiempo que no conocía esa sensación, tal vez la hubiera olvidado.

El galán de turno parecía que realizaba una actuación digna, como era habitual, pero la muchacha la hizo pensar que se trataba de uno de esos casos en que la apariencia se había impuesto sobre el talento. En esta ocasión por lo menos había sido sorprendida — en cierto sentido- pero no pudo dejar de sentirse indignada.

La película, como anunciaba el cartel, no estaba protagonizada por Jennifer López, Penélope Cruz, Salma Hayek o cualquier “chicana” del momento en Hollywood. Tampoco trataba sobre la bella actriz estadounidense estampada en el cartel. Se trataba de una historia más sobre la pasión de los estadounidenses por las armas de fuego — en esta ocasión bajo el disfraz de otra novela empalagosa — La Mexicana del título era un revólver. Al final, como ya habían cantado los Beatles, la “felicidad es un revólver caliente”. — ¡Madre de Dios! — No hay nada que les guste más a los yanquis. Debía tener algo que ver con la sintomática necesidad de demostrar poder y virilidad. — Patético. — Pensó.

Como siempre, había a quienes les gustaba. Dos colas al frente, un grupo de adolescentes suspiraba siempre que la dirección poco inspirada decidía destacar los planos del primer galán. Dos sillas vacías al lado, una pareja mantenía relaciones sexuales sin que al parecer les importara el mundo a su alrededor. Por el contrario, la muchacha de al lado gozaba más que el personaje en la pantalla. Por lo menos alguien estaba disfrutando de la película.

A lo largo de la película se contaba la muerte de dos maricas, del único negro de la historia y de varios mexicanos. “Es lo que hacemos en América”, justificaba el personaje del galán. Aparentemente, los hombres blancos sienten una erección al disparar sus revólveres y miden su potencia por los objetivos que aciertan. De pronto, el “tercer mundo”, ya no parecía tan malo, había lugares donde se vivía peor. Por lo menos aquí, la muchacha al lado podía gozar tranquila, mientras los hombres en la pantalla se distraían con sus armas.

Al dejar la sala de proyección todavía reflexionaba sobre la forma en que los estadounidenses insisten en retratar a México y los “latinos”. Pero sus pensamientos fueron invadidos por el olor a palomitas frescas y del chocolate en la bombonière del hall de acceso a las salas. — ¿Acaso aquellos mortales que dejaban su refugio encantado de luz y sombra para sumergirse en la peligrosa madrugada mexicana tenían idea de que las palomitas, el chocolate y la gaseosa de guaraná que se vendía en las salas de cine de todo el mundo eran legados heredados de grandes civilizaciones casi olvidadas en las brumas del pasado del “Nuevo Mundo”? — Un legado tan rico e influyente que incluía aún cosas como el propio maíz, el frijol, la “patata inglesa” y el “conejillo de Indias”. Un pasado soterrado bajo millones de muertos y siglos de mentiras y disimulo, como las aguas del Texcoco que fluían bajo la Ciudad de México. — Si cerraba los ojos todavía podía vislumbrar el hermoso lago de agua salada sobre el cual se erguía en el pasado la imponente Tenochtitlán.

Caminando pensativa se encontró con su monumento favorito de la ciudad, La Fuente de Diana Cazadora, una doncella desnuda empuñando amenazante un arco apuntado hacia las estrellas. La doncella ya estaba allí décadas antes de la inauguración de los tradicionales Cines de la República y todo hacía creer que seguiría en su puesto mucho después que los mortales se cansaran de los encantos del viejo cine. El monumento siempre había sido otra fuente de fascinación para ella. Su verdadero nombre era La Flechadora de las Estrellas del Norte. La doncella ya había provocado protestas de la hipócrita elite mortal de la capital mexicana, ofendida por su desinhibida belleza y osadía, pero con el paso de algunas décadas había sido definitivamente incorporada al paisaje de la ciudad. Quiso el gusto contemporáneo ver en ella reflejada una divinidad olvidada de un imperio decadente en un pasado que reposaba en tierras lejanas, al otro lado del Atlántico, pero sus formas, inspiradas en una joven mexicana, no dejaban dudas sobre lo que representaba — Una fuente de inspiración.

La primera vez que la había visto por un instante había pensado que La Flechadora había soltado la cuerda ausente de su arco y disparaba flechas invisibles hacia los cielos del norte. Después una lluvia leve y fresca de otoño había caído sobre la ciudad, como lágrimas aburridas de incontables enemigos derrotados. Entonces había contemplado las gotas que caían perezosamente, dividiéndose en otras muchas al encontrar el suelo de asfalto y hormigón, formando charcos de agua donde lentamente otras gotas dibujaban círculos concéntricos reflejando las luces pálidas de la metrópoli. Una sonrisa surgió en la comisura de sus labios, como un rayo en el cielo azul. — ¡Ésa era la señal que ella tanto tiempo había esperado! — Era hora de dejar de ser Hélvia Guacho, la Inquisidora Sabbat, y volver a vestir el manto de Kalomte Kabel, el flagelo de Tezcatlipoca.

