Cuenta tu historia
Me pide Medium que cuente mi historia. Y, sin aviso, me golpea la realidad. ¿Cuál es mi historia? ¿Qué huella dejo? ¿Qué sentido tiene mi existencia? O, simplemente, ¿por dónde empiezo? Mi nacimiento, mi concepción, mi primer recuerdo o incluso el primer recuerdo que otros tienen de mí. Todos serían buenos inicios literarios. Sin embargo, me encuentro en medio de un sinfín de historias, de contextos, que no puedo obviar al contar quién soy.
Quizás por eso elegí el periodismo, para no tener que afrontar explicarme a mí misma, pudiendo explicar la estela de otros. Esta es la historia de mi abuelo y de cómo su vida marcó la mía.
Ramon Gustems Iserte nació en Barcelona un 20 de agosto de 1926. El primero de dos hijos, su madre murió de tuberculosis cuando él era muy pequeño y su padre se volvió a casar con otra mujer que lo cuidó como a un hijo más. Tuvo otros dos hermanos y desde muy joven vivió la crudeza de la vida. La Guerra Civil, la muerte de su primer hermano antes de cumplir la mayoría de edad y la miseria de la posguerra. Pero también vivió el amor: era un hombre enamorado. Casado con mi abuela durante 63 años, hasta la muerte de él, la amó hasta su último día.
Cuando yo nací, ya tenía muchos nietos. Después de cinco hijos, cabe esperar que la descendencia prolifere. Sin embargo, siempre sentí una conexión especial con él. Era un hombre alto, serio y afable a la vez, con un bigote imponente que se torcía al sonreír. Y, aunque no sonreía mucho, tengo guardadas en las retinas las contadas ocasiones en las que mostraba sus dientes. Esos días en que era más feliz casualmente coincidían con los días en que nos reuníamos toda la familia.
Cuidaba de sus geranios como de su vida y siempre bebía un vaso de vino con las comidas (que no copa). Siendo yo muy pequeña, me sentaba en su regazo antes de recoger la mesa y con sus grandes manos atrapaba las migas de pan del mantel y me daba una para que la mordisqueara. Entonces también sonreía. En su casa nunca faltaba el pan y, no importaba cuán seco estuviera, para él sabía a delicia. “En la posguerra solo había pan verde; después de comerlo nos dolía la barriga, pero no teníamos nada más que llevarnos a la boca”, decía.
Mi abuelo era un hombre muy instruido en la vida. Aunque solo pudo ir cuatro años a la escuela y escribía de manera fonética, siempre estuvo orgulloso de su “buena escuela republicana” y quiso aprender más. Prueba de ello es que, después de jubilarse, empezó a usar un portátil y se abrió una cuenta de LinkedIn. Encontramos su perfil cuando ya había fallecido y nunca pude preguntarle el porqué. Pero ya sé la respuesta: él quería dejar constancia de su historia, y lo hacía siempre que podía, con pequeñas notas al margen.
El ansia por contar su vida era tal que cuando le salió una nieta periodista aprovechó su oportunidad. Me cedió su diario, con un elaborado árbol genealógico y sus memorias más crudas, y me dijo que quería explicarme su historia para que algún día, cuando él ya no estuviera, su recuerdo perviviera.
Pocos meses antes de su muerte, y ya sin su característico bigote, por fin pudo contar su historia a la posteridad. Una compañera de carrera y gran amiga, Irina Balart, y yo capturamos su esencia en este vídeo interactivo. En él, después de una pequeña introducción, puedes preguntarle acerca del hambre, la guerra, las bombas o su familia, y él te contestará con su propia voz. Dejo aquí el enlace:
Visto ahora, no puedo evitar encontrar fallos al vídeo: el foco, el encuadre y hasta algún subtítulo que baila más de la cuenta. Aún estábamos en la carrera y el resultado dista de ser perfecto, pero pienso en la emoción de mi abuelo al verse en el vídeo por primera vez, al jugar con las flechas y rememorar lo que nos contó, y en cómo antes de irse pudo ver su historia plasmada. Y eso me reconforta. Ese día se sintió orgulloso de mí.
Una prueba más del carácter genuino de mi abuelo es la manera como partió. En silencio, sin hacer ruido, esperándose a que todos sus hijos estuvieran con él, en paz. Y la sorpresa vino luego: encontramos una nota escrita un año antes con su última voluntad: que toda la familia se uniera para comer juntos en su honor. “Pago yo”, dejó escrito al lado de una tarjeta bancaria. Hasta para morirse tuvo clase.
Ya lo dicen, “genio y figura hasta la sepultura”. Hoy hace cuatro años que mi abuelo nos dejó, a los 91, un 21 de septiembre de 2017, pero nunca lo he sentido más cerca. Sus aprendizajes me acompañarán toda la vida.
Et trobem a faltar, avi. T’estimo molt.