Kabel siempre había despreciado las apestosas parodias que se representaban en los Auctoritas Ritae del Sabbat, meras formas sin ningún contenido. Pero reservaba un desprecio especial por aquello que era conocido como La Palla Grande, el “Gran Baile” del Sabbat, cuya fecha coincidía con la de Halloween y el Día de los Muertos, una corrupción profana del antiguo culto a Ah Puch, el regente de Mictlán, el inframundo. Esa sería la última vez que Kabel se obligaría a participar, aunque esta vez estuviera segura de que aprovecharía como nunca la ocasión.

Convenientemente caracterizada como La Catrina de los Toletes, con el objetivo de que su presencia causara impresión en el recuerdo de todos. Participó en el ritual como se esperaba de ella. Doblemente oculta, al vestir bajo la fantasía de La Catrina, su disfraz como Hélvia Guacho. Se exhibió para quienes se encontraban por debajo de ella y mostró oportuna reverencia a los que se creían más antiguos y poderosos. Cuando su presencia ya había sido convenientemente registrada, aún antes que la Regente, Melinda Galbraith, pudiera hacer su entrada triunfal, Kabel evocó sus dones de la sangre para que no percibieran su ausencia, y a continuación, utilizó su velocidad para evadirse del lugar.

Hacía tiempo que Kabel era consciente de la influencia de Huitzilopochtli, el Baali, su viejo conocido, sobre la Regente del Sabbat, pero todavía no consideraba conveniente eliminarla, sobre todo usando su disfraz como inquisidora. Pero esta noche, se encontraba allí como Kalomte Kabel, el flagelo de Tezcatlipoca, adornada con las distinciones de Ah Puch, a quien había encomendado el alma maldita de Melinda. Kabel despreciaba a todos en el Sabbat, pero odiaba por encima de todo a los Lasombra, que Melinda intentaba emular hasta el punto de dejarse confundir con uno de ellos. Los Lasombra representaban para Kabel la esencia de los invasores españoles que un día pensaron que habían erradicado para siempre a su estirpe. Pronto recordarían que hasta las sombras deben temer la oscuridad.

En un abrir y cerrar de ojos, consiguió entrar en los aposentos de la sorprendida Regente, ejecutándola sumariamente tras arrancar su corazón negro con repetidos golpes de sus garras. Melinda todavía esbozó cierta reacción, prevenida por su asombrosa percepción, capaz de rivalizar, pero no superar, los dones furtivos de Kabel. La velocidad de la guerrera Tlacique superaba a la de la Regente, que sin embargo intentó defenderse en vano. Tampoco la legendaria resistencia y fuerza sobrenatural de Melinda, las cuales solía utilizar para impresionar a la secta en los rituales públicos, fueron suficientes para que la Regente pudiera resistir al repentino y quirúrgico ataque de la excepcional e inesperada Matusalén Tlacique.

Regresó a la celebración tan rápida y repentinamente como había partido, se alimentó y pacientemente se dedicó a aguardar por la noticia de la muerte de la Regente, pero tardaría en llegar. No consiguió evitar que una sonrisa escapara de sus labios cuando vio a un impostor ocupando el lugar de Melinda. Ella sabía que la farsa no podría mantenerse indefinidamente y que después el caos que había sembrado en el seno del Sabbat crecería y traería frutos de destrucción para sus enemigos. Entonces se marchó.

Cabalgó el viento con la Bendición de Huacán, en la forma que Tezcatlipoca sólo había revelado a sus chiquillos. Antes de la salida del sol estaba de vuelta en su ciudad natal, su amada Calakmul, o mejor, Ox Te’Tuun, como se decía en sus tiempos cuando era una simple y joven mortal.

Contempló en profundidad las ruinas que la rodeaban, una vez más era como si pudiera ver la gloria y majestuosidad del pasado. El mundo se encontraba en permanente cambio, ni los inmortales duraban para siempre. La mala noticia era que todo tenía un final, por muy bueno y glorioso que fuera. La buena, era que todo tenía un final, por muy malo y doloroso que pareciera ser.

En los bosques cercanos a las ruinas, en un lugar que ella había guardado en el fondo de su memoria, Kabel desenterró su chimalli y su macuahuitl favoritos. Todavía se encontraban en perfecto estado, protegidos de la acción del tiempo por antiguos hechizos Nahuallotl. En el chimalli, un pequeño escudo circular tradicional, la imagen de Kinich Ahau, su rostro favorito de Tezcatlipoca; en el macuahuitl, láminas relucientes de obsidiana negra, pero más afiladas de lo que el mejor acero que la humanidad fuera capaz de producir, incluso en las noches actuales. Ella deseaba estar preparada para asumir su papel en el tan esperado resurgimiento Tlacique. A la noche siguiente, el Arzobispo Tzimisce que había reivindicado el nombre de Xipe Totec sentiría la caricia del verdadero dios desollado.

Entonces, un arco anaranjado surgió en el horizonte anunciando la llegada de un nuevo día. Como un pequeño sacrificio en nombre del Señor de la Luz y de la Oscuridad, Kabel intentó encarar el sol que amanecía despuntando en el horizonte hasta que sus ojos se quemaron como carbones ardientes y su piel humeó con la caricia de los primeros rayos del alba. Resistió sin la más mínima expresión de dolor y fue recompensada con un vislumbre de su gloria instantes antes de hundirse en el suelo sagrado de sus antepasados.

Este cuento fue extraído del “Libro de Línea de Sangre Tlacique” que puedes consultar en su totalidad AQUÍ.

